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Antes (era un proceso que se había iniciado en la infancia y había ido desarrollándose hasta que alcanzó la plena madurez), la idea de hacer algo que fuera útil a todos, a la humanidad, a Rusia, a la provincia, a la aldea, le llenaba de alegría; pero la actividad misma le parecía siempre incoherente y no tenía la plena seguridad de que fuera imprescindible. En suma, esa misma actividad que al principio le había parecido tan grande iba empequeñeciéndose cada vez más hasta acabar en nada. Ahora, después de casarse, cuando había ido limitándose hasta ocuparse sólo de aquellas que servían a sus propios intereses, estaba convencido de que su obra era indispensable y veía que marchaba mucho mejor que antes y que sus proporciones eran cada vez más grandes, aunque ya no se alegraba al pensar en sus tareas.

Ahora, casi en contra de su voluntad, se hundía cada vez más en la tierra, como un arado, y no podía salir de allí sin trazar un surco.

Era indudable que su familia debía vivir como lo habían hecho sus padres y sus abuelos, es decir, en el mismo nivel de instrucción y educando a los hijos del mismo modo. Era algo tan necesario como comer cuando se tiene hambre. Así, igual que era necesario preparar la comida, debía llevarse la máquina económica de Pokróvskoie de manera que rindiera beneficios. Y, del mismo modo que estaba obligado a pagar sus deudas, era preciso mantener el patrimonio, para que cuando su hijo lo recibiera en herencia le diera las gracias, igual que Levin se las había dado al abuelo por todo lo que había construido y plantado. Por eso no había que arrendar las tierras, sino cultivarlas uno mismo, tener ganado, abonar los campos y plantar bosques.

No podía desentenderse de los asuntos de Serguéi Ivánovich y de su hermana, ni de todos los campesinos que habían adquirido la costumbre de consultarle, como no se puede soltar a una criatura que se tiene en brazos. Tenía que cuidar de su mujer y del niño, y también de su cuñada y de sus hijos, y pasar al menos una parte del día con ellos.

Todo eso, unido a las partidas de caza y su nuevo interés por la apicultura, llenaba la vida de Levin, que tan carente de sentido le parecía cuando se ponía a pensar en ella.

Pero, además de que sabía perfectamente lo quedebía hacer, también sabía cómodebía hacerlo y quétareas había que anteponer.

Sabía que debía contratar braceros al precio más barato posible, pero que no debía esclavizarlos pagándoles por adelantado menos dinero del que merecían, aunque resultara muy ventajoso. Podía venderse paja a los campesinos en épocas de carestía, por mucha compasión que inspirasen. Pero había que eliminar las posadas y tabernas, aunque produjeran beneficios. Había que castigar con la mayor severidad posible la tala de árboles, pero no se debía multar a los campesinos cuando dejaban entrar al ganado en sus pastos. Y, aunque los guardas se disgustasen y los campesinos perdieran el temor, no había más remedio que devolver el ganado a sus propietarios.

Tenía que prestar dinero a Piotr para que dejara de abonar un diez por ciento al mes a un usurero, pero no se podía condonar ni aplazar el pago del arriendo a los campesinos que no habían satisfecho la contribución. No se le podía perdonar al administrador que no hubiera mandado segar un prado pequeño, con lo que la hierba se había echado a perder, pero no debían segarse las ochenta hectáreas en las que se había plantado un bosque joven. No se podía permitir que un bracero, en plena faena, se fuera a su casa porque había muerto su padre, por mucha compasión que inspirase, y no había más remedio que dejar de pagarle el jornal durante esos importantes meses en los que había estado ausente; pero no se podía dejar de pagar la mensualidad a los viejos criados, aunque ya no sirviesen para nada.

Levin también sabía que, al regresar a casa, lo primero que tenía que hacer era ir a ver a su mujer, que no estaba bien de salud. Los campesinos que llevaban aguardándolo ya tres horas podían esperar un poco más. También sabía que, a pesar del placer que le procuraba introducir un enjambre en la colmena, debía dejar esa tarea a un viejecito para atender a los campesinos que habían ido a buscarle al colmenar.

No sabía si actuaba bien o mal, y no sólo no deseaba averiguarlo, sino que evitaba cualquier conversación o consideración al respecto.

Los razonamientos le hacían dudar y le impedían ver lo que debía y no debía hacer. Cuando dejaba de pensar y se limitaba a vivir, sentía constantemente en su interior la presencia de un juez infalible que, cuando se presentaban dos alternativas, elegía cuál era la mejor y cuál la peor. Y, siempre que tomaba una decisión equivocada, se daba cuenta en seguida.

Así vivía, sin saber qué era ni para qué estaba en el mundo, y sin contemplar la posibilidad de saberlo algún día. Esta ignorancia le atormentaba tanto que temía acabar suicidándose. Pero, al mismo tiempo, seguía con firmeza y determinación su propio camino en la vida.

 

XI

El día en que Serguéi Ivánovich llegó a Pokróvskoie había sido muy penoso para Levin.

Era el período de mayor actividad en el campo, cuando los campesinos dan muestras de una capacidad de trabajo y un espíritu de sacrificio extraordinarios, que no se manifiestan en otros órdenes de la vida y que serían muy valorados si quienes los atesoran los apreciaran, si no se repitiesen todos los años y si sus resultados no fuesen tan sencillos.

Segar, recoger y acarrear el centeno y la avena, acabar de segar los prados, volver a arar los barbechos, trillar la simiente y sembrar el grano de otoño. Todo eso parece sencillo y ordinario. Pero, para llevarlo a cabo es necesario que, durante tres o cuatro semanas, todos los habitantes de la aldea, desde los mayores hasta los pequeños, trabajen sin descanso, tres veces más de lo habitual, alimentándose de kvas, cebolla y pan negro, trillando y transportando las gavillas de noche y dedicando al sueño no más de dos o tres horas al día. Y esa misma actividad se repite cada año en toda Rusia.

Como había pasado la mayor parte de su vida en el campo, en estrecho contacto con el pueblo, Levin tenía la sensación de que la excitación general que se apoderaba de los campesinos en ese período de tanto trabajo se le comunicaba también a él.

Por la mañana temprano había asistido a la primera siembra del centeno, luego había contemplado cómo acarreaban y agavillaban la avena. Había regresado a casa a la hora en que se levantaban su mujer y su cuñada, había tomado un café con ellas y se había marchado a pie a la granja, donde debían poner en marcha la nueva trilladora para preparar la simiente.

A lo largo de todo ese día, mientras hablaba con el administrador, con los campesinos, con su mujer, con Dolly, con los hijos de ésta o con su suegro, había estado pensando en la única cuestión que le preocupaba en esos momentos, al margen de las faenas del campo. Y había buscado por todas partes argumentos que le permitieran dar respuesta a esas preguntas: «¿Qué soy? ¿Dónde estoy? ¿Para qué vivo?».

En medio de un fresco granero, que acababan de recubrir con olorosas varas de avellano, aún con hojas fragantes, encajadas en las frescas y descortezadas vigas de álamo que sostenían el tejado de paja, Levin miraba tan pronto por la puerta abierta, en cuyo umbral se arremolinaba y revoloteaba el polvo seco y acre de la trilladora, como la hierba de la era, iluminada por el ardiente sol, o la paja fresca, que acababan de traer del almiar, o las golondrinas de pecho blanco y cabeza moteada que, con un silbido, se refugiaban debajo del tejado y, batiendo las alas, se detenían en el vano del portón, o a los campesinos que iban de un lado a otro por el granero oscuro y polvoriento, mientras se le ocurrían extraños pensamientos.

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