«¿Para qué se hace todo esto? ¿Por qué estoy aquí y les obligo a trabajar? ¿Por qué todos se afanan y tratan de demostrarme su celo? ¿Por qué se esfuerza tanto la vieja Matriona, a quien conozco bien? (La curé cuando le cayó una viga durante el incendio) —se decía, mirando a una mujer enjuta que rastrillaba el grano, moviéndose con dificultad por la era dura e irregular con sus pies desnudos y quemados por el sol—. Entonces se restableció. Pero hoy o mañana, o dentro de diez años, la enterrarán, y no quedará nada de ella, ni tampoco de esa muchacha presumida de la chaqueta roja, que separa las espigas de la paja con movimientos tan ágiles y delicados. También a ella la enterrarán. Y a ese caballo pío poco le queda ya —pensó, contemplando un caballo que se arrastraba con fatiga y respiraba afanosamente con los ollares hinchados, mientras pisaba una rueda inclinada que giraba por debajo de sus patas—. También enterrarán a Fiódor, el abastecedor de la trilladora, con su barba rizada, llena de paja, y su camisa desgarrada a la altura del hombro blanco. Y, sin embargo, deshace las gavillas, da órdenes, les grita a las mujeres y con un movimiento rápido ajusta la correa del volante. Y, sobre todo, no sólo los enterrarán a ellos, sino también a mí, y no quedará nada. ¿Por qué?»
Mientras pensaba en esas cosas, no dejaba de consultar el reloj, para calcular cuánto podían trillar en una hora. Necesitaba saberlo para establecer la cuota de la jornada.
«Pronto llevarán ya casi una hora y sólo han empezado el tercer almiar», pensó Levin.
Se acercó al abastecedor y, gritando con fuerza, para que su voz prevaleciera sobre el estruendo de la máquina, le dijo que echara menos.
—¡No eches demasiado de una vez, Fiódor! Mira, se atasca. Por eso va tan despacio. Iguálalo.
Ennegrecido por el polvo, que se le había pegado al rostro cubierto de sudor, Fiódor gritó algo a modo de respuesta, pero no hizo lo que Levin le pedía.
Éste se acercó al tambor, apartó a Fiódor y se puso a abastecer la máquina él mismo.
Después de trabajar hasta la hora de comer de los campesinos, salió del granero en compañía del abastecedor y entabló conversación con él, deteniéndose al lado de un montón de centeno amarillento dispuesto cuidadosamente en la era para trillar.
El abastecedor venía de una aldea lejana, en la que, hacía tiempo, Levin había cedido tierras para que las explotaran en régimen de cooperativa. Ahora se las había alquilado a un posadero.
Levin le habló a Fiódor de esas tierras y le preguntó si al año siguiente las arrendaría Platón, un campesino rico y bondadoso de esa misma aldea.
—El precio es muy alto. Platón no obtendrá ningún beneficio, Konstantín Dmítrich —respondió el campesino, quitándose unas espigas que se le habían metido dentro de la camisa sudada.
—¿Y cómo es que Kiríllov les saca provecho?
—¿Cómo no va a sacarles provecho Mitiuja —de esa manera despectiva llamó Fiódor al posadero—, Konstantín Dmítrich? Aprieta hasta que obtiene lo suyo. No se compadece de ningún cristiano. En cambio, el tío Fokánich —así llamaba al viejo Platón—, no despelleja a nadie. A uno le presta dinero, a otro le perdona la deuda. Por eso no hace dinero. Es un buen hombre.
—Pero ¿por qué perdona las deudas?
—Bueno, verá, no todos somos iguales. Unos sólo viven para sí mismos; por ejemplo Mitiuja, que no hace más que llenarse la panza. Fokánich, en cambio, es un anciano justo. Vive para el alma. Se acuerda de Dios.
—¿Cómo que se acuerda de Dios? ¿Qué es eso de que vive para el alma? —preguntó Levin casi a gritos.
—Pues ya se sabe: respeta la verdad, sigue la ley de Dios. No todos los hombres somos iguales. Usted, por ejemplo, tampoco es capaz de ofender a nadie...
—¡Bueno, bueno, adiós! —exclamó Levin, tan agitado que casi no podía respirar. Acto seguido se dio la vuelta, cogió su bastón y se alejó rápidamente en dirección a la casa.
Una alegría hasta entonces desconocida se apoderó de él. Al oírle decir a Fiódor que Fokánich vivía para el alma, respetando la verdad y siguiendo la ley de Dios, unos pensamientos confusos, pero de enorme importancia, surgieron en tropel de algún rincón de su ser y, tendiendo todos a un mismo fin, se pusieron a revolotear en su cabeza, cegándole con su luz.
XII
Levin iba por el camino real a grandes pasos, atento no tanto a sus pensamientos (todavía no había conseguido ordenarlos) como a su estado de ánimo, desconocido hasta entonces para él.
Las palabras que había pronunciado el campesino habían producido en su alma el efecto de una chispa eléctrica que de pronto hubiera transformado y unido en una sola cosa todo el enjambre de pensamientos descabalados, impotentes e inconexos que le ocupaban en todo momento. Sin que él mismo se diera cuenta, esas ideas habían estado bullendo en su cabeza mientras hablaba del arriendo de las tierras.
Sentía algo nuevo en su alma y, aunque no sabía lo que era, su mera presencia bastaba para llenarlo de alegría.
«No vivir para uno mismo, sino para Dios. ¿Para qué Dios? Para Dios. ¿Es que puede decirse algo más insensato que lo que él ha dicho? Según Fiódor, no hay que vivir para uno mismo, es decir, debemos dejar de lado lo que comprendemos, lo que nos atrae y lo que nos gusta, en beneficio de algo incomprensible, de Dios, al que nadie puede comprender ni definir. ¿Entonces? ¿Es que no he entendido las insensatas palabras de Fiódor? Y, una vez comprendidas, ¿he dudado de su justicia? ¿Me han parecido estúpidas, confusas o imprecisas?
»No, las he comprendido de la misma manera que él; las he comprendido plenamente y con más claridad que cualquier otra cosa en la vida. Jamás las he puesto ni las pondré en cuestión. Y no soy sólo yo. Es la única cosa que todo el mundo comprende plenamente, la única de la que no dudan y en la que están siempre de acuerdo.
»Fiódor dice que Kiríllov, el posadero, vive para llenarse la panza. Es comprensible y razonable. En la medida en que somos seres racionales, sólo vivimos para llenarnos la panza. Y de pronto ese mismo Fiódor dice que esa manera de vivir es reprobable, que hay que vivir para la verdad, para Dios, y yo le entiendo sin necesidad de más explicaciones. Yo, los millones de personas que vivieron en los siglos pasados y los millones que viven ahora, tanto los campesinos y los pobres de espíritu, como los sabios que han meditado y escrito sobre la cuestión, que dicen lo mismo con su lenguaje confuso, todos estamos de acuerdo en una única cosa: para qué se debe vivir y en qué consiste el bien. Yo y millones de personas tenemos una única certeza firme, clara e indudable, una certeza que no puede explicarse por medio de la razón: está fuera de su ámbito, y no tiene causas ni puede tener consecuencias.
»Si el bien tiene una causa, ya no es bien. Si tiene una consecuencia, en forma de recompensa, tampoco lo es. Por tanto, el bien está fuera de la cadena de causas y efectos.
»Eso es lo que sé, eso es lo que todo el mundo sabe.
»¿Acaso puede haber un milagro más grande?
»¿Es posible que haya encontrado la solución de todo? ¿Es posible que mis sufrimientos hayan terminado?», penaba Levin, andando por el camino polvoriento, sin notar el calor ni el cansancio, experimentando una sensación de alivio después de largos padecimientos. La sensación era tan alegre que le parecía inverosímil. Se ahogaba de emoción y, sin fuerzas para seguir adelante, dejó a un lado el camino, se internó en un bosque y se sentó a la sombra de los álamos, sobre la hierba sin segar. Se quitó el sombrero de la cabeza empapada en sudor y se tendió en la áspera y jugosa hierba del bosque, apoyándose en un brazo.
«Sí, tengo que ordenar mis ideas, esforzarme por comprender —pensaba, mirando fijamente la hierba incólume que tenía delante, y, siguiendo los movimientos de un insecto verde que subía por un tallo de grama y veía interrumpido su avance por una hoja de angélica—. Desde el comienzo mismo —se dijo, apartando la hoja de angélica para que el insecto pudiera pasar y acercándole otra hierba—. ¿Por qué estoy tan alegre? ¿Qué es lo que he descubierto?