—Ya se la doy yo.
—Qué se la vas a dar tú que vienes baldada.
Reme permanece de pie frente a Tomasa con la mano extendida.
—Anda, quítatela, que van a cortar el agua.
Con disimulo, Tomasa aprovecha el movimiento de sacarse la falda por los pies, se agacha un poco más de lo necesario y desliza bajo el petate los paños higiénicos que lleva escondidos en la toca de lana. Después, le entrega la falda a Reme.
—Ten, y gracias.
—Aquí somos todas hembras, Tomasa.
—¿Y qué?
—No es menester que los escondas.
—Que esconda qué.
—Ésos.
—¿No te dan asco a ti si no son tuyos? Ya te he dado la falda y te he dado las gracias. Y ya lavaré yo lo que tenga que lavar yo.
—Bueno, hija, menudo talante gastas. Siempre estás igual. Dame por lo menos las enaguas.
—No tengo otras.
La mujer que no sabía que iba a morir tercia como siempre entre las dos:
—¿Ya estáis otra vez partiendo los cacharros?
—Ésta, que pretende dejarme en cuero vivo.
—Si es que tiene manchadas las enaguas...
—Es verdad, Tomasa, tienes una mancha grandísima.
—Bueno, ya me la taparé con la toca, no pretenderéis que vaya en bragas a la reunión, ¿no?
—No vengas hoy a la reunión, descansa y mañana tendrás la ropa seca.
—¿Cómo que no vaya? Hay que hacer el pliego para pedir que nos dejen hacer labor.
—Ya está hecho, y entregado.
—¿Y la escuela?
—En marcha.
Le cuentan que las que saben leer y escribir están enseñando a las que no saben, y que en el taller de costura están haciendo un buen trabajo.
—Sacamos prendas para la guerrilla.
—¡Carajo! ¿Cómo lo hacéis?
La presencia de Elvira interrumpe la conversación. Acaba de incorporarse al grupo. Lleva un vestido en las manos, y unas enaguas. Se los ofrece a Tomasa en silencio. Los ha sacado de su maleta, la maleta de piel que conserva las huellas de muchos viajes. Entrega las prendas que habían sido de su madre como quien realiza una ofrenda, con la emoción de quien se desprende de su valor más preciado. Tomasa no sabe qué decir. Hortensia y Reme no saben qué hacer. Las tres observan a Elvira. Y ella sonríe. Sonríe. Y mantiene con firmeza sus brazos estirados y la mirada fija en el vestido.
La última vez que vio hermosa a su madre fue con ese vestido. Estaban las dos en Alicante, en el puerto, esperando un barco que nunca llegó. Paulino las había llevado hasta allí. Paulino y un camarada suyo que tenía las manos muy grandes las llevaron una noche desde Valencia, y se marcharon convencidos de que las dejaban en lugar seguro. Doña Martina tejía unos guantes de lana para entretener la espera y Elvira la miraba embelesada porque hacía mucho tiempo que no la veía tan guapa. Se había engalanado para el viaje con su mejor vestido recién planchado, un abrigo de terciopelo negro y un sombrero de media luna a juego, un casquete pequeño, casi diminuto, que le cubría escasamente la mitad delantera de la cabeza y resaltaba el color de sus ojos, el color del mar. Elvira no había vuelto a acordarse de aquel sombrero; ella se lo había probado muchas veces, cuando jugaba a ser mayor frente al espejo del ropero subida en los zapatos más altos de su madre. No sabe Elvira cuántos días pasaron en el muelle, sentadas las dos sobre la maleta. No sabe cuántas noches. El vestido de su madre olía a lavanda cuando se recostaba en su regazo para dormir. Su aroma la acompañó durante sus sueños y la envolvió la mañana en la que comenzaron a oírse los gritos. Hasta entonces, la espera había sido tranquila. Los millares de personas que se congregaron en el puerto aguardaban esperanzados los buques para su evacuación y, a pesar de la incomodidad por la falta de espacio y de las dificultades para conseguir comida, los ánimos no decaían. Los mensajes del cónsul francés, emitidos a través de un altavoz desde una tribuna improvisada, tranquilizaban la espera y mantenían la moral, asegurando la intervención de la Sociedad de Naciones, cuyos planes de evacuación controlada estaban en marcha.
—Elvirita, mira, te he acabado los guantes. Toma, pruébatelos.
La niña tragó con avidez un trozo de chocolate que su madre acababa de cambiar por su sombrero. Se limpió una con otra las manos. Y cogió los guantes. Fue entonces, en el momento en que Elvira se probaba los guantes, cuando la voz del cónsul sonó distinta a otras veces y muchos comenzaron a gritar. El Caudillo rechazaba la mediación de potencias extranjeras. El Caudillo ofrecía magnanimidad y perdón a todo aquel que no tuviera manchadas las manos de sangre. Entonces comenzaron los gritos. Entonces muchos hombres se acercaron al agua y lanzaron sus armas al fondo de la dársena. Entonces comenzaron los suicidios. Un miliciano se ahorcó colgándose de un poste de la luz, otro se ató una piedra al cuello y se arrojó al agua, y un hombre de edad avanzada se disparó en la boca a sólo dos pasos de Elvira. Su madre la protegió del horror en su regazo. Y ella hundió la cabeza en el aroma a lavanda de su vestido.
—Es de agradecer, Elvirita, pero a mí me va a quedar chico.
—Reme te lo puede arreglar.
17
Los gritos que anunciaron el castigo de las presas de la galería número dos corrieron como lamentos en llamas entre los familiares que esperaban en la cola el primer día del castigo.
—Han castigado a las del número dos.
—Las han castigado sin comunicar hasta el mes que viene.
—¿A quién?
—A las del dos.
—¿A todas?
—A todas.
Fue la hermana María de los Serafines la que se encargó de informar de que las internas no saldrían al locutorio. Gritó que los familiares que trajeran paquetes y comida continuaran en la fila y que los demás podían marcharse.
—¿Les podemos dejar cartas?
La cola era tan larga que sólo los que se encontraban cerca de la monja pudieron escuchar sus palabras.
—¿A quién han castigado?
—A las del dos.
—¿A todas?
—A todas.
—Han castigado a todas las presas.
—Han castigado sin comunicar a todas las presas.
—A las del dos, han dicho a las del dos.
—La mía está en el uno.