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—Ya le has avergonzado bastante.

Y repite doña Amparo que don Fernando ha avergonzado a su padre:

—Yo creo que ya le has avergonzado bastante.

Y lo dice sabiendo que es cierto. Porque el padre de don Fernando también es médico. Y es amigo personal de Francisco Franco, y durante la guerra le siguió hasta Burgos, para ejercer en la zona nacional, mérito suficiente para que el mismo jefe del Estado le asignara el puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación una vez acabada la guerra. El padre nunca le perdonó al hijo que permaneciera fiel a la República prestando sus servicios en el Hospital de Sangre de Chamartín. Le avergonzó durante la contienda, y le avergonzó aún más cuando el Generalísimo presidió el primer Desfile de la Victoria en el paseo de la Castellana de Madrid, y su hijo se negó a asistir a la ceremonia. La familia entera estaba invitada al palco de honor, junto al Cuerpo Diplomático. La guardia mora custodiaba la tribuna donde el general Varela le impuso al Generalísimo la Gran Cruz Laureada de San Fernando, y su hijo se negó a verlo.

—Ve tú, yo no pienso participar en semejante farsa, ¿sabes cómo ha conseguido la Laureada?

—No me hables de farsas, Fernando, no me hables tú de farsas. Tú, la honestidad en persona, el capitán médico Ortega, el héroe de Paracuellos.

—Te he dicho muchas veces que no estuve en Paracuellos.

Doña Amparo le recuerda a su marido aquella discusión, y añade que ella consiguió convencer a su suegro de que él no estuvo en Paracuellos del Jarama.

—Mi padre nunca se convenció de eso.

—Pero no te denunció. Y yo tampoco. A mí no me importó lo que hubieras hecho.

—Amparo, tienes que entenderlo. Me repugna la sangre, me asquea.

—¿Cómo voy a entenderlo? Yo me casé con un cirujano, eso es lo que entiendo yo, con un cirujano, y si dejas de ser cirujano, ya te puedes ir a Rusia con tus amigos los comunistas, porque te vas a arrepentir. A mí no me haces pasar por la vergüenza de explicarle a nadie que has dejado de ser médico porque te da asco la sangre. Y no pienso decirle a nadie que ahora quieres ser un simple empleado de pacotilla. Ni hablar, yo no pienso hacer el ridículo de esa forma, ¿te enteras?, y no voy a consentir que lo hagas tú.

Durante meses, don Fernando intentó aplacar la ira de su esposa. Continuó ejerciendo la medicina, y le juró que no volvería a hablar del tema. Consiguió que, al llegar a casa, ella le recibiera con un beso. Don Fernando la amaba. Consiguió que ella le ofreciera su ternura en el dormitorio. La amaba, pero sentía que la entrega de su esposa exigía de su parte una sumisión total que le rendía, una entrega más íntima, una claudicación que lo postró en un estado de melancolía del que era incapaz de reponerse.

—No puedo seguir así, Amparo, tenemos que hablar.

—No hay nada de que hablar. Yo no quiero hablar de nada.

—Voy a trabajar en la platería.

Le costó decirlo, pero lo dijo. Y su esposa no lo aceptó, como era de esperar. Trasladó a la torre todas sus cosas y le gritó que no hablaría con él nunca más en la vida.

—En la vida, ¿lo oyes? Nunca más en la vida.

Añadió que no se le ocurriera subir esas escaleras, jamás:

—Jamás, so pena de que vengas a decirme que eres médico. Y yo no bajaré mientras tú estés abajo y sigas siendo un contable de pacotilla.

Esa misma tarde, Felisa fue a despedirse de doña Celia. Y doña Celia visitó a don Fernando en nombre de El Chaqueta Negra.

—La hermana de una camarada presa necesita trabajo.

En contra de la costumbre, que señalaba que la señora de la casa contrataba al servicio, don Fernando admitió a la sirvienta sin consultar siquiera a su mujer. A las diez en punto de la mañana del día siguiente, don Fernando abría la puerta de su casa a una muchacha de ojos azulísimos.

24

La primera nevada de aquel invierno comenzó a caer cuando Pepita llegaba a casa de don Fernando. Llamó a la puerta con timidez, un leve timbrazo suave y corto, uno solo. El esperaba a Pepita, dispuesto para salir, con la capa española sobre los hombros y el sombrero en la mano. Le extrañó la ausencia de energía en aquella llamada. Le extrañó, porque eran las diez de la mañana, la hora en que llegaba Pepita. Y Pepita nunca llamaba así. Antes de abrir, don Fernando miró a través del cristal de una ventana para decidir si se llevaba o no el paraguas. Después se acercó a la puerta y se asomó a la mirilla. Sí, era Pepita. Escondió la nota de su esposa en un bolsillo. Y abrió.

Nevaba.

—Buenos días.

—Buenos días, señorito.

—¿Has visto?, está nevando.

Pepita no le devolvió la sonrisa. No cerró la puerta. No se quitó el abrigo ni se dirigió como siempre a la cocina. Se quedó parada en el vestíbulo mirándole fijamente. Él se colocó el sombrero frente al espejo del perchero, sorprendido ante la falta de entusiasmo de la joven. Porque nevaba, y ella no había corrido a la ventana para verlo.

—¿Está la señora?

—Está en misa.

Entonces ella cerró la puerta y se colocó detrás de don Fernando. Él advirtió sus ojeras a través del espejo, los labios pálidos, los ojos enrojecidos. Se giró hacia ella y le preguntó si había llorado.

—¿Has llorado?

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando se inclinó hacia sus ojos.

—¿Te encuentras bien?

Observó su lividez. Le tomó la muñeca y le buscó el pulso.

—Estás al borde de una lipotimia.

—Tengo que decirle una cosa muy importante.

Con temor a volver a desmayarse antes de haber dicho lo que debe decir, Pepita toma aire y repite:

—Tengo que decirle una cosa.

Don Fernando la conduce hacia la silla más próxima y la ayuda a sentarse.

—Voy a traerte un vaso de agua con azúcar.

Cuando regresa de la cocina, dando vueltas rápidas al agua con una cucharilla, don Fernando encuentra a Pepita con los codos sobre las rodillas, la cabeza baja y el rostro hundido entre las manos.

—Toma, bébete esto.

—Una cosa de parte de Paulino González.

Ahora es don Fernando quien palidece. Con el vaso extendido hacia Pepita, insiste:

—Bébete esto.

Y se sienta junto a ella.

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