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—Pues a la tuya no.

—¿Y a la mía?

—¿En dónde está la tuya,

—Yo tengo dos, una en el dos y otra en capilla.

Cuando el desconcierto llegó al final de la cola, la fila ya había comenzado a deshacerse. Los familiares se arremolinaban intentando llegar hasta la puerta. En pleno bullicio, Pepa encontró al abuelo de Elvira, que intentaba acercarse a la monja.

—Cuidadito con empujar, señora, no está viendo que este señor es muy mayor.

Los empujones no cesaron, Pepa agarró del brazo a don Javier temiendo que se cayera. Los que ya estaban agolpados contra la hermana María de los Serafines pronunciaban a gritos los nombres de las presas, preguntando cada uno si la suya podía comunicar.

—Si no vuelven a hacer la cola, no entra nadie. Quiero a todo el mundo en silencio y en fila india.

Gritó la monja. Lo gritó una vez. Su grito no fue más fuerte que el de los demás. Pero todos callaron.

—He dicho que en fila india o no entra nadie, y no lo vuelvo a repetir.

No lo repitió la hermana María de los Serafines. No fue necesario. Pepa se colgó del brazo de don Javier Tolosa y caminó a su paso para colocarse en su sitio. Los demás hicieron lo mismo. Porque todos sabían que la monja era capaz de cumplir su amenaza. Ya lo había hecho una vez. Nadie olvidaría aquella tarde que se marcharon a casa sin haber entrado en el penal, sin haber entregado siquiera la comida que tanto sacrificio les había costado conseguir, castigados por la hermana María de los Serafines.

—Yo voy detrás de esa señora.

—Nosotros dos vamos juntos.

—¿Sabe usted a quién han castigado?

—A ustedes dos les di yo la vez.

—A las del dos.

—Y yo detrás de ese señor del sombrero.

Los murmullos de los que antes gritaban acompañaron la recomposición de la fila. Algunas mujeres no habían dejado de llorar desde que supieron que no entrarían al locutorio. Y algunos hombres tampoco. Benjamín estaba entre ellos, pero sus lágrimas no eran de las más amargas. Y él lo sabía. La mujer que se encontraba delante de él venía desde Huelva y se lamentaba ante otra que venía de Vitoria.

—No podré volver hasta el año que viene. Dios mío, no podré ver a mi hija hasta dentro de un año. He ahorrado durante todo este año para poder venir hoy, y me tengo que ir sin verla, entrañas mías.

Tristes formaron la cola los que llevaban paquetes y regresarían a casa sin haber visto a sus mujeres, a sus hijas, a sus madres, a sus abuelas, a sus nietas, o a sus hermanas. Siempre familiares directos, ya que otras visitas no estaban permitidas.

—Yo me iré a Cuenca sin ver a mi madre.

—¿Saben si se les pueden pasar cartas? Yo vengo de El Torno.

—Yo de Santa Cruz de Moya.

—¿Y paquetes?

—Yo de Noblejas.

Cada cual buscó su turno anterior, y hubo quien aprovechó el trance para intentar colarse.

—Lleva usted demasiada prisa, caballero.

—¿Yo?

—No, esta menda. ¿Se cree que no le he visto?, espabilado.

—Yo iba detrás de este señor del sombrero.

—No, usted iba detrás de aquel sombrero.

—Ah, es verdad.

—Arreando.

No tardó mucho en reordenarse la cola, que avanzó tristemente hacia la puerta del penal de Ventas.

—¿Sabe usted si esta noche ha venido La Pepa?

—Sí, han sacado a tres.

La hermana de Hortensia se acercó a las mujeres que tenía delante:

—¿Quién es La Pepa?

—La «saca», niña.

—¿Qué «saca»?

—Cuando las sacan para llevárselas.

—A quién.

—Sacan a las condenadas a muerte y se las llevan.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser?

No preguntó nada más. A partir de ese momento, Pepa quiso llamarse Pepita.

La cola comenzó a moverse en silencio.

Triste caminó Pepita hacia la puerta del penal. Triste caminó el abuelo de Elvira. Triste caminó el marido de Reme, pobre Benjamín. Y tristes caminaron sus hijas.

18

En el balcón de la vecina, la ropa tendida estremeció a Pepita. Ella miraba siempre aquel balcón de la esquina de Relatores con Atocha, por si la llamaba Felipe. Lo miraba de reojo, cada vez que salía o entraba a la pensión.

Era casi de noche. Aún no habían prendido las farolas. Pepita regresaba de la estación, adonde acudía a diario para recoger carbonilla de la que soltaban los trenes. Normalmente iba por la mañana temprano, antes de ir a casa de los señores. Pero en esta ocasión, repitió el viaje por la tarde cuando salió del penal con más tiempo que de costumbre al no haber podido comunicar con Hortensia. Miró hacia el balcón, y distinguió de inmediato el mantel a cuadros, las dos servilletas y el calcetín pinzado sobre una de ellas. Felipe la llamaba. Apresuró el paso. Para no sentir la congoja que le subía del estómago, comenzó a correr. Felipe la llamaba. Podría fingir que estaba enferma. Podría caerse en ese mismo momento y romperse en dos. Corrió, como si pudiera huir, como si pudiera ignorar la ropa tendida en el balcón de la vecina. Corrió, derramando tras de sí la carbonilla que llevaba en su lata de cinc.

Cuando llegó a la calle Magdalena, se encontró de frente con don Fernando.

—¿Qué te pasa? ¿Adónde vas tan corriendo?

Ella no pudo contestarle.

—Respira, mujer, respira y cálmate.

Pepita tomó aire y musitó jadeando que iba a la pensión.

—¿Ha pasado algo? ¿Por qué corrías así?

Negó con la cabeza y replicó que corría porque cerraba el trapero y quería vender el picón. Entonces se dio cuenta de que había perdido la mitad de su carga por el camino, y se echó a reír.

—Ahora lo tengo que volver a coger. Y además, me he pasado el puesto del trapero.

Don Fernando escuchó extrañado las excusas de su risa repentina, sin duda nerviosa, pero no le hizo más preguntas.

—Anda, que yo te ayudo.

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