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—Para que tengamos que estar siempre muy juntitos, so tonto.

—Ven aquí, so tonta.

Y la amó.

Y ella le pidió que la mirara.

—Mírame.

Sí, Mateo pensó en Tensi mientras caminaba detrás de Celia, a diez pasos de aquella niña que llevó al puerto de Alicante, que ha dejado de ser una chiquilla y que ya no parece un muchacho.

Cuatro horas de marcha. Cuatro horas para añorar a Hortensia. Cuatro horas para asomarse al abismo de su pérdida, para enfrentarse de nuevo a su muerte, para hacer el amor en una estrella y sentir que le sobra la vida y le faltan los brazos. De no abrazarla. No abrazarla. Y le faltan los labios porque le falta su boca. Besos, caricias y relámpagos. Le faltan. Mírame, aunque yo no te mire. Nunca volverá a mirarla. Nunca. ¿Por qué Tensi está muerta? El monte no es sitio para una mujer. ¿Por qué permitió que bajara a las huertas de El Altollano? Ha de acostumbrarse al dolor. ¿Por qué no supo proteger a la mujer que llevaba un hijo suyo en el vientre? Acostumbrarse, para poder soportarlo. ¿Por qué Tensi está muerta?

El grupo ha llegado ya al campamento, y Celia se da la vuelta. Se dispone a hablar con Mateo. Pero no lo hace. Le mira. Y Mateo huye de su mirada. Y huye de ella. Se dirige a paso rápido hacia las hendiduras que forman las últimas rocas y se esconde entre las piedras. Para ocultar el llanto.

15

El sol había calentado en exceso la tienda de hule. A pesar del techado de ramas verdes que habían construido sobre ella, el calor en su interior provocaba un sofoco que Celia no podía soportar. Las hijas de El Tordo habían caído ya rendidas al sueño. Ella intentaba dormir. Se secó el sudor que le resbalaba por el cuello y se incorporó para buscar la cantimplora. Le molesta la pistola en el cinto. Querría quitársela, pero no está permitido dormir sin el arma. Es mejor el invierno. Aunque a veces el frío sea insoportable. Recuerda con auténtico espanto las noches de marcha, los pasos hundidos en la nieve, los miembros helados, aun después de aplicarse el linimento para atravesar un río. Pero es mejor el invierno. Tragó agua fresca. Vació el resto de la cantimplora sobre su cabeza y se la colgó en bandolera. Se levantó. Salió de la tienda y buscó el consuelo de una sombra. Su hermano dormitaba tendido junto a su arma bajo el saliente de una roca. Ella se recostó a su lado. También allí se asfixiaba. La piedra que les servía de techo les protegía de los rayos del sol, pero acumulaba el calor, y ardía. El olor del cuerpo de su hermano, que le llegaba en vaharadas con el más mínimo movimiento que hacía, le asqueaba tanto como el suyo propio. Hay que oler a monte, le dijo Mateo la primera vez que pidió jabón, o un poco de colonia.

—A monte, niña, para que no puedan seguirnos el rastro.

Y a monte olían, a monte sucio y sudoroso, pesado, caliente, lento y animal. El cansancio venció a la repugnancia, y Celia se quedó dormida. Habían caminado durante toda la noche. Y el día había sido largo, y hermoso. Fue un día hermoso, sí. Ella se sintió guerrillera, más que nunca, con su fusil al hombro, marchando con la partida de El Chaqueta Negra hacia El Llano. Fue un día hermoso. Tomaron un pueblo en nombre de la República en una operación militar perfectamente coordinada. Todas las partidas de la Agrupación Guerrillera de Cerro Umbría participaron en la invasión. Fue un día de victoria. Colocaron la bandera tricolor en el balcón del ayuntamiento, requisaron la pistola del alcalde, las armas y las municiones del cuartelillo, desvalijaron la caja fuerte del jefe de la Falange local y los vecinos les entregaron cestas repletas de alimentos. Eufóricos de éxito, durante la marcha de regreso al campamento entonaron el himno guerrillero. Caminaron toda la noche, y al llegar a El Pico Montero, llenaron el depósito de aprovisionamiento con el armamento requisado y el acopio de víveres, y volvieron a cantar.

Todos se admiraron al ver cantar a Celia.

—Pero si tenemos aquí a Celia Gámez.

Era El Peque, un jefe de Agrupación que había llegado de Toledo para coordinar la sublevación de los pueblos del interior. Tenía los ojos negros, la sonrisa generosa, fácil, y llevaba sombrero. Los hombres de su unidad le admiraban por su arrojo, pero también le temían. Aplicaba las leyes del monte con el máximo rigor. Y de él decían que no le temblaba el pulso al disparar cuerpo a cuerpo contra el enemigo, y aseguraban que no le temblaría tampoco al ajusticiar él mismo a los traidores. Eso decían. Y Celia pudo comprobarlo durante la ocupación del pueblo, cuando un muchacho gallego anunció en la plaza de la parroquia que deseaba abandonar la guerrilla, que no aguantaba más. El Peque le dirigió una sonrisa, le arrebató el arma que cargaba al hombro y miró a dos de sus hombres. Bastó una mirada. Los dos hombres encañonaron al muchacho y, ante la sorpresa de Celia, se lo llevaron a la calle que daba la vuelta a la iglesia. El Peque los siguió.

Cuentan que El Peque amenazó de muerte al gallego. Si te vas, te mato, dicen que le dijo. Y dicen que su mirada negra traspasó a aquel muchacho. Y que antes de que El Peque le apuntara con su arma, mojó los pantalones.

—Aquí mismo te despacho, tú decides.

Los cuatro hombres regresaron a la plaza. Uno de ellos pasó un brazo por los hombros del chico, otro le dio palmaditas en la espalda. El Peque le devolvió el arma, y sonrió. Nadie había visto nunca ternura en El Peque. Nadie. Nunca. El la ocultaba bajo una sonrisa irónica, o tras una carcajada, en el preciso instante en que la sentía. Y ante el muchacho gallego de los pantalones mojados sonrió. Pero después de cantar el himno guerrillero en el campamento, aquel amanecer de agosto, la mirada negra de El Peque atravesó a Celia. Y ella sintió su ternura en lo hondo, en lo más hondo. Y para siempre.

Poco después, cuando Celia y las hijas de El Tordo se retiraban a dormir, El Peque las alcanzó de camino a la tienda:

—Cantas muy bien.

—Gracias.

Y al ver que El Peque pasaba junto a ella, Celia detestó oler a monte por primera vez.

—Mejor que la Gámez.

—No exageres.

—No exagero.

Ella se detuvo al llegar a la tienda. El Peque continuó caminando y sin volver la cabeza, agitó la mano para despedirse:

—Que duermas bien.

Pero no puede dormir. No puede. No pudo en la tienda y no puede ahora. Se ha despertado abrazada a su hermano. El calor de los dos cuerpos la ha despertado. Se incorpora. Mira a su alrededor. Todas las sombras están ocupadas. A lo lejos, ve a Mateo, con su fusil en bandolera y un cubo en cada mano. Se levanta, y grita:

—¡Cordobés!

Él se detiene y la espera.

—¿Vas a por agua?

—¿A ti qué te parece?

—Déjame ir contigo.

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