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Se pusieron a hablar de las últimas noticias recibidas, y ambos ocultaron lo sorprendidos que estaban de que se esperase una batalla para el día siguiente cuando, según las últimas informaciones, se había vencido a los turcos en todos los frentes. Y se separaron sin que ninguno de los dos hubiese expresado su opinión.

Cuando regresó a su vagón, Katavásov le contó a Serguéi Ivánovich la impresión que le habían producido los voluntarios, pero lo hizo faltando a la verdad, dando a entender que eran unos muchachos excelentes.

En la primera capital de distrito en la que se detuvo el tren, los voluntarios fueron recibidos de nuevo con cantos y gritos. Volvieron a aparecer hombres y mujeres con huchas, señoras que ofrecían ramos de flores a los voluntarios y los acompañaban a la cantina. Pero todo en menores proporciones y con menos entusiasmo que en Moscú.

 

IV

Durante la parada del tren en esa capital de provincia, Serguéi Ivánovich, en lugar de dirigirse a la cantina, se puso a dar vueltas arriba y abajo por el andén.

Al pasar por primera vez por delante del compartimento de Vronski, advirtió que la cortina de la ventanilla estaba echada. Pero, al pasar por segunda vez, vio al lado de la ventanilla a la vieja condesa, que le hizo señas para que se acercara.

—Voy a acompañar a mi hijo hasta Kursk —dijo.

—Sí, eso me han dicho —replicó Serguéi Ivánovich, deteniéndose al pie de la ventana y echando un vistazo en el interior del compartimento—, ¡Qué rasgo tan noble por su parte! —añadió, después de cerciorarse de que Vronski no estaba allí.

—Sí, después de su desgracia, ¿qué otra cosa podía hacer?

—¡Qué suceso tan horrible! —exclamó Serguéi Ivánovich.

—¡Ah, no se imagina usted lo que he sufrido! Pero haga el favor de entrar... ¡Ah, lo que he sufrido! —repitió, una vez que Serguéi Ivánovich subió y se sentó a su lado—. ¡No puede usted imaginárselo! Se pasó seis semanas sin hablar con nadie, y sólo comía cuando se lo suplicaba. No podíamos dejarlo solo ni un momento. Tuvimos que quitarle todos los objetos con los que habría podido matarse. Vivíamos en la planta baja, pero aun así teníamos que estar pendientes de él todo el tiempo. Ya sabe usted que una vez se pegó un tiro por culpa de ella —dijo la anciana, frunciendo las cejas al recordarlo—. Sí, ha acabado como se merece acabar una mujer así. Hasta para morir eligió una solución vil y repugnante.

—No nos corresponde a nosotros juzgar, condesa —dijo Serguéi Ivánovich con un suspiro—, pero entiendo lo duro que ha debido de ser para usted.

—¡Ah, no me hable! Estaba pasando una temporada en mi finca y mi hijo vino a verme. Le trajeron una nota. Él escribió la respuesta y la envió. No sabíamos nada, pero ella estaba ya en la estación. Por la noche, apenas me había retirado a mi habitación cuando Mary entró para decirme que una señora se había arrojado debajo del tren en la estación. ¡Fue como si me hubieran dado un golpe! Comprendí que se trataba de ella. Lo primero que dije fue que no se lo comunicaran a él. Pero ya se lo habían dicho. Su cochero estaba allí y lo había visto todo. Cuando entré corriendo en su habitación, estaba fuera de sí. Daba miedo mirarlo. Sin pronunciar palabra, partió al galope para la estación. No sé lo que pasaría allí, pero lo trajeron medio muerto. Casi no lo reconocía. Postration complète, decía el médico. Luego entró en un estado de frenesí. ¡Ah, para qué hablar! —exclamó la condesa, haciendo un gesto con la mano—. ¡Qué días más horribles! No, diga usted lo que quiera, pero era una mala mujer. ¿A qué vienen esas pasiones desesperadas? Todo para demostrar algo especial. Pues ya ve usted lo que ha demostrado. Ha acabado con su vida y ha destrozado a dos hombres extraordinarios: su marido y mi desdichado hijo.

—¿Y cómo está su marido?

—Se ha hecho cargo de la niña. Al principio Aliosha 206se mostró conforme con todo. Pero ahora se arrepiente muchísimo de haber confiado su propia hija a un extraño. No obstante, ha dado su palabra, así que no puede echarse atrás. Karenin vino al entierro. Pero intentamos que no coincidiera con Aliosha. En cualquier caso, para él, para el marido, todo es más llevadero. Ha quedado libre. Pero mi pobre hijo lo había sacrificado todo por ella. Lo abandonó todo: abandonó su carrera, me abandonó a mí, y aun así no tuvo compasión de él. Lo ha destrozado por completo, y además de manera deliberada. No, diga usted lo que quiera, pero ha muerto como una mujer vil y sin religión. Que Dios me perdone, pero, al ver la ruina en que se ha convertido mi hijo, no puedo por menos de maldecir su memoria.

—¿Y cómo se encuentra ahora?

—Dios nos ha ayudado con esta guerra en Serbia. Yo ya soy muy mayor y no entiendo nada de estas cosas, pero le digo que es algo que Dios le ha enviado. Naturalmente, como madre, estoy aterrada; y, sobre todo, parece que ce n'est pas tres bien vu a Petersbourg. 207Pero ¡qué le vamos a hacer! Sólo algo así puede reanimarle. Su amigo Yashvín lo perdió todo y decidió marcharse a Serbia. Pero antes vino a ver a Alekséi y le convenció para que le acompañase. Ahora se ha interesado en todo este asunto. Haga el favor de hablar con él. ¡Me gustaría tanto que se distrajera! Está muy triste. Y, por si fuera poco, le duelen las muelas. Se alegrara mucho de verle. Haga el favor de hablar con él. Hable con él, se lo ruego. Está paseando por allí.

Serguéi Ivánovich dijo que lo haría con mucho gusto y pasó al otro lado del tren.

 

V

Envuelto en la oblicua sombra que proyectaban a la luz de la tarde los sacos apilados en el andén, Vronski, con su capote largo, el sombrero sobre los ojos, las manos en los bolsillos, se paseaba como una fiera enjaulada, volviéndose bruscamente cada veinte pasos. Cuando Serguéi Ivánovich se acercó, tuvo la impresión de que Vronski fingía no verlo, pero no concedió la menor importancia a ese detalle. Tratándose de él, estaba dispuesto a pasarlo todo por alto.

A ojos de Serguéi Ivánovich, Vronski era en esos momentos un adalid importante de una gran causa y consideraba su deber animarle y manifestarle su apoyo. Se acercó a él.

Vronski se detuvo, se lo quedó mirando, lo reconoció, dio unos pasos hacia él y le estrechó con mucha fuerza la mano.

—Es posible que no tenga usted ganas de verme —dijo Serguéi Ivánovich—, pero ¿no podría serle útil de alguna manera?

—Es usted la persona a quien menos me disgusta ver —respondió Vronski—. Perdóneme. Pero los placeres de la vida han acabado para mí.

—Lo entiendo, por eso quería ofrecerle mis servicios —dijo Serguéi Ivánovich, examinando el rostro de Vronski, con huellas evidentes de dolor—. ¿No le vendría bien una carta para Ristich o para Milán? 208

—¡Oh, no! —exclamó Vronski, como si le costara trabajo entender lo que le estaban diciendo—. Si no le importa, demos un paseo. En los vagones se ahoga uno. ¿Una carta? Muchas gracias, pero no. Para morir no se necesitan recomendaciones. A menos que sean para los turcos... —añadió, sonriendo sólo con los labios. Los ojos seguían mostrando una expresión de airado sufrimiento.

—Sin embargo, ya que no puede evitar usted esa clase de contactos, ¿no le facilitaría las cosas poner sobre aviso a quien corresponda? En cualquier caso, como usted quiera. Me alegré mucho cuando me enteré de su decisión. Se ha criticado mucho a los voluntarios, pero la participación de usted los rehabilitará ante la opinión pública.

—Soy un hombre valioso para la causa porque la vida no tiene la menor importancia para mí —dijo Vronski—. Sé que aún me quedan energías suficientes para atacar una formación enemiga y desbaratarla o morir en el intento. Me alegro de haber encontrado un ideal al que sacrificar una vida que, además de no necesitar, se me ha vuelto odiosa. Ojalá pueda servirle a alguien —añadió, haciendo un movimiento de impaciencia con la mandíbula, motivado por el incesante dolor de muelas, que le impedía incluso hablar con la expresión que habría querido.

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