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Lo que más le sorprendía y le apenaba era que la mayoría de las personas de su ambiente y de su edad, que habían cambiado sus antiguas creencias por las mismas nuevas ideas que él, no veían en ello nada malo y estaban completamente satisfechas y tranquilas. Así pues, además de la cuestión principal, a Levin le atormentaban otras: ¿eran sinceras esas personas? ¿No fingían? ¿O es que comprendían de una manera distinta, más clara, las respuestas de la ciencia a las cuestiones que le interesaban? Y estudiaba en detalle tanto las opiniones de estas personas como los libros en los que se exponían tales respuestas.

Lo único que había sacado en claro, desde que había empezado a ocuparse de tales asuntos, era que se había equivocado al suponer, como sus compañeros de universidad, que la religión se había quedado obsoleta y vacía de contenido. Todas las personas a las que más quería y respetaba eran creyentes: el viejo príncipe, Lvov, al que tanto aprecio había cobrado, Serguéi Ivánovich; todas las mujeres creían —su mujer conservaba la misma fe que él había tenido en su primera infancia— y el noventa y nueve por ciento del pueblo ruso, de ese pueblo cuya vida le inspiraba el máximo respeto.

Además, después de leer muchos libros, se convenció de que las personas que compartían sus opiniones no les concedían ninguna importancia particular; lejos de analizar las cuestiones fundamentales y buscar unas respuestas sin las cuales Levin no podía vivir, se desentendían de ellas para ocuparse de otras completamente distintas, que a él no podían interesarle, como, por ejemplo, la evolución de los organismos, la explicación mecánica del alma y otras por el estilo.

Por si eso fuera poco, durante el parto de su mujer, le había sucedido un acontecimiento extraordinario. Él, que no creía en Dios, se había puesto a rezar, y lo había hecho con fe. Pero, una vez pasado ese momento, fue incapaz de encontrar un lugar en su vida para ese estado de ánimo.

No podía reconocer que entonces había conocido la verdad y ahora se equivocaba porque, en cuanto se ponía a pensar con serenidad, todo saltaba en mil pedazos. Tampoco podía admitir que entonces se había equivocado, porque concedía un inmenso valor a ese estado de ánimo. Si lo consideraba un rasgo de debilidad, estaría profanando ese momento. En su interior se libraba una terrible batalla, y él hacía acopio de todas sus fuerzas para ponerle fin.

 

IX

Estos pensamientos le agobiaban y le atormentaban, unas veces con más intensidad, otras con menos, pero sin abandonarlo nunca. Leía y reflexionaba, y, cuanto más leía y reflexionaba, más lejos se sentía del fin que perseguía.

Convencido de que no hallaría ninguna respuesta en los materialistas, en los últimos tiempos, primero en Moscú y más tarde ya en el campo, había leído y releído a Platón, Spinoza, Kant, Schelling, Hegel y Schopenhauer, filósofos que no daban una explicación materialista de la vida.

Sus ideas le parecían fecundas mientras leía o buscaba una refutación de otras doctrinas, sobre todo de las materialistas. Pero en cuanto abordaba la solución de lo que le interesaba, estimulado bien por esas lecturas o por el curso de sus propios pensamientos, le sucedía siempre lo mismo. Cuando analizaba la definición de términos tan vagos como «espíritu», «voluntad», «libertad» o «sustancia», se dejaba atrapar en la trampa verbal que le tendían los filósofos o que se tendía él mismo y tenía la impresión de que empezaba a entender algo. Pero, bastaba que se olvidara de esa artificiosa sucesión de pensamientos y, una vez inmerso en la vida real, analizara lo que tanta satisfacción le había causado cuando pensaba siguiendo una línea dada, para que de repente todo ese edificio artificioso se viniera abajo como un castillo de naipes, con lo que quedaba demostrado que el edificio se había construido con esas mismas palabras cambiadas de lugar, sin tener en cuenta algo que en la vida es más importante que la razón.

Durante un tiempo, mientras leía a Schopenhauer sustituyó la palabra «voluntad» por la palabra «amor», y esa nueva filosofía le consoló un par de días, mientras no se apartó de ella. Pero se derrumbó exactamente de la misma manera cuando la contempló desde la vida. Entonces le pareció otro de esos trajes de muselina que no le calentaban.

Su hermano Serguéi Ivánovich le había aconsejado que leyera las obras teológicas de Jomiákov. Levin leyó el segundo tomo y, a pesar de que en un principio su tono polémico, elegante e ingenioso le desagradó, se quedó sorprendido de su doctrina sobre la Iglesia. Le impresionó la idea de que la comprensión de las verdades divinas, negada al hombre como individuo, se le concediera a una congregación de personas unidas por un mismo amor; es decir, la Iglesia. Le alegró el pensamiento de que fuera más fácil creer en una Iglesia viva y existente, compuesta de todas las creencias de los hombres, con Dios a la cabeza, y por tanto sagrada e infalible, y a partir de ahí aceptar la existencia de Dios, la creación, la caída y la redención, que empezar por un Dios lejano y misterioso, pasar luego a la creación, etcétera. Pero después de leer dos historias de la Iglesia, una escrita por un católico y otra por un ortodoxo, y comprobar que las dos, infalibles por naturaleza, se negaban la una a la otra, quedó desilusionado de la doctrina de Jomiákov, y también ese edificio se derrumbó, igual que las construcciones filosóficas.

Durante toda la primavera había sido otra persona y había pasado por momentos terribles.

«No puedo vivir sin saber lo que soy y para qué estoy aquí. Y, como no puedo saberlo, no puedo vivir», se decía.

«En la infinitud del tiempo, en la infinitud de la materia y en la infinitud del espacio surge la burbuja de un organismo, que dura un instante y después estalla. Esa burbuja soy yo.»

Ese angustioso sofisma era el último y único resultado de siglos de reflexiones humanas.

Era la última creencia en la que se basaban todas las investigaciones del pensamiento humano en casi todos los campos. Era la idea dominante, y Levin acabó adoptándola, probablemente porque era más clara que las demás, aunque ni él mismo sabría decir cómo y cuándo.

Pero no sólo era un sofisma, sino una broma cruel de una fuerza maligna y repulsiva, a la que era imposible someterse.

Había que escapar de esa fuerza. Y la liberación estaba al alcance de todo el mundo. Era necesario acabar con esa dependencia del mal. Y sólo había un medio de lograrlo: la muerte.

Así fue como Levin, hombre casado y feliz, que gozaba de buena salud, estuvo varias veces tan cerca del suicidio que tuvo que esconder una cuerda para no ahorcarse, y no salía al campo con una escopeta por temor a pegarse un tiro.

Pero, en lugar de ahorcarse o de pegarse un tiro, siguió viviendo.

 

X

Cuando Levin pensaba qué era y para qué vivía, no hallaba respuesta y se desesperaba; pero, cuando dejaba de preguntárselo, creía saberlo, porque vivía y actuaba con firmeza y resolución. Y en los últimos tiempos esa firmeza y esa resolución habían aumentado.

Después de regresar al campo a principios de junio, reanudó sus ocupaciones habituales. Las labores agrícolas, el trato con los campesinos y los vecinos, la administración de la casa, los asuntos de su hermana y de su hermano, que ambos le habían confiado, las relaciones con su mujer y sus parientes, el cuidado de su hijo y la cría de abejas, por la que se había interesado mucho esa primavera, absorbían todo su tiempo.

No se ocupaba de tales actividades porque las justificase en nombre de unos principios generales, como había hecho antes. Al contrario: desilusionado, por una parte, del fracaso de sus empresas anteriores en favor del bien común; y, obsesionado, por otra, con sus pensamientos y con las tareas que se acumulaban por todas partes, había abandonado completamente cualquier consideración sobre el particular. Se ocupaba de esas actividades simplemente porque le parecía que debía hacerlo, que no le quedaba otra salida.

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