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—Ha sido Valencia, mamá. El sol. Las flores. El clima. Valencia tiene la culpa. Y tú, por haberla parido aquí, como a una naranja.

Sonríe Paulino. Paulino. Su hermano mayor. Su héroe, aunque aún no se haya marchado a la guerra. Elvira adora a Paulino, que se ríe de ella, y de su madre, de las dos, y Elvira se queja:

—Mamá.

Y Hortensia escribe en su cuaderno azul. Escribe a Felipe. Le escribe que siente las patadas de la criatura en el vientre, y que si es niño se llamará como él. Escribe que piensa que Elvirita se muere, como se murió Amparo, y Celita, sin dejar de toser, como se murieron los hijos de Josefa y Amalia, las del pabellón de madres. Escribe que la chiquilla pelirroja tiene una calentura muy mala. Y que lo único que pueden hacer por ella es darle el zumo de las medias naranjas que les dan a cada una después del rancho. Escribe que no sacan mucho porque están muy secas.

—Mamá.

Reme y Tomasa se miran, y miran a Hortensia. Reme recuerda a su madre. Muchas veces le hubiera gustado llamarla, así, como Elvira llama a la suya, aunque su madre esté muerta desde hace más de veinte años, muchas veces, pero no se ha atrevido nunca. Tomasa incorpora a la niña y le da a cucharadas el zumo de las medias naranjas del postre de todas. Elvira traga. Y entre cucharada y cucharada se queja:

—Mamá.

Tomasa añora también a su madre, al igual que Hortensia, que levanta la vista de su cuaderno azul.

—Mamá.

Y el quejido de Elvira es el quejido de todas.

6

En la puerta de la prisión, el abuelo de Elvira espera a la mujer que conoció en su anterior visita. No le han permitido ver a su nieta. Está enferma, le han dicho. Pero han cogido la lata de cinc donde le lleva siempre la comida, y se la han devuelto vacía, buena señal. Y ahora espera a Pepa, la hermana de la mujer que escribe su diario en un cuaderno azul.

—Señorita.

Es menuda, y rubia. Camina con pasos cortos, acelerados, porque ha empezado a llover.

—Señorita.

Va enfundada en un abrigo demasiado grande. Y un mechón de cabello se le escapa de la toquilla que cubre su cabeza, una toquilla negra bastante ajada.

—Señorita.

El anciano se levanta apenas el sombrero para saludar mientras se acerca a ella.

—¿Es a mí?

—Usted perdone, señorita.

Ninguno de los dos lleva paraguas. Y ambos tienen los ojos de un color azul clarísimo, casi celeste.

—¿Sabe usted algo de mi nieta?

—¿De quién?

—Elvira González Tolosa, mi nieta.

—¿La chiquilla pelirroja?

—Exacto, sí.

—Está con mi hermana en la galería, pero hoy no ha salido a comunicar.

—Ya, ya, precisamente. Verá...

—Ahora me acuerdo de usted.

—¿Se acuerda?

El anciano levanta las solapas de su chaqueta para cubrirse el cuello. Viste traje y corbata negros, pero no lleva abrigo y a Pepa le extraña porque su aspecto es de un gran señor y la calidad de su vestimenta se advierte hasta en el fieltro de su sombrero.

—Sí, que le trataron de muy malas maneras, muy malamente, sí. Venga, arrímese aquí que nos vamos a empapar.

El anciano la sigue, y una vez a resguardo, se levanta el sombrero.

—Perdone, no me he presentado. Me llamo Javier Tolosa Ibarmengoindia.

—¡Josú!

—Encantado de conocerla.

—Josefa Rodríguez García, para servirle.

Pepa siente lástima al verlo tan caballero, y tan aterido. Sus miradas azules se encuentran por primera vez. A ella la calienta un abrigo que había sido de su padre, y no sabe que el abuelo de Elvira vendió el último que le quedaba hace apenas una semana.

La joven se dispone a escuchar al anciano. Observa su delgadez extrema, su piel finísima y pálida, casi transparente, la elegancia de los dedos largos que sujetan la solapa que abriga su garganta.

—Usted dirá.

En cuanto el abuelo de Elvira comienza a hablar, Pepa percibe la fragilidad en su voz. La conoce bien, esa fragilidad. Palabras a medias. Palabras buscadas y silenciadas antes de llegar a los labios.

—Me han dicho que está enferma, pues.

Palabras que se niegan a ser pronunciadas.

—¿Le ha dicho algo su hermana, de mi nieta...?

El quiere preguntar algo más.

—¿Sabe usted si...?

La lata de cinc tiembla en la mano de don Javier Tolosa Ibarmengoindia. Si ha muerto, quiere preguntar. Pepa sabe que es eso lo que el abuelo de Elvira quiere preguntar. Y sabe que no se atreve a preguntarlo.

—Le han cogido la comida, ¿no?

 Dice, señalando la lata vacía.

—Sí.

—Entonces no se preocupe.

Y le cuenta que ella regresó a su casa con la lata llena la última vez que visitó a su padre en la cárcel de Porlier.

—Mi padre era maestro tornero en Córdoba, ¿sabe usted?

Le dice que se vinieron de Córdoba al acabar la guerra, porque su padre estaba con la República y allí lo sabía todo el mundo.

—Y aquí lo debían de saber también, porque lo trincaron nada más llegar a Madrid.

No le traigas más comida, no la va a necesitar, dice que le dijeron en la puerta de la cárcel de Porlier. Y rechazaron la lata cuando Pepa se disponía a entregarla. Tu padre ya no está aquí. ¿Y dónde está? No está. No preguntes, vete, y no vuelvas más. Y mucho cuidadito con llorar y formar escándalo.

—Así lo supe yo.

Dice, señalando su propia lata.

Así supo que no volvería a ver a su padre.

—Y así sabe usted que su nieta está ahí dentro.

Pepa señala esta vez la lata vacía del abuelo de Elvira. Y el anciano controla la intención de sus ojos. Y ella también.

7

Aún se pregunta Pepa cómo ha reunido el valor suficiente para enviarle un mensaje a Hortensia. Y sigue estando nerviosa, a pesar de que hace horas que regresó del penal. Hace horas que se ha despedido del abuelo de Elvira. Hace horas que vio caminar a don Javier bajo la lluvia, con la cabeza baja, alejándose de ella abrazado a su lata vacía. Hace horas que ha llegado a casa de los señores. Y ya le ha preparado la sopa a don Fernando.

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