—Claro, y tú me quitarás el lazo, como aquel día.
—¿Cuál?
—Cuando le dijiste a mamá que te ibas a la guerra. ¿Te acuerdas?
—Sí, sí me acuerdo. Tú eras así de pequeña. Una niña mimosa que no tenía ni idea de que un día se llamaría Celia.
—Todavía soy mimosa.
—Ven, pues, que voy a hacerte unos cuantos mimos.
Jaime se acercó a ella, y comenzó a hacerle cosquillas. Las carcajadas de ambos se dejaron oír en el exterior del molino Antón hasta que Celia escapó y echó a correr hacia Mateo. Jaime la miró correr. Su cabello rojo prendía el aire en una llamarada corta que se encendía a su paso. Sin saber por qué, pensó en su abuelo. Pensó en el encuentro ante la puerta de la cárcel de Ventas. Recordó la expresión de su rostro, el dolor en su voz. Elvirita está dentro. Dentro, hijo, Elvirita está dentro. Hubiera querido que su abuelo la viera así, corriendo como la luz en la noche. Hubiera querido que su abuelo la viera libre. Libre. Pensó en el locutorio siniestro de Ventas. En su abuelo aferrado a la valla metálica. En su hermana aferrada en la valla contraria. Hubiera querido que su abuelo la viera correr en esta noche abierta, correr en libertad. Libertad. Su hermana corre, él la observa correr, sonríe, y se da la vuelta. Libertad, pronuncia en voz baja. Libertad, qué extrañas son las palabras que se resisten a ser pronunciadas sin que el rubor nos alcance. Y qué extraño es llamar libertad a una carrera en la noche, al cielo raso, al monte bajo, al frío y al calor, a un pañuelo en la boca, a un fusil en la mano.
—Mateo, Mateo.
—¿Qué te pasa, chiquilla?
—El Chaqueta Negra, que me quiere matar de risa.
—Mejor morirse de eso, ¿no?
Mateo limpiaba el cañón de su naranjero con un trapo sucio. Dejó de frotar su arma y enfiló el ojo a la mirilla. Elvira quiso decirle que se llamaba Celia. Pero sintió un pánico repentino al ver el fusil y le hizo la pregunta que poco antes no se había atrevido a hacer a su hermano:
—Mateo, ¿tú serías capaz de usar eso contra ti mismo?
—No lo sé.
Y dijo que no lo sabía porque le avergonzaba reconocer que ya tuvo la oportunidad de comprobar que no sería capaz, y que le pidió a El Chaqueta Negra que lo hiciera por él.
—Abróchate bien ese botón, niña.
Elvira se abrochó un botón de su camisa que escapaba del ojal.
—Pero yo te he visto jurar que lo harías. Has jurado que lo harías.
Mateo continuó limpiando su fusil.
—Lo he jurado porque creo que hay que hacerlo. Además, si te cazan vivo, preferirías estar muerto. Dalo por cierto, Elvirita. Dalo por cierto.
—Ahora me llamo...
Antes de acabar de decir que se llamaba Celia, El Tordo apareció de entre las sombras y se sentó junto a ellos.
—¿Cuándo nos vamos?
Mateo observó el cielo y achinó los ojos para contestar:
—Hace una hora que salió el primer grupo. Estate tranquilo, que nos queda nada y menos.
—No sé por qué coño tenemos que salir nosotros los últimos.
—Tú nunca sabes nada, ni puñetera falta que te hace. Cumple las órdenes y no preguntes.
—Ordenes, órdenes, eso es lo único que sabe hacer el hermano de ésta. A mí me gustaba más ir por libre.
—Eres como los socialistas, coño, que sólo saben poner en cuestión cualquier cosa que hagamos. Y ésta se llama Elvira, que ésta sólo se le dice a los burros.
—Me llamo Celia. Y lo que hace mi hermano se llama eficacia en la organización militar, a ver si te enteras, Tordo. Y acostúmbrate a que ahora ya no vas por libre.
Lo dijo en un tono que no dejaba lugar a dudas. Se llamaba Celia, y no estaba dispuesta a que nadie la llamara «ésta», ni a que los hombres la dejaran fuera de la conversación.
—Celia es muy bonito.
—No me trates como a una cría, Tordo, que yo he visto lo que ha pasado ahí dentro con algunos de los jefes de las brigadas. Y ahora veo que te han comido la moral los que acusan a los comunistas de pretender la hegemonía en la UNE al organizar las guerrillas. A ver si dejáis la rivalidad para el enemigo, y la desconfianza para los traidores, que ya está bien de enfrentamientos entre nosotros.
—Así se habla, Elvirita.
—Celia. He dicho que me llamo Celia.
—Celia, sí, maldita sea, que me he confundido, coño, joder.
Mientras maldecía, Mateo se golpeó la frente con el puño mirando a Celia con expresión de orgullo. Volvió a pronunciar el nuevo nombre de Elvira, Celia.
—Celia.
Y lo repitió, con una sonrisa en los labios.
—Celia.
Celia se alejó de ellos sofocando una leve tos. El Tordo la miró alejarse.
—Buena moza se está poniendo. ¡Y cómo habla!.
—Deja de mirarla así, Tordo.
—¿Qué bicho te ha picado?
—A mí ninguno, y a ti tampoco, así que deja de mirarla de esos modos y de esas maneras. A ver si nos vamos enterando.
—Macho, que yo sólo he dicho que está buena moza. Ni que fueras su padre...
—Hazte cuenta de que lo soy, y átate esa lengua.
Desde la puerta del molino, El Chaqueta Negra les hizo un gesto. Hora de irse. Los dos hombres se pusieron en pie al mismo tiempo. El Tordo miró a Jaime, y después a Mateo:
—Conste que no era mi intención ofender a nadie. No vayas a ir diciendo por ahí que la he ofendido.
Mateo no contestó. Se dirigió junto a él hacia el molino y cuando El Chaqueta Negra dio la orden de comenzar la marcha, le pasó una mano por el hombro.
—Si te veo otra vez mirar a Celia con ojos de putero, te mato.
Durante el regreso al campamento de El Pico Montero, El Tordo caminó detrás de Mateo con la vista clavada en el suelo. Mateo caminó a diez pasos de Celia, protegiendo su espalda de las miradas de El Tordo, y mirando al cielo. Noche sin luna, noche de estrellas. Le gustaban las noches así, cuando el cielo se dibuja a sí mismo y las estrellas parecen el rastro luminoso de una explosión de luz. Le gustaba. Y en las noches de estrellas le gustaba buscar la de Tensi. Y buscó en la noche. La estrella de Tensi. Mira, la más chica que hay en el cielo, ésa, la más chica, te la doy yo a ti, le dijo cuando él le regaló los pendientes que había comprado en Azuaga.
—¿Y se puede saber por qué me das la más chica?