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—No, por Dios, de ninguna de las maneras, señorito.

A pesar de que Pepita rechazó varias veces más la oferta de ayuda, don Fernando se inclinó junto a ella hasta volver a llenar la lata.

—Muy agradecida, señorito.

Aquella noche, Pepita comió sin hambre la cena que había cocinado su patrona. Sopa y tortilla de cáscaras de pepino. Y dio tantas vueltas en la cama, a derecha y a izquierda, dormida y despierta, que acabó por caerse al suelo. La ropa tendida en el balcón de la vecina no dejaba de ondear en sus sueños, y tampoco al despertar. Felipe la llamaba. Y ella no se había partido en dos. Ella había puesto el despertador para levantarse dos horas antes y acudir al cerro. No se había partido en dos. Cogería el primer tren. Ni le había sentado mal la tortilla de la patrona. Que no la llame nunca más. Ese milagro de tortilla sin huevo. Porque la patrona hace milagros. Pepita se levanta del suelo riendo de su torpeza. A su edad, caerse de la cama. Y se mete entre las sábanas, aún calientes. Las mondas del pepino en tortilla tienen un punto a calabacín. Y la sopa, mira que hacer una sopa con huesos recocidos, más mondos que lirondos, con qué le dará la sustancia, porque los huesos relucen como el jarrón de cristal que tiene en el aparador, pero el caldo tiene hasta buena cara. Le dirá a Felipe que no la llame más. Que ella se muere de miedo cada vez que ve el calcetín en lo alto de la servilleta a cuadros. Le dirá que ya tiene de sobra con el miedo que pasa cuando la saluda la vecina en la calle, después de mirar a un lado y otro, y alante y atrás, con disimulo, eso sí, siempre mira con disimulo. Ella sabe de fijo que lo hace para percatarse de que nadie la sigue. Ya tiene bastante. Ella creía que el miedo se iba a quedar en Córdoba. El miedo tenía que haber acabado cuando terminó la guerra. Pero no. No señor. A Felipe le dio por echarse al monte y meter en la brega a todos los demás. La política es una araña peluda muy negra muy negra. Y Pepita se ovilla al lado izquierdo de la cama, y después al derecho. Y se abraza a la almohada. Ella sabe que está atrapada en la tela pegajosa de la araña, y que no se puede despegar. No falta ni media hora para que suene el dichoso despertador. La ha llamado Felipe. Y ella se levantará, claro que se levantará. Porque chico disgusto se llevaría la Hortensia si llega a enterarse de que Felipe la ha llamado y a ella no le ha dado la gana de ir. Chico disgusto. Veinte minutos, y precisamente ahora necesita orinar. Irá. Pero le va a dejar bien clarito que no vuelva a llamarla. En Córdoba se tenían que haber quedado. Pero cuando acabó la guerra, se vinieron aquí, porque era donde estaba Felipe, y porque allí no se podían quedar, por el miedo que les daba la Causa General. ¿Quién se inventaría eso de la Causa General, para que vecinos fueran contra vecinos? Cuánto embuste en nombre de la Causa, cuánta denuncia, hasta falsa. Cuánto desbarajuste. Y Felipe se echó al monte, a este maldito cerro, mira que no hay montes en Córdoba, se podría haber quedado en Córdoba, y echarse al monte en Córdoba, pero no, él se tenía que ir con El Chaqueta Negra, y El Chaqueta Negra se tenía que venir aquí, que no habrá otro sitio donde echarse al monte. Maldito sea El Chaqueta Negra. Dicen que es muy guapo. A lo mejor si estuvieran en Córdoba, no habrían metido presa a Hortensia y ella no estaría así, con el miedo mordiéndole las entrañas porque Felipe la ha llamado. Ella se tenía que haber vuelto para Córdoba, que todavía tiene la casa de su padre. Todavía guarda la llave en su caja de lata debajo de la cama. Tendría que volver. Y quedarse allí. Más sola que un perro. También aquí está más sola que un perro. Y trabajando como un perro. No es que se queje. Pero hay veces que no puede más. Hay veces que le da hasta asco cogerle los huesos a la señora Celia, aunque estén relucientes como patenas. Lo que le da el trapero es poco más de lo que paga a su patrona por ellos, pero céntimo a céntimo se hace la peseta, y con eso, y con lo que saca del picón y lo que cobra en casa de los señores, apaña la comida que le lleva a la Hortensia, que ella no va a consentir que su hermana coma un cazo menguado de lentejas con gurribinchis y media naranja. También tienen guasa los de aquí, llamarle gurribinchis a los bichos que traen las lentejas. Menos de veinte minutos, y cada vez con más ganas, pero si usa el orinal tendrá que vaciarlo y le da fatiga atravesar el pasillo con sus vergüenzas en la mano.. Además, si se levanta se le escapa una poca de la calor de las sábanas. Aguantará. Se arrebujará en la cama y apretará las piernas. Seguro que el trapero los cuece otra vez y vuelve a chuparlos antes de venderlos para hacer harina. Hay tanta hambre. Ella hambre no pasa. Ella ha visto en la calle de Torrijos a unas mujeres revolver en la basura y llevarse las mondas de las patatas y de las naranjas. Pero ella hambre no pasa. La patrona es de buena condición. La patrona te da desayuno, almuerzo y cena, y no le cobra el cuarto, que era de la hija que le fusilaron en el treinta y nueve, a poco de entrar los nacionales en Madrid, la única hija que tenía la pobre, que se llamaba Almudena. La patrona tiene preso al marido, el señor Gerardo, en el penal de Burgos. Va una vez al año a verlo, porque no tiene posibles para ir más. Y va todas las mañanas al cementerio. Y encima le deja quedarse con las migas de los manteles. Más de una se cambiaría por ella. Más de una se daría de canto con los dientes si encontrara una pensión donde parar de balde a cambio de echar una mano a la patrona, fregar la loza, limpiar la cocina, el pasillo y el retrete y planchar la ropa. Y hacer limpieza general los domingos. Eso es lo único que le fastidia. Porque el domingo libra en casa de los señores. Son bien raros, don Fernando y su mujer, no se hablan, y viven cada uno en una parte de la casa, se creen que una es tonta. La señora, doña Amparo, es muy propia, se pasa el día en la torreta redonda que hay arriba, como una paloma. Y menos mal que encontró una casa donde entrar a servir y la pensión Atocha donde quedarse, cuando metieron presa a Hortensia. Su hermana le dijo que fue gracias al mismísimo Chaqueta Negra, que conoce a don Fernando; lo mismo que a la señora Celia, El Chaqueta Negra también conoce a la señora Celia. Y a ella le gustaría ir al parque los domingos. Pero una pensión de balde es una pensión de balde, y encima, enfrente de la casa de los señores, que sólo tiene que cruzar. Más de una se cambiaría por ella. Felisa, la muchacha que servía antes en casa de don Fernando, también conocía a El Chaqueta Negra, un día le dijo que era buen mozo, ahora se acuerda. Hortensia también lo decía. Todo el mundo conoce a El Chaqueta Negra. Aunque, pensándolo bien, a más de una le daría reparo ir mesa por mesa recogiendo los restos del pan negro. El sepulturero se dejó antier uno bien hermoso. Ella lo untó con aceite de una lata de sardinas y lo vendió en la Puerta del Sol. Un bocadillo de sabor a sardina, voceó, y lo vendió enseguida. A ver si vuelve hoy con el mismo apetito. Menos de un cuarto de hora, va a reventar. Vivita, va a reventar vivita. Pero ella se ha hecho una bolsa de terciopelo rojo con un retal que le sobró a su señora de unos cojines y cuando la tiene llena de migas y se la lleva al panadero es la envidia de muchas. Pura envidia, de la mala, que no hay envidia buena. No sólo por los cuartos que se gana, sino por lo preciosa que le ha quedado su bolsita roja de terciopelo con un forro por dentro del mismo color. Se va a levantar. No aguanta más. Pero irá al retrete y volverá a la cama cinco minutos. Los zapatos sin las medias están más fríos que con las medias. Madre mía, qué fríos están.

Pepita se calza como quien se baña en las aguas heladas de un río. Introduce poco a poco los pies sin llegar a plantarlos del todo en el interior de los zapatos. Cruza las piernas, casi de puntillas, y se lleva la mano al sexo. Aprieta. No va a llegar al retrete. No. No va a llegar. Por el rabillo del ojo izquierdo asoma una lágrima. Aprieta los labios. Aprieta mas las piernas. Aprieta más el sexo con la mano. Se le escapa. Se le está escapando.

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