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—Bebe despacio.

Pepita bebe. Despacio.

—Bébetelo todo.

El último trago es el más dulce.

—Usted es médico.

Él guarda silencio.

Las últimas palabras serán las más difíciles de pronunciar, las palabras que quedan por decir, pero serán las que calmen la angustia de Pepita. Dirán, de corrido, que Paulino González necesita un médico, porque Felipe tiene una bala dentro y hay que sacarla, para que no se muera. Dirán, de corrido, que don Fernando es el médico que Felipe necesita, que Felipe es el marido de su hermana Hortensia y que Hortensia está presa y está preñada y se moriría si Felipe llegara a morirse y que un enlace le dará en la plaza las señas para que lleve al señorito a sacarle la bala a Felipe. Y que no se entere la señora.

—No sé por qué no tiene que enterarse la señora, pero que no se entere la señora. Eso me ha dicho El Chaqueta Negra. Eso es lo que me ha dicho. Y que usted no va a denunciarme, eso también me lo ha dicho, señorito, que usted no va a denunciarme.

25

Ave María, número dieciséis. Ave María, le había dicho Carmina a Pepita en el mercado de la Cebada, después de que ella le pidiera patatas, puerros y perejil. Ave María. Y Pepita reconoció a la mujer que tendía la ropa en el balcón. Carmina habló un minuto, sin mirarla siquiera. Le notificó el lugar y la hora de la cita: Calle Ave María, número dieciséis, tercero derecha, esta noche a las nueve y media. Y se marchó a las traseras del puesto de verduras.

Pepita regresó a la pensión. Comió, poco, y en silencio. Ayudó a la patrona a servir las mesas y recogió las migas de pan negro en su bolsita de terciopelo. En silencio retiró los platos y los cubiertos de las mesas, y en silencio recogió las migas, sin contestar a las preguntas de su patrona, negando con la cabeza lo que había susurrado por la mañana antes de caer redonda al suelo.

—¿Pero no me habías dicho que me traías un mensaje de El Chaqueta Negra?

—No, señora.

Ante las reticencias de la muchacha, doña Celia optó por no preguntarle más. Pero cuando se estaba preparando una achicoria en la cocina, Pepita llegó haciendo pucheros, se sentó en una silla, rompió a llorar, y le contó todo. Todo. Y se lo contó sin que ella se lo hubiese pedido.

Mientras Pepita lava los platos llorando, doña Celia se toma su taza de achicoria e intenta calmarla.

—No estés tan nerviosa, criatura, todo saldrá bien. El Chaqueta Negra sabe lo que hace. Ya te acostumbrarás a tomártelo con más tranquilidad.

Yo no pienso acostumbrarme a nada. Después de esta noche, que se olvide de mis penas y no cuente más conmigo, que esto no nos va a traer más que desgracias, desgracias, únicamente, y yo ya he tenido muchas. Yo no sé a usted, pero a mí el Partido lo único que me ha traído han sido desgracias. Yo le llevo al médico esta noche, y me tragaré el miedo porque esta vez no me queda más remedio que tragármelo. Pero nunca más. Desgracias vendrán que nos harán llorar, y ésta es la última vez que lloro, que ya he penado lo mío y ya he llorado lo que tenía que llorar y no pienso llorar más.

—Lo mismo dije yo la primera vez que fui al cementerio.

—No es lo mismo.

—No, no es lo mismo.

Y no era lo mismo, porque doña Celia ya no lloraba. Y porque doña Celia no acudía al cementerio cada mañana para visitar a su hija, como creía Pepita. Ella ni siquiera sabía si Almudena se encontraba allí. Ella sólo tenía la certeza de que su hija estaba muerta. No, no era lo mismo. A pesar de que doña Celia sintió idéntico espanto al que ahora soporta Pepita a duras penas, cuando su sobrina Isabel se acercó a ella en la plaza de Antón Martín y le habló al oído.

—Tengo que pedirle un favor, tía.

Iba a pedirle un favor. Isabel iba a señalarle que el sepulturero comía a diario en su pensión. Y le contó que todas las mañanas había una cola de mujeres en la puerta del cementerio del Este.

—Esperan, pero nunca las dejan pasar.

Hacían cola las mujeres que sabían que iban a fusilar a algún familiar, con la esperanza de que les permitieran ver a sus muertos.

—Antes de que los echen a la fosa.

Sólo tiene que pedirle al sepulturero, le había dicho su sobrina al llegar al callejón Doré, ante la puerta del mercado, sólo tiene que pedirle que nos deje escondernos en un panteón, a otra y a mí.

—Usted no tiene que hacer nada más que pedírselo.

—Nada más. Nada más que pedírselo. Como si fuera tan fácil, como si pedirle al sepulturero que permita esconderse a dos mujeres en un panteón fuera igual que pedirle la hora. Tú estás loca, Isabelita.

Sin embargo, se lo pidió ese mismo día. Y a cambio, le ofreció servirle más comida y más pan negro que a nadie. Se lo pidió, y a la mañana siguiente, de madrugada, fue ella misma con su sobrina Isabel al cementerio, aguantando el miedo en la garganta. Pero ya no tiene miedo. Lo perdió, al igual que las lágrimas. Y con el miedo y las lágrimas perdió las primeras furias, la cólera iracunda que debía sofocar, escondida en un panteón del cementerio del Este, cuando escuchaba las descargas de los fusiles y los tiros de gracia. Ya sólo sentía una rabia amarga, que tragaba despacio con su desolación mientras se acercaba a los cadáveres con unas tijeras en la mano. Y doña Celia escucha las quejas que Pepita desgrana entre maldiciones mientras lava furiosa la vajilla sorbiéndose el llanto.

—Maldita sea. Yo lo hago por mi hermana, ¿sabe usted?, por mi hermana únicamente, que me da mucha lástima. Bien lo sabe Dios. Pero maldigo al Partido, y a El Chaqueta Negra, y a la madre que los parió. El maldito Partido es el que tiene la culpa de todo. Usted me perdonará si la ofendo, pero si el dichoso Partido sirviese para algo no estaríamos como estamos, señora Celia, no me diga usted que no, que tiene tela la cosa. Yo le llevo al médico esta noche, pero nunca más.

La primera vez que doña Celia fue al cementerio del Este, se repitió a sí misma que no volvería a hacerlo. Y fue llorando. Por Almudena lo hizo, porque doña Celia no tuvo la suerte de saber a tiempo que iban a fusilar a su hija. Ella no había podido darle sepultura, ni le había cerrado los ojos, ni le había lavado la cara para limpiarle la sangre antes de entregarla a la tierra. Almudena. Y por eso va todas las mañanas al cementerio del Este, y se esconde con su sobrina Isabel en un panteón hasta que dejan de oírse las descargas. Por eso corre después hacia los muertos, y corta con unas tijeras un trocito de tela de sus ropas y se los muestra a las mujeres que esperan en la puerta, las que han sabido a tiempo el día de sus muertos, para que algunas de ellas los reconozcan en aquellos retales pequeños, y entren al cementerio. Y puedan cerrarles los ojos. Y les laven la cara.

—¿Usted cree que ya puedo aliviarme el luto, señora Celia?

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