En la medida en que la vida de Levin y Kitty es un trasunto de la del propio Tolstói y su mujer, podemos concluir que sobre el futuro de la pareja se ciernen ominosas amenazas, peligros insoslayables. En el caso de Tolstói, la crisis espiritual que sufrió poco después de acabar Anna Karénina(de hecho, como se advierte en el capítulo final, se estaba gestando ya entonces) envenenó su vida familiar y acabó desembocando en una dramática huida en plena noche, a escondidas, y en su trágica muerte en la remota estación de Astápovo. En una de las instantáneas más desgarradoras que quizá se hayan tomado nunca, se ve a la condesa Tolstói de puntillas, espiando por la ventana de la caseta en la que agoniza su marido, con la esperanza de ver al menos de refilón su rostro, pues los hijos le habían prohibido la entrada. ¿Esperará a Kitty un destino semejante en los años de la vejez? Nunca lo sabremos. En cualquier caso, parece claro que la compenetración ideal con que sueñan los protagonistas («entre ellos no podía ni debía haber ningún secreto»), la aspiración a sentir como un solo ser, ya no se contempla como una posibilidad real al final de la obra. Es posible que, en su caso, se cumpliera la jocosa observación de Katavásov, solterón impenitente, cuando, antes de la boda de Levin, previene a éste de que, al casarse, verá limitada su libertad y su horizonte espiritual. Katavásov, naturalista de profesión, se interesa por la vida de las jibias y no quiere que ninguna mujer interfiera en su pasión. «La jibia no le impedirá amar a su mujer», le dice Levin, a lo que Katavásov responde: «La jibia no me impedirá amar a mi mujer, pero mi mujer sí a la jibia».
La novela, en fin, presenta un cuadro bastante sombrío de las relaciones de pareja, sujetas a un desgaste continuado que corroe los rasgos del ser amado hasta dejar al descubierto un nuevo rostro tan desconocido como abominable, con el que se convive un año y otro y otro más.
Entre los innumerables temas que desfilan por la novela, merece especial mención la obsesión por la muerte («Estaba también en él, la sentía. ¿Qué más daba que viniera mañana o dentro de treinta años?»). Recordemos que, de los doscientos cuarenta y nueve capítulos de que consta la novela, sólo uno lleva título, el vigésimo de la quinta parte, precisamente «La muerte». El horror del protagonista es el mismo que Tolstói plasmaría en las tortuosas, tensas y hermosas páginas que abren la Confesióny en el relato inacabado que lleva por título Memorias de un loco.
En la figura de Nikolái Levin Tolstói describió la agonía de su hermano Dmitri, que también convivió con una prostituta a la que sacó de un burdel.
Merecen también algún comentario las digresiones sobre el arte que aparecen en la quinta parte, y, en no menor medida, las consideraciones críticas sobre la música de orientación wagneriana que se exponen en la parte siguiente.
En la figura del pintor Mijáilov, Tolstói representó a un dotado artista, y lo comparó con Vronski, un mero aficionado, que ha cogido los pinceles porque no tiene nada mejor que hacer. El contraste le sirve para contraponer con gran brillantez afición y vocación, actitud y talento. En ese sentido, son significativos sus comentarios sobre la técnica, como la capacidad mecánica de pintar y dibujar, con independencia del tema o motivo. Extrapolando el ejemplo, se podría hablar también del arte de escribir bien, con frases elegantes y copioso vocabulario, más allá de las tramas y los argumentos. Para Tolstói tal técnica es algo meramente externo, ajeno por completo a la obra de arte. De ahí su rechazo a la poesía pura, su incapacidad para comprender un arte puramente formal, carente de contenido, pero de exquisito acabado exterior. Años más tarde expondría esas ideas con mayor virulencia e indudable brillantez en su ensayo más interesante y también más polémico y discutible, ¿Qué es el arte?
Es magnífica la comparación que establece entre el artista dedicado en cuerpo y alma a su obra y la labor efímera y un tanto triste del diletante: «No se puede impedir que un hombre modele una gran muñeca de cera y la bese. Pero, si el individuo de la muñeca se sentara delante de un hombre enamorado y se pusiera a acariciar a su criatura como el otro acaricia a su amada, el hombre enamorado se sentiría molesto».
También encontrarán eco en las páginas hirvientes de ¿Qué es el arte?sus virulentos ataques a la música de programa, y a ese intento de fusión de distintas disciplinas artísticas. Para Tolstói cada forma de arte tiene sus propias reglas, intransferibles e únicas, que no es posible combinar sin que una de ellas resulte perjudicada. De ahí su rechazo de la ópera como género, en la medida en que combina el arte musical y el dramático, y su crítica de casi toda la música contemporánea, con su obsesión por reproducir efectos de disciplinas artísticas ajenas, como juegos de luz y color, efusiones líricas, etcétera.
A pesar de que Tolstói a veces es un prosista un tanto desmañado (nada que ver con las armonías y el equilibrio perfecto de las frases de Turguénev), la novela rebosa poesía por los cuatro costados. Los ejemplos son tan numerosos que resulta imposible enumerarlos. Por todas partes aparecen comentarios e indicios simbólicos, correspondencias, líneas que se cruzan, círculos que se cierran. A Anna la vemos por primera y última vez en una estación. El accidente del guardagujas presagia su final, como ella misma presiente de una forma oscura. Cuando se entera del accidente al llegar a Moscú, rebosante de alegría y vitalidad, sus labios tiemblan y sus ojos se llenan de lágrimas. Su hermano, el ufano Oblonski, le pregunta si le pasa algo y ella responde: «Veo un mal presagio». Anna llega a Moscú para salvar el matrimonio de su hermano y lo hace a costa de acabar con el suyo. En las primeras páginas la vemos en compañía de Kitty y en las últimas también. Todo parece un juego de simetrías y contrastes.
Es imposible no ver el simbolismo que encierra la caída de Fru Fru, durante las carreras. Un movimiento en falso de Vronski hace que la yegua se rompa el espinazo y agonice en el suelo, ante la mirada impotente del jinete. Tampoco Vronski se volvió después de la última entrevista con Anna. Otro movimiento en falso que acaba con otra vida. No menos premonitorio es el juego infantil de Seriozha con sus compañeros, imitando la marcha de un tren.
Difícilmente se puede olvidar la poética y conmovedora imagen de la vela al final de la vida de Anna, que ya había aparecido antes: «¿Por qué no apagar la vela cuando ya no hay nada que ver, cuando a uno le repugna todo lo que ve?».
¿Y qué decir de la ominosa pesadilla que comparten Anna y Vronski, del frío terror que se apodera de ambos cuando Anna le cuenta su espantoso sueño y Vronski reconoce los rasgos de la misma historia urdida por su imaginación? El hombrecillo inquietante y horrendo, los golpes en el hierro, las palabras chapurreadas en francés...
Anna Karénina, una novela imbuida de libertad, es al mismo tiempo inamovible en sus reglas, necesaria en su desenlace. Daria Aleksándrovna y Oblonski no pueden separarse. Anna y Vronski no pueden entenderse. Todo parece conducir a una conclusión inevitable, que ni el propio autor parece en condiciones de cambiar. No en vano, a Tolstói le gustaba una anécdota que se contaba de Pushkin: un día, comentando con una amiga el desenlace de su novela en verso Yevgueni Onieguin, habría dicho de la heroína de la obra: «Jamás me habría esperado eso de Tatiana».
Cabe destacar también la enorme objetividad con que está escrita la novela. Imposible buscar culpables e inocentes, víctimas y verdugos, buenos y malos. En las páginas de Anna Karéninael lector encontrará seres humanos, con errores y aciertos y una línea de conducta inamovible, dados los hábitos, la posición, el carácter y el pasado de cada personaje. Tolstói dijo en una ocasión: «He comprobado que un relato impresiona mucho más cuando no se sabe de qué parte está el autor». Desde ese punto de vista, todos los personajes encuentran una justificación, porque no pueden obrar de otro modo. Sólo figuras secundarias merecen la plena condena de Tolstói: la pietista madame Stahl, con su humildad de puertas afuera y sus ataques de malhumor, o las santurronas petersburguesas que han caído en las redes del espiritismo, tan diligentes para propugnar el bien como para perpetrar el mal.