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»Pero ¿puedo creer en todo lo que enseña la Iglesia? —pensó, sacando a colación, como si quisiera ponerse a prueba, todos los argumentos que podían destruir la serenidad que había alcanzado. Se puso a recordar a propósito las doctrinas de la Iglesia que siempre le habían parecido extrañas y habían minado su fe—. ¿La creación? ¿Y cómo me explicaba yo la existencia? ¿Por la existencia misma? ¿Como algo que surge de la nada? ¿Y el diablo y el pecado? ¿Y cómo me explicaba el mal?... ¿El Redentor?

»Pero el caso es que no sé nada ni puedo saber nada, más allá de lo que les ha sido revelado a todos.»

Ahora le parecía que ninguna de las doctrinas de la Iglesia destruía lo principal: la fe en Dios y en el bien como única misión del hombre.

Cada dogma de la Iglesia podía sustituirse por el propósito de vivir para la verdad y no para uno mismo. Y no sólo no había ninguna creencia que perjudicara esta aspiración, sino que todas ellas eran indispensables para que se cumpliera el milagro esencial que continuamente se verificaba en la tierra: a saber, que millones de personas de todo género y condición, sabios y necios, niños y ancianos, lo mismo los campesinos que Lvov y Kitty, lo mismo los reyes que los mendigos, aceptaran una misma cosa como incuestionable y abrazaran esa vida espiritual que era la única por la que merecía la pena vivir, la única que tenía algún valor.

Tumbado de espaldas, contemplaba ahora el cielo alto y despejado. «¿Acaso no sé que es el espacio infinito y no una bóveda? Pero, por más que entorne los ojos y aguce la vista, no puedo dejar de verlo redondo y limitado, y, a pesar de mis conocimientos del espacio infinito, tengo razón cuando me imagino una bóveda azul sólida, mucha más razón que cuando me esfuerzo por ver más allá.»

Levin había dejado de pensar, y sólo prestaba oídos a unas voces misteriosas que hablaban entre sí, tan pronto alegres como preocupadas.

«¿Será eso la fe? —se dijo, sin atreverse a creer en su felicidad—. ¡Gracias, Dios mío!», profirió, ahogando los sollozos que le subían a la garganta y enjugándose con ambas manos las lágrimas que se agolpaban en sus ojos.

 

XIV

Al volver la vista al rebaño que tenía enfrente, distinguió su tartana, tirada por Voroni, y también a su cochero, que se había acercado al rebaño para decirle algo al pastor. No tardó en oír, ya cerca de donde él estaba, el ruido de las ruedas y los resoplidos del magnífico caballo, pero estaba tan absorto en sus reflexiones que ni siquiera se le ocurrió pensar para qué iría a buscarle el cochero.

Sólo se lo preguntó cuando éste, ya casi a su altura, lo llamó:

—Me envía la señora. Ha llegado su hermano acompañado de un señor.

Levin subió a la tartana y cogió las riendas.

Como si acabara de despertarse de un sueño profundo, tardó en hacerse cargo de la situación. Miraba el magnífico caballo, que tenía cubiertas de espuma las ancas y la parte del cuello que rozaban las riendas; examinaba al cochero Iván, que iba sentado a su lado, y se acordaba de que estaba esperando la llegada de su hermano, de que su mujer probablemente estaba intranquila por su larga ausencia, y trataba de adivinar quién sería el invitado que había venido. Y tanto su hermano, como su mujer y el invitado desconocido se le presentaban ahora bajo un aspecto distinto. Tenía la impresión de que a partir de ese momento sus relaciones con los demás serían diferentes.

«Con mi hermano desaparecerá la distancia que siempre ha habido entre nosotros. Dejaremos de discutir. No volveré a reñir con Kitty. Y con el invitado, sea quien sea, seré afable y bueno. También con los criados y con Iván me portaré de otra manera.»

Mientras frenaba con las tensas riendas al excelente caballo, que resoplaba con impaciencia, como si reclamara que le dejaran correr más deprisa, Levin contemplaba a Iván, que, no sabiendo qué hacer con sus manos desocupadas, no paraba de apretarse la camisa, hinchada por el viento, y buscaba un pretexto para entablar conversación. Estuvo a punto de decirle que no debía apretar tanto la cincha, pero habría parecido un reproche, y él deseaba decirle algo amable. Pero no le venía a la cabeza ninguna otra cosa.

—Haga el favor de ir por la derecha, señor. Ahí hay un tocón —dijo el cochero, tirando de las riendas.

—¡Te ruego que no me toques ni me des lecciones! —exclamó Levin, irritado por la intervención del cochero.

Sus palabras le habían enfadado, como de costumbre. Entonces se dio cuenta con pesar de lo equivocado que estaba al suponer que su estado de ánimo pudiera cambiar de inmediato su relación con la realidad.

Un cuarto de versta antes de llegar a la casa, vio a Grisha y a Tania, que corrían a su encuentro.

—¡Tío Kostia! Por ahí viene mamá con el abuelo, Serguéi Ivánovich y un invitado —le dijeron, subiéndose en la tartana.

—¿Quién es?

—Un señor que da mucho miedo. No para de hacer así con los brazos —dijo Tania, poniéndose en pie e imitando a Katavásov.

—Pero ¿es joven o viejo? —preguntó Levin entre risas, pues los gestos de Tania le recordaban a alguien.

«¡Ah, con tal de que no sea una persona desagradable!», pensó.

En cuanto doblaron un recodo del camino y vieron al grupo que venía a su encuentro, reconoció a Katavásov, que llevaba un sombrero de paja y hacía esos movimientos con los brazos al andar que Tania había imitado tan bien.

A Katavásov le gustaba mucho hablar de filosofía, aunque sus nociones sobre el particular se basaban en las opiniones de los naturalistas, que nunca se han ocupado en serio de esa cuestión. En los últimos tiempos de su estancia en Moscú Levin había discutido mucho con él.

Lo primero que le vino a la cabeza cuando le vio fue una conversación en la que Katavásov creía haber quedado por encima.

«No discutiré ni expondré mis opiniones de manera irreflexiva por nada del mundo», pensó.

Después de apearse de la tartana y de saludar a su hermano y a Katavásov, Levin preguntó por su mujer.

—Se ha ido con Mitia a Kolok —era un bosque cercano a la casa— porque en casa hace mucho calor —respondió Dolly.

Levin siempre había desaconsejado a su mujer que llevara al niño al bosque, pues lo consideraba peligroso, de manera que la noticia le disgustó.

—Va con él de un lado para otro —dijo el príncipe sonriendo—. Le he aconsejado que lo lleve a la nevera.

—Quería ir luego al colmenar. Pensaba que tú estabas allí. Es a donde nos dirigimos nosotros —dijo Dolly.

—Bueno, ¿y qué haces ahora? —le preguntó Serguéi Ivánovich, que se había separado de los demás para unirse a su hermano.

—Nada de particular. Me ocupo de las labores de la hacienda, como siempre —respondió Levin—. ¿Vas a quedarte muchos días? Hace tiempo que te esperábamos.

—Un par de semanas. Tengo mucho que hacer en Moscú.

Al pronunciar estas palabras, los ojos de los dos hermanos se encontraron, y Levin, a pesar de su deseo, especialmente intenso en esos momentos, de tener unas relaciones amistosas y, sobre todo, sencillas con su hermano, se dio cuenta de que se sentía incómodo mirándolo. Bajó la vista sin saber qué decir.

Buscando temas de conversación que pudieran agradar a Serguéi Ivánovich y lo distrajeran de la guerra en Serbia y de la cuestión eslava, a las que había aludido al mencionar sus ocupaciones de Moscú, Levin se refirió a su libro.

—¿Ha salido alguna reseña de tu libro? —preguntó.

Serguéi Ivánovich sonrió al oír esa pregunta tan premeditada.

—Nadie se ha interesado por él, y yo menos aún —dijo—. Mire, Daria Aleksándrovna, va a llover —añadió, señalando con el paraguas unas nubecillas blancas que habían aparecido sobre las copas de los álamos.

Y bastaron esas palabras para que entre los dos hermanos se restablecieran esas relaciones no hostiles, pero sí frías, que Levin quería evitar a toda costa.

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