—¿Qué sangre?
Casi gritó.
—Chiquilla, ¿no has visto el suelo de la estación?
No. Ella no ha visto el suelo de la estación. Ella miraba al suelo, pero no ha visto el suelo.
—Ayer mataron a doce.
—A diez.
—A mí me han dicho que a doce.
Susurros. Susurros al oído se intercambian las mujeres acercando sus cabezas para que Pepita no las oiga. Pero Pepita las oye.
—Yo los vi, y eran doce.
—La partida entera de El Chaqueta Negra.
—No me digas que han matado a El Chaqueta Negra.
—No, El Chaqueta Negra no estaba entre los muertos, él y otro se escaparon.
Y antes mataron a cinco o seis guardias civiles.
—Cualquiera sabe, eso nunca lo dicen.
—Ni lo dicen ni lo dirán, pero en la huerta de El Altollano me han dicho a mí que El Chaqueta Negra mató a cinco o seis guardias civiles, y que se escapó con otro que va herido.
—Entonces, Paulino es El Chaqueta Negra.
Se le ha escapado en voz alta, a Pepita, pero ninguna de las pasajeras lo ha oído.
Sí, Paulino es El Chaqueta Negra.
Paulino es El Chaqueta Negra. Y la ha mirado a los ojos. Es El Chaqueta Negra, y por eso conoce a don Fernando. Pepita vuelve ahora la mirada hacia el cerro y se pregunta por qué no le habrá dicho Paulino que es El Chaqueta Negra. Ella lleva un mensaje de El Chaqueta Negra.
Al llegar a la estación de Delicias, continúa pensando en Paulino. Baja del tren sin prisa. Sin prisa camina mirando a los novios que han madrugado para abrazarse, los enamorados que se citan en el andén simulando ser viajeros que se despiden, para evitar la multa por escándalo público a la que se exponen si se abrazan en plena calle. Y sin prisa se dirige hacia el metro, mirando a un lado y a otro, con la cabeza hundida en los hombros. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Viaja en el metro mirando de reojo a su alrededor. Lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y saldrá al exterior atisbando de soslayo a los que suben las escaleras junto a ella. Vigilará a los transeúntes. Recorrerá las calles. Despacio. La Puerta del Sol, Montera, la plaza de Jacinto Benavente. Atocha. Y pisará el umbral de la pensión mirando a derecha y a izquierda antes de entrar. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Las campanas de la iglesia de San judas Tadeo darán la media. Las ocho y media. Aún le dará tiempo de limpiar el retrete y de ayudar a la señora Celia en la cocina antes de ir a casa de don Fernando.
Cuando Pepita abra la puerta de la pensión, encontrará a su patrona en el pasillo:
—¿Por qué no me has avisado de que te ibas?
Le preguntará, intrigada, doña Celia, por qué no la ha avisado, ya que Pepita la despierta todas las mañanas para decirle que se va, antes de ir a la estación a recoger carbonilla.
Curiosidad, más que enojo, encontrará Pepita en la voz de doña Celia. Y descubrirá entonces que le tiemblan las piernas y que le cuesta respirar. Descubrirá que le cuesta mantenerse en pie y mirarla de frente. Porque lleva un mensaje de El Chaqueta Negra. Y se sorprenderá al verse allí, en el pasillo de la pensión, porque no recordará haber caminado por las calles, ni haber viajado en metro, ni haber recorrido el andén de la estación, ni haber llegado en tren a Delicias. Ella sólo recuerda que debe dar un mensaje a don Fernando. Debe ir a casa de don Fernando.
—Estás blanca como la cera, muchacha, ¿qué te ha pasado?
Y Pepita no querrá contestar, porque la cabeza se le ha llenado de espuma, de una espuma muy densa, y escucha a lo lejos un silbido, un tren que se marcha. Ella debe ir a casa de don Fernando. Trae un mensaje de El Chaqueta Negra. Le cuesta oír a su patrona, le cuesta mirarla, le cuesta fijar la vista, le cuesta escucharla, y busca con el hombro la pared.
—¿Dónde está tu lata? No vienes de la estación, ¿verdad?
No querrá contestar. Siente que el silbato del tren atraviesa la espuma de su cabeza. Y ella va en ese tren. Se va.
Y antes de caer al suelo, se apoya de costado en la pared.
No querrá contestar, pero dirá en un murmullo mientras resbala:
—Traigo un mensaje de El Chaqueta Negra.
23
Se acerca la Nochebuena. Y doña Amparo ha dejado un mensaje sobre la mesa del comedor, a su marido, a don Fernando. Quiere que le traiga musgo porque va a poner un nacimiento. Y le pide, de paso, que le deje algo de dinero, que ya ha gastado el que le da para la semana y no le queda para comprar el pavo de Navidad y darle un aguinaldo a Pepita.
Don Fernando lee deprisa, rastreando el cariño de su esposa en las palabras escritas en el papel que tiene en la mano. Pero no lo encontrará, no, ni un resto del cariño de su esposa. Se despide de él diciendo que pasado mañana, domingo, no oirán misa en San Francisco El Grande, sino en San Sebastián. Que recuerde que San Francisco, por fin, está en obras, que por fin van a restaurar el altar que destruyó el bombardeo.
Casi dos años lleva don Fernando sin hablar con su esposa. Ya hace casi dos años que se ven tan sólo los domingos. Él la toma del brazo en la puerta de casa y caminan hacia la iglesia mirando al frente, devolviendo los saludos de los que se cruzan con ellos, y la sonrisa, como obliga la cortesía. Ese fue el pacto. Don Fernando acompañaría a misa los domingos a doña Amparo, para no dar lugar a rumores. Y ella viviría en el piso de arriba. Mandarían a Felisa a su pueblo, y meterían una muchacha por horas.
—No quiero que duerma aquí nadie. No quiero un testigo que pueda ir diciendo lo que hacemos y lo que no hacemos.
No quiero, aprendió a decir doña Amparo.
—No quiero verte en la parte de arriba. Y no quiero bajar mientras tú estés abajo. No quiero cruzarme contigo por los pasillos.
No quiero, se acostumbró enseguida a repetir.
—No quiero que me cuentes nada. Nada, ¿me entiendes? No quiero hablar contigo nunca más en la vida.
Ése fue el pacto acordado, cuando el doctor Ortega le comunicó a su mujer que le habían ofrecido un puesto de contable en la platería de Moratín y que abandonaba la medicina.
—He visto demasiada sangre, Amparo.
—La guerra es la guerra, y en la guerra hay sangre, eso fue lo que yo le dije a tu padre para que no te denunciara. ¿Qué vas a decirle tú ahora, que a estas alturas le tienes miedo a la sangre?
Le recordó que conservaba la vida gracias a ella, que fue ella la que persuadió a su padre para que no lo mencionara en la Causa General.