—Pues yo conozco a mucha gente, no sé por qué me has tenido que meter a mí en este ajo.
—Tú ya estás metida en este ajo.
Pepita hizo un mohín de disgusto. Miró hacia el hule que cubría la mesa y rascó con la uña un extremo. No supo qué añadir, pensó que era cierto lo que Paulino acababa de afirmar. La tela de araña la había enredado por completo. Ella estaba metida, y bien metida, en este ajo. Sin mirar a Paulino, y sin pensarlo, le dijo que no parecía El Chaqueta Negra.
—Hoy no pareces El Chaqueta Negra.
Y no parecía El Chaqueta Negra porque Paulino no llevaba su fusil, ni su gorra de visera, ni su chaqueta de pana; vestía traje cruzado, chaleco, cuello duro y corbata.
—¿El Chaqueta Negra?
—Eres El Chaqueta Negra, no me lo quieras negar, tú.
—No quieras tú saber tanto.
—Mira qué lastima, ¿se puede saber por qué no?
Él no contestó, se limitó a sonreír.
Habían pasado más de una hora en aquella habitación sin ventanas, cuando la mujer que ayudó a don Fernando abrió la puerta:
—Ya está. Niña, te llama tu cuñado.
Los dos jóvenes se levantaron y se dirigieron a la cocina. Pepita caminaba delante de Paulino y, sin darse cuenta, comenzó a contonear las caderas. Paulino no dejó de mirarla con disimulo hasta que llegaron junto a Felipe.
—No voy a morirme, Pepa.
—No me digas Pepa, dime Pepita.
—Como cuando eras chica.
—Sí.
—Antes no te he dado las gracias.
—A mandar, que para eso estamos.
—Gracias, Pepita, de corazón.
Ella se retiró un mechón de la frente y repitió:
—Para eso estamos.
Sonrió, los dos sonrieron. Felipe alargó una mano y Pepita la tomó entre las suyas.
—Qué guapa estás.
Entonces Paulino la miró abiertamente y dijo:
—Sí. Y tiene los ojos de un color imposible.
Y también sonrió. Pepita enrojeció, tragó saliva y apretó la mano de Felipe:
—Qué bien que no vas a morirte.
—Voy a ir a ver a Tensi.
La mirada oscura de Felipe buscó en los ojos de Paulino la ratificación del juramento que éste le hiciera en el cerro.
—Paulino va a llevarme a verla.
Paulino asintió con un movimiento de cabeza, y Pepita les recriminó a ambos que pensaran en locura semejante:
—¿Estáis locos?
—Tranquila, lo tenemos bien preparado.
—Ustedes estáis como una regadera. No estáis en vuestros cabales, ¿verdad, Si os cogen, os matan a los dos.
—No van a cogernos.
—Pues a mí no me metáis en ese fregado, ¿estamos? Que os estoy viendo venir.
—Tranquila, mujer.
—¿Tranquila? Mira, chiquillo, yo me voy pitando de aquí, que no quiero saber nada.
Soltó la mano de Felipe y salió de la cocina.
—Espera.
Pepita no esperó. Se dirigió hacia la sala sin ventanas donde aguardaba don Fernando dispuesto para salir; pero antes de que pudiera abrir la puerta, las manos de Paulino la detuvieron sujetándole los hombros.
—Se lo juré, y voy a cumplir.
—Tú sabrás lo que juras y lo que dejas de jurar, pero conmigo no cuentes.
—Felipe entrará con una chiqueta de Peñaranda de Bracamonte que tiene a su madre en Ventas, se hará pasar por su marido el día de Navidad, ese día hay mucho follón, ni pedirán papeles, no se darán cuenta.
—Siempre sabéis cómo liar a la gente, pero estate tranquilo que, lo que es a mí, no me vais a liar nunca más. Nunca. ¿Te enteras?
—Tú no tienes que hacer nada.
—Pues no me lo expliques, que no lo quiero saber. Ustedes liáis y liáis, pero llegará el día en que os líen a ustedes, y vaya a saber si el lío no os viene de Peñaranda de Bracamonte.
—Es de confianza, militante de Solidaridad Obrera.
—¡Que no lo quiero saber! ¿Me estás entendiendo?
—No te enfades. Si yo creyera que corres peligro con saberlo, no te lo contaría.
—Yo no sé si corro peligro o no corro peligro. Yo sólo sé que mi padre está muerto, que mi hermana está presa y que a vosotros dos os van a matar. Y no quiero saber ni media palabrita más. Os matarán a todos, a todos.
Gritó. Pepita gritó, y la dueña de la casa salió al pasillo con el abrigo de Pepita en la mano, seguida de don Fernando.
—¿Qué es este jaleo, por Dios? Me vais a buscar la ruina.
—Perdone, no era mi intención, yo ya me iba. Y usted, ¿se viene o se queda, señorito?
—Yo también me voy, te estaba esperando.
—Pues, ¡hale! Ya está, que tengan ustedes buenas noches, ni media palabrita más, punto final y se acabó. Y vale más que nos vayamos, señorito, ya nos podemos ir.
Pepita se puso el abrigo y abrió la puerta; don Fernando la dejó pasar, y salieron los dos al descansillo.
—Buenas noches.
Buenas noches dijo la dueña de la casa.
—Buenas noches.
Buenas noches dijo Paulino sujetando la puerta. Pero no la cerró. Cuando Pepita y don Fernando bajaban ya las escaleras, llamó a la joven en voz baja:
—Pepita.
—¿Qué?
—Espera.
—¿Qué quieres ahora?
Paulino bajó los peldaños que los separaban, se acercó a su oído y le preguntó:
—¿Tienes novio?
28
La luz de la torre está encendida. Don Fernando escucha el taconeo de su esposa desde el piso inferior. Por el ritmo de sus pasos, sabe que ha estado esperando inquieta su llegada. Sabe que camina de un lado a otro, y que lo hará durante un rato más, pisando fuerte, hasta que considere que él se da por enterado de que es tarde. Es tarde. Y ella está despierta. Es tarde, para llegar a casa. El sonido de sus tacones se aplacará poco a poco. Después, cesará. Y don Fernando la oirá llorar, como otras veces. Él se acercará a la escalera, le dará cuerda al reloj de pared del pasillo, y hará el ruido necesario, el justo, para que doña Amparo sepa que la está oyendo llorar. A él le gustaría subir, decirle que aún la ama. Y a ella, bajar. Pero ninguno de los dos romperá el pacto. Dormirán separados, sabiendo que la distancia entre ellos es cada día mayor, y esperarán al domingo para cogerse del brazo. Ambos llevan casi dos años esperando al domingo.