Ella escribirá esta misma noche una nota: No sé con quién has estado, ni me importa. Y él la leerá mañana. Y volverá a cuestionarse su trabajo en la platería. Volverá a pensar que quizá se ha equivocado. Le gustaba la medicina. Y sentirá una opresión en el pecho que le obligará a aspirar una bocanada de aire. La ansiedad le impedirá respirar, aunque tenga henchidos los pulmones. Porque recordará de inmediato a Kolstov, el corresponsal del Pravdaque se hacía llamar Miguel Martínez, y era, se decía, el agente personal de Stalin en España. El día que se conocieron, rieron juntos. Don Fernando no sabe si fue Kolstov quien dio la orden. Dicen que fue él, eso dicen. Y dicen que a su cargo estuvo la evacuación de los prisioneros políticos de la cárcel Modelo. Más de mil. El Gobierno había huido a Valencia. Habían huido, por mucho que se empeñaran en maquillar esa fuga. Madrid estaba sitiado. Y el capitán médico Ortega se ahoga en Paracuellos del Jarama. Se ahoga. Porque él no detuvo la masacre. El capitán médico Ortega salió corriendo y, en la carretera de Barajas, saludó a Kolstov y fue incapaz de mirarle a la cara. Se ahoga. El vio morir a los prisioneros. No se alejó de los guardianes que disparaban. No se alejó, hasta que terminó la matanza. Miró. Y es culpable. Miró. Y no dijo ¡Basta! ni una sola vez. ¡Basta! Miró cómo caían los cuerpos. Y se ahoga. Miró cómo brotaba la sangre. Miró. Y le gustó mirar. Y lo sabe. Miró brotar la sangre. La sangre. Arterias. Venas. La yugular, la carótida, la femoral, la aorta, la ilíaca, la safena. Es más oscura la sangre venosa. Claro, esa bala ha perforado la safena. Miró. Y sólo echó a correr cuando cayó en la cuenta de que estaba observando el brotar de la sangre como si estuviera diagnosticando la procedencia de una hemorragia. Miró. No pestañeó ni una sola vez. Y ahora siente repugnancia. Es posible que fueran casi mil muertos y él no vio la cara de ninguno.
No sé dónde estuviste anoche, ni con quién. Ni me importa.
Leerá. Mañana. Y será igual que siempre. Porque él era cirujano. Y no quiere volver a serlo. No quiere más sangre. Y se ahoga, aunque hoy haya sido capaz de extraer una bala. Y no ha temblado. Hoy ha sostenido un bisturí sin acordarse de la sangre de Paracuellos del Jarama.
Leerá, por la mañana, la nota que doña Amparo dejará en el aparador antes de irse a misa.
Querrá esperar a que su esposa regrese de la iglesia, para decirle que ha vuelto a ser médico. Y que esta noche también llegará tarde, que no se preocupe, que va a visitar al paciente que operó ayer. Pero no lo hará. Se irá a la platería envuelto en su capa española y dejará en un platillo del aparador el dinero que doña Amparo le reclama en un papel:
No me dejaste lo de Pepita, ni para el pavo, y tus padres vienen a comer en Navidad.
29
Con el aguinaldo que le ha dado la señora, Pepita quiere comprar un retal para Hortensia. Le hará un vestido holgado que le sirva durante todo el embarazo y la abrigue bien. Buscará una franela gris con florecitas blancas. Tiene tiempo, si se da prisa, de pasar por Pontejos antes de ir a Sol a comprar el pavo que le ha encargado doña Amparo.
Acelera el paso. A ella no le gusta aprovecharse cuando sale a los recados, pero si no compra ahora el retal no podrá empezar a coser esta noche. Sólo quedan tres días para la próxima visita. Sólo le quedan tres noches para hacer el vestido. Correrá, para que doña Amparo no le pregunte al volver por qué ha tardado tanto.
Cruza la plaza de jacinto Benavente sujetándose la toquilla y mirando al suelo para no resbalar en la nieve. Antes de llegar al otro extremo, advierte que alguien la sigue. Un hombre. Un hombre la está siguiendo de cerca.
Pero no, el hombre que la estaba siguiendo pasó de largo junto a ella. Y ella respiró hondo y levantó la vista. Fue un instante. Volvió la mirada a la nieve y contuvo la respiración. Se paró en seco. Desde la esquina de la calle de la Bolsa, el hombre que había pasado de largo la saludó levantándose el sombrero mientras aplastaba una colilla en el suelo con el tacón del zapato. Pepita cerró los ojos. Giró un hombro y se protegió con la toca antes de volver a mirar hacia la esquina donde aquel hombre se apoyaba de lado en la pared. Sí, volvía a saludarla calándose el sombrero en la frente. Pepita retrocedió un paso. Y él comenzó a caminar hacia ella.
—Cógeme del brazo, chiqueta, y no te asustes.
Era Paulino, sí. Y no dijo nada más. La llevó a la iglesia de San Judas Tadeo y, ya en su interior, encendió una vela; se la entregó a Pepita y prendió otra:
—Nos vamos a Toulouse.
Con la vela encendida en una mano y el sombrero en la otra, repitió que se iban a Toulouse, se acercó a la imagen de San judas y preguntó si era ése el santo que le encontraba novio a las mozas. Ella le contestó que no:
—No, el que busca novio es San Antonio de la Florida.
—¿Dónde se pone esto?
—Aquí, trae para acá, chiquillo.
Pepita colocó las dos velas en el lugar de las ofrendas.
—Y este santo, ¿qué hace?
—Es el patrón de los imposibles.
—¿Tú vas a ir a San Antonio de la Florida?
—¿A ti qué te importa?
—Tú no vayas a San Antonio, que a ti no te va a hacer falta.
No estaban solos en la iglesia, algunos feligreses les miraban, pero de pronto, Pepita perdió el miedo a que la vieran junto a Paulino. Perdió el miedo que la paralizó en la plaza al ver a El Chaqueta Negra apostado en la esquina; el miedo a que la gente lo descubriera caminando de su brazo; y el miedo a que Paulino la rozara. Se acercó a él y le preguntó dónde estaba Toulouse.
—En Francia, pero volveré pronto, y te buscaré si quieres ser mi novia.
—Yo ya estoy al habla con uno de Córdoba.
—Eso es mentira.
—Mira tú por dónde, ¡ahora vas a saber más tú que yo!
—Me lo ha dicho Felipe.
—¿Cómo está?
—Mejor.
—¿Cuándo os vais?
—¿Me darás contestación?
—¿De qué?
—De lo que he venido a pedirte.
—En Córdoba no se hacen así las cosas.
—¿Pues, cómo se hacen?
—Pues a su debido tiempo. El muchacho ronda a la muchacha y si ella está de parte y le agrada, se deja rondar. Y en eso se lleva un montón de tiempo, si es que va de formal.
No hay tiempo. Paulino no tiene tiempo para cortejar a una mujer, como a Pepita le hubiera gustado. Por eso le da un plazo:
—Ven esta noche. Ven a Ave María y me das contestación.
Desde atrás, una mujer chistó para que se callaran. Paulino prendió otra vela, se la entregó a Pepita y le rogó al oído que la ofreciera por él al patrón de los imposibles. Ella miró de soslayo a la mujer que acababa de chistar, y le susurró a Paulino sin apenas mover los labios: