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26

Para no sentir frío, Pepita achina los ojos. Camina sobre la nieve levantando en exceso los pies y doblando las rodillas, con el ritmo pausado de un ave zancuda. Los zapatos que lleva no son los más apropiados para esta noche nevada, pero son los únicos que tiene. Doña Celia la ha visto lustrarlos, la ha visto sacarles brillo primorosamente y cambiarles las plantillas de cartón que les pone desde que un agujero amenaza con horadar las suelas. La ha visto calzarse, enderezar la raya de sus medias y mirarse las piernas en la luna del armario ropero, de frente y de perfil, alisándose las faldas con las manos, como hacía Almudena antes de abandonar su habitación para salir a encontrarse con algún muchacho.

Los nervios de Pepita habían ido en aumento desde que regresó de casa de don Fernando.

—Señora Celia, ¿no le importa que no le ayude hoy para las cenas? Es que tengo que arreglarme el vestido.

—No, hija, ya me apañaré yo.

Era el vestido que guardaba para su alivio de luto. Un vestido estampado con falda de vuelo, con grandes flores moradas y ramilletes de hojas grises y negras, que le había regalado doña Celia.

—Mire, ¿le gusta cómo me queda?

—Muy bonito, muy bonito.

—Pero me está largo, ¿verdad?

—Un poco.

—Le voy a subir el dobladillo.

Ante la mirada enternecida de su patrona, Pepita corrió a su dormitorio revoloteando entre las flores de su falda. Pero volvió de inmediato a la cocina.

—¿Me haría usted el favor de cogerme el bajo?

Doña Celia sonrió, y tomó los alfileres que le tendían. Pepita se ciñó el talle con las palmas de las manos abiertas.

—¿Cómo se ven las pinzas del pecho?

—Bien.

—¿No me están chicas?

—No.

—¿Y las sisas?

—Bien.

—No sé, me da a mí que me están grandes.

—No te están grandes.

Regresó aún tres veces más a la cocina. Las tres para preguntar a doña Celia si consideraba que dos años eran suficientes para guardar luto riguroso por su padre.

—No me gustaría faltarle.

—¿Y si Hortensia se enfada?

—¿No sería mejor decírselo antes a Hortensia para que ella se lo quite también?

Las respuestas que obtuvo acabaron con sus tribulaciones:

—Media España está de luto, estoy segura de que a tu padre le gustaría que te lo quitaras tú.

—¿Cómo se va a enfadar tu hermana por eso, mujer?

—Cómprale un retal en Pontejos, y se lo llevas la próxima vez que vayas a verla.

A las nueve en punto, salió Pepita de la pensión acicalada como para un baile con el vestido de flores que había sido de Almudena, y tapada con el abrigo de su padre. En la puerta la esperaba don Fernando con un maletín en la mano. Pepita se sonrojó al ver el maletín, recordó la herida de Felipe y se arrepintió al instante de haberse puesto ese vestido.

Y ahora camina por la acera de la calle Ave María levantando los pies, mirando la nieve, sin poder evitar la ansiedad que le provoca un nuevo encuentro con Paulino, y sin poder olvidar su desasosiego, su angustia, su pánico ante aquella cita clandestina. Teme que la gran araña negra y peluda la haya atrapado. Mira la nieve, para no ver nada mas que la nieve, para no ver que se acercan al número dieciséis, para no ver el mundo. A ella le gustaría volver atrás, estar en Córdoba. Le gustaría volver al verano del treinta y seis, al principio de aquel verano, cuando Hortensia aún no se había vestido de miliciana y Felipe la cortejaba, o al Carnaval, al baile de máscaras, cuando su padre aún podía enseñarles a reír. Y se siente culpable, por desear ver a Paulino, por presumir con el vestido de Almudena, por no estar presa como su hermana, herida como Felipe o muerta como su padre. Se siente culpable por haberse puesto aquel vestido. Levanta los pies y dobla las rodillas. Y para escapar de la gran tela de araña que imagina, pegajosa, enredada en sus pasos, intenta conversar con don Fernando:

—Ha nevado.

Él sonríe.

—Sí.

—Hay tanta nieve que no se ve el mundo.

27

—Necesito más luz.

Tendido sobre la mesa de la cocina, Felipe sofocó un quejido cuando don Fernando palpó el borde de su herida.

—No te muevas.

La herida era menos grave de lo que don Fernando temía. Inyectó al paciente anestesia local, y le suministró una pequeña dosis de éter impregnado en una gasa.

—Más luz, ¿no hay más luz?

No, no había más luz. No había más que una bombilla colgando del techo. Aun así, extrajo la bala con destreza, y se la entregó a la dueña de la casa, que había hecho las veces de ayudante en la intervención quirúrgica. Ella la metió en una taza con agua para limpiarla, la secó con un paño de cocina y se la ofreció al herido cuando éste despertó:

—¿La quieres?

No, contestó él, aturdido aún por el efecto del narcótico que había inhalado, y le pidió que hiciera venir a su cuñada.

—Dile a mi cuñada que venga.

—Mañana vendré a hacerle una cura.

—No es menester, doctor Ortega, usted ya ha hecho lo que tenía que hacer.

—Vendré mañana, a la misma hora.

Pepita y Paulino esperaban juntos en una sala pequeña, sin ventanas, contigua al comedor. El tiempo que duró la operación de Felipe lo pasaron intentando evitar mirarse a los ojos. Pepita habló de Hortensia, de lo mucho que se querían ella y Felipe, y de la pena que le daba verla presa. Después de unos segundos de silencio, cruzó los brazos, se encaró a Paulino y preguntó lo que no se había atrevido a preguntar en el cerro. La cuestión que le rondaba desde que se dijeron adiós:

—¿Por qué yo?

—¿Por qué, el qué?

—¿Por qué he tenido que traer yo a don Fernando? ¿Por qué no lo ha traído Carmina?

—Porque Carmina ya me conoce a mí y te conoce a ti, no hace falta alguna que conozca también a don Fernando.

—¿Y eso por qué, vamos a ver?

—Las cosas son así, chiqueta. Es peligroso que una sola persona conozca a mucha gente.

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