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—Sí, algo he oído —respondió Kóznishev de mala gana.

—¡Qué pena que se marche usted! —exclamó Stepán Arkádevich—. Mañana damos una comida a dos amigos que parten como voluntarios: Dimer-Bartnianski, de San Petersburgo, y nuestro Grisha Veselovski. Ambos se marchan. Veselovski se ha casado hace poco. ¡Es todo un valiente! ¿No es verdad, princesa?

Ésta, sin responder, se quedó mirando a Kóznishev. El hecho de que tanto ella como Serguéi Ivánovich parecieran querer librarse de él no turbaba lo más mínimo a Stepán Arkádevich, que, sin dejar de sonreír, miraba la pluma del sombrero de la princesa o apartaba la vista, como intentando recordar alguna cosa. Al ver pasar a una señora con una hucha, la llamó e introdujo un billete de cinco rublos.

—Es superior a mis fuerzas: mientras tenga dinero en el bolsillo, no dejaré de contribuir —dijo—, ¿Y qué le parece el telegrama de hoy? ¡Menudo valor tienen esos montenegrinos!

—¡Qué me dice! —exclamó, cuando la princesa le informó de que Vronski viajaba en ese tren. Por un instante el rostro de Stepán Arkádevich expresó tristeza, pero, al cabo de un minuto, cuando, atusándose las patillas, entró con sus pasos saltarines en la sala en la que se encontraba Vronski, Stepán Arkádevich ya se había olvidado por completo de sus desesperados sollozos ante el cadáver de su hermana y sólo veía en Vronski a un héroe y a un antiguo amigo.

—Hay que hacerle justicia, a pesar de todos sus defectos —dijo la princesa a Serguéi Ivánovich en cuanto Oblonski se apartó de ellos—. ¡Un ruso de los pies a la cabeza, un temperamento típicamente eslavo! Lo único que temo es que a Vronski le disgustará verlo. Pueden decir lo que quieran, pero a mí me conmueve el destino de ese hombre. Hable con él durante el viaje —añadió.

—Lo haré, si se presenta la ocasión.

—Nunca me ha caído bien. Pero el detalle que ha tenido compensa muchas cosas. No sólo es que él mismo parta como voluntario, sino que el escuadrón que lleva lo ha pagado de su propio bolsillo.

—Eso me han dicho.

Sonó la campanilla. Todos se abalanzaron sobre las puertas.

—¡Ahí está! —exclamó la princesa, señalando a Vronski, que iba del brazo de su madre, ataviado con un abrigo largo y un sombrero negro de ala ancha. A su lado Oblonski comentaba alguna cosa con animación.

Vronski, con el ceño fruncido, miraba al frente como si no oyera lo que Stepán Arkádevich estaba diciendo.

De pronto, probablemente por indicación de Oblonski, se volvió hacia donde estaban la princesa y Serguéi Ivánovich, y se descubrió en silencio. Su rostro envejecido y marcado por el sufrimiento parecía petrificado.

Una vez en el andén, Vronski dejó pasar a su madre y desapreció en silencio en un compartimento del vagón.

Se oían los acordes de Dios salve al zar 204seguidos de hurras y vivas. Uno de los voluntarios, un joven muy alto con el pecho hundido, saludaba con especial entusiasmo, agitando el sombrero de fieltro y un ramo de flores por encima de la cabeza. Por detrás asomaban dos oficiales, que también saludaban, y un hombre maduro de espesa barba con una gorra manchada de grasa.

 

III

Tras despedirse de la princesa, Serguéi Ivánovich, acompañado de Katavásov, que se había acercado, entró en un vagón atestado, y el tren arrancó.

En la estación de Tsaritsin el tren fue recibido por un armonioso coro de jóvenes, que cantaban Gloria a Ti. Los voluntarios volvieron a saludar, sacando la cabeza por la ventanilla, pero Serguéi Ivánovich no les prestó atención. Había tratado tanto con los voluntarios que los conocía bien y ya no le interesaban. Katavásov, en cambio, embebido en sus ocupaciones científicas, no había tenido ocasión de observarlos, y ahora mostraba un vivo interés y no paraba de hacerle preguntas a Serguéi Ivánovich.

Éste le aconsejó que pasara a un vagón de segunda clase y hablara personalmente con ellos. En la siguiente estación Katavásov siguió su consejo.

En cuanto el tren se detuvo, cambió de vagón y trabó conocimiento con los voluntarios. Iban sentados en un rincón, charlando ruidosamente, conscientes, sin duda, de que la atención de los pasajeros y de Katavásov, que acababa de entrar, estaba concentrada en ellos. El que hablaba más fuerte era el joven alto del pecho hundido. Por lo visto, estaba borracho y contaba un incidente que le había sucedido en su escuela. Enfrente de él iba sentado un oficial ya maduro con una guerrera militar austriaca del uniforme de la Guardia. Escuchaba al muchacho con una sonrisa en los labios y trataba de hacerlo callar. A su lado, sentado en un baúl, había un tercer voluntario, con uniforme de artillería. Un cuarto voluntario dormía.

Katavásov entabló conversación con el joven y se enteró de que era un rico comerciante moscovita que había dilapidado un gran patrimonio antes de cumplir los veintidós años. A Katavásov no le gustó porque era afeminado, mimado, de salud endeble. Por lo visto, estaba convencido, sobre todo ahora que estaba borracho, de que llevaba a cabo un acto de heroísmo y se jactaba de un modo bastante desagradable.

El segundo, un oficial retirado, también le causó una impresión desagradable. Se veía que era un hombre que había pasado por todo. Había trabajado en el ferrocarril, había sido administrador, había dirigido fábricas, y hablaba de todo ello sin que viniera a cuento, empleando sin ninguna necesidad palabras rebuscadas.

En cambio, el artillero le cayó muy bien. Era un hombre modesto y pacífico, que parecía intimidado por los conocimientos del oficial retirado y la heroica abnegación del comerciante, y que no decía nada de sí mismo. Cuando Katavásov le preguntó qué razones le habían inducido a marcharse a Serbia como voluntario, respondió con humildad:

—Pues porque se van todos. Hay que ayudar a los serbios. Dan pena.

—Sí, y andan especialmente escasos de artilleros como usted —dijo Katavásov.

—No he servido mucho tiempo en artillería. Puede que me destinen a infantería o caballería.

—¿Cómo van a destinarle a caballería cuando lo que más se necesitan son artilleros? —preguntó Katavásov, suponiendo, por la edad del artillero, que debía de tener una graduación bastante alta.

—No he servido mucho en la artillería; soy un junker 205retirado —respondió, y se puso a explicarle por qué no había superado el examen.

Todo eso, en conjunto, produjo en Katavásov una impresión desagradable. Cuando los voluntarios se apearon en la estación para tomar un trago, quiso compartir con alguien esa opinión desfavorable. Un viejecito vestido con capote militar había escuchado la conversación de Katavásov con los voluntarios. Una vez que se quedaron solos, Katavásov le dirigió la palabra:

—Sí, qué distinta es la condición de estos hombres que marchan al frente —dijo de manera vaga, deseando expresar su opinión y al mismo tiempo enterarse de la del viejecito.

Éste era un militar que había participado en dos campañas. Sabía lo que era un militar y, por el aspecto y la manera de hablar de esos señores, así como por la afición que mostraban a la botella, los consideraba malos soldados. Además, vivía en una capital de provincia, y le habría gustado contarle a Katavásov que de su ciudad había partido como voluntario un soldado retirado, borracho y ladrón, a quien nadie contrataba como trabajador. Pero, sabiendo por experiencia que, dado el estado de ánimo que reinaba en la sociedad, resultaba peligroso expresar una opinión contraria a la general, y, sobre todo, criticar a los voluntarios, se puso también a la defensiva.

—Pues sí, allí necesitan hombres. He oído que los oficiales serbios no sirven para nada.

—Ah, sí, pero éstos serán unos soldados excelentes —replicó Katavásov, con ojos risueños.

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