»Antes decía que en mi cuerpo, en el cuerpo de esa planta y en el de ese insecto (no ha querido trepar por esa hierba, ha desplegado las alas y ha salido volando) se producía un intercambio de materia, de acuerdo con leyes físicas, químicas y fisiológicas. Y que en todos nosotros, como también en los álamos, en las nubes y en las nebulosas se produce una evolución. ¿Evolución de qué? ¿Hacia qué? ¿Una evolución y una lucha infinitas?... ¡Como si pudiera existir una dirección o una lucha infinita! Y me sorprendía que, a pesar de devanarme los sesos intentando comprender, no se me aclarara el sentido de la vida, ni el de mis impulsos y aspiraciones. Cuando el sentido de mis impulsos es tan evidente que se refleja en toda mi vida. De ahí mi sorpresa y alborozo al oír esas palabras del campesino: vivir para Dios, para el alma.
»No he descubierto nada. Únicamente me he enterado de lo que ya sabía. He comprendido esa fuerza que no sólo me ha dado la vida en el pasado, sino que también me la da ahora. Me he liberado del engaño, he encontrado a mi señor.»
Y de forma sucinta Levin pasó revista a los pensamientos que le habían asaltado en el transcurso de esos dos últimos años, empezando por aquella percepción nítida y rotunda de la muerte al ver a su hermano agonizante.
Entonces comprendió claramente por primera vez que todos los hombres, incluido él, no tenían más futuro que el sufrimiento, la muerte y el olvido eterno y llegó a la conclusión de que era imposible vivir así, que no le quedaba más salida que encontrar una explicación para que la vida no le pareciera una burla maligna y diabólica o, en caso contrario, pegarse un tiro.
Pero no hizo ni lo uno ni lo otro, y siguió viviendo, pensando y sintiendo. Y no sólo eso, sino que en esa época hasta llegó a casarse, conoció muchas alegrías y fue feliz, siempre y cuando no pensara en el sentido de su vida.
¿Qué significaba eso? Que vivía bien, pero pensaba mal.
Había vivido (aunque no fuera consciente de ello) respetando las verdades espirituales que había mamado con la leche de su madre, pero al pensar, no sólo no las había tenido en cuenta, sino que se había desentendido completamente de ellas.
Ahora veía con toda claridad que únicamente había podido vivir gracias a las creencias en las que había sido educado.
«¿Qué habría sido de mí y cómo habría sido mi vida de no haber contado con esas creencias, de no haber sabido que hay que vivir para Dios y no para uno mismo? Habría robado, mentido, matado. Nada de lo que constituye la principal alegría de mi vida habría existido para mí.» Y, por más que se esforzaba, no lograba imaginarse en qué ser bestial se habría convertido de no haber sabido para qué vivía.
«Buscaba una respuesta a mi pregunta. Pero el pensamiento no podía procurármela, porque no puede elevarse a tales alturas. Sólo la vida podía ofrecerme la respuesta, gracias a mi conocimiento de lo que está bien y lo que está mal. Pero no se trata de un conocimiento adquirido; se me ha concedidoigual que a los demás, porque no puede obtenerse en ninguna parte.
»¿De dónde me ha venido? ¿Acaso me ha dictado la razón que hay que amar al prójimo y no estrangularlo? Me lo dijeron en la infancia, y yo lo creí con alegría, porque me aseguraron que así estaba escrito en mi alma. ¿Y quién lo ha descubierto? No la razón. La razón ha descubierto la lucha por la existencia y la ley que exige la eliminación de todos los que impiden la satisfacción de mis deseos. Ésas son deducciones de la razón. Pero la razón no puede concluir que se debe amar al prójimo, porque eso es algo irracional.
»Sí, soberbia», se dijo, tumbándose boca abajo, y se puso a entrelazar tallos de hierba, procurando no romperlos.
«Y no sólo la soberbia de la razón, sino la estupidez de la razón. Y, sobre todo, el fraude. Eso es, el fraude, los embustes de la razón», repitió.
XIII
Y Levin se acordó de una escena reciente entre Dolly y los niños. Éstos, al quedarse solos, se habían puesto a cocer frambuesas al calor de una vela y a beber leche a chorros. Cuando la madre los sorprendió, se puso a explicarles, en presencia de Levin, cuánto trabajo costaba a los mayores obtener lo que ellos destruían, y añadió que todo ese trabajo se hacía por ellos, que si rompían las tazas, no tendrían dónde tomar el té y que si derramaban la leche, se quedarían sin nada que comer y se morirían de hambre.
Levin se sorprendió de la serena e indiferente incredulidad con que los niños escucharon las palabras de su madre. Lo único que les apenaba era que hubiese puesto fin a su divertido juego, y no creían nada de lo que les decía. Y no la creían porque no podían imaginarse el verdadero valor de las cosas que disfrutaban y, por tanto, no podían entender que estaban destruyendo sus propios medios de subsistencia.
«Todo eso es de lo más normal —pensaban—, pero carece de interés y de importancia, porque siempre ha sido así. Es siempre la misma cosa. Ni siquiera es necesario pensar en ello, pues es algo que nos viene dado. Y nosotros queremos inventar algo propio, algo nuevo. Por eso se nos ocurrió poner las frambuesas en una taza y cocerlas al calor de una vela, así como beber la leche a chorros. Es algo divertido y nuevo, y en ningún caso peor que beber en la taza.
»¿Acaso no es lo mismo que hacemos nosotros, lo mismo que hago yo cuando trato de servirme de la razón para descubrir el significado de las fuerzas de la naturaleza y el sentido de la vida humana?», siguió pensando Levin.
«¿Y acaso no es lo mismo que hacen todas las teorías filosóficas cuando tratan de llevar al hombre por el camino del pensamiento, un camino extraño y que le resulta ajeno, al conocimiento de algo que sabe desde hace tiempo, y además con tanta seguridad que sin eso no podría vivir? ¿No se advierte con toda claridad en el desarrollo de la teoría de cualquier filósofo que conoce de antemano, y de manera tan certera como el campesino Fiódor, en ningún caso con mayor claridad, el sentido principal de la vida y que sólo busca volver, por el incierto camino de la inteligencia, a lo que todos conocemos?
«Supongamos que se dejara a los niños arreglárselas solos, fabricar sus propios platos, ordeñar a las vacas, etcétera. ¿Harían travesuras? Se morirían de hambre. ¡Pues que prueben a dejarnos solos a nosotros con nuestras pasiones y nuestros pensamientos, sin el concepto de un Dios único y creador! O sin el concepto de lo que es el bien, sin ninguna explicación de lo que es moralmente malo.
»¡Tratad de construir algo sin esos conceptos!
»No hacemos más que destruir, porque estamos espiritualmente saciados. ¡Igual que los niños!
»¿De dónde me viene ese conocimiento gozoso, común con el del campesino, que me proporciona esa tranquilidad de espíritu? ¿De dónde lo he sacado?
»Después de haber sido educado en la idea de Dios, en los valores cristianos, después de haber llenado toda mi vida con los bienes espirituales que me concedió el cristianismo, rebosando de ellos, viviendo por ellos, los destruyo sin entenderlos, lo mismo que esos niños; es decir, quiero destruir aquello por lo que vivo. Y en cuanto llega un momento importante de mi vida, como los niños cuando tienen hambre y frío, me dirijo a Él, y, aún menos que los niños, a quienes su madre reprende por sus travesuras infantiles, siento que mis infantiles tentativas de salirme con la mía no se me tendrán en cuenta.
»Porque lo que sé no me lo ha revelado la razón, sino que se me ha dado, se me ha revelado; lo sé gracias al corazón y a las enseñanzas esenciales de la Iglesia.
»¿La Iglesia? ¡La Iglesia!», repitió Levin para sus adentros, y, volviéndose del lado contrario y apoyándose en un brazo, se puso a contemplar en lontananza un rebaño que bajaba por la otra orilla del río.