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Serguéi Ivánovich era un hombre inteligente, instruido, sano y activo, y no sabía en qué emplear su energía. Las charlas de salón, los congresos, las reuniones, los comités, cualquier cónclave en el que pudiera hablar, absorbían parte de su tiempo. Pero, como había pasado casi toda la vida en la ciudad, no ponía toda su alma en esas conversaciones, como hacía su inexperto hermano cuando visitaba Moscú. Aún le quedaba mucho tiempo libre y mucha energía intelectual.

Para su fortuna, en esos tiempos tan penosos por el fracaso de su libro, la cuestión eslava, que hasta entonces apenas había interesado a la opinión pública, robó protagonismo a otros asuntos, como las minorías raciales, los amigos americanos, el hambre en la región de Samara, las exposiciones de arte o el espiritismo, y Serguéi Ivánovich, que había suscitado esa cuestión, se consagró a ella por entero.

En el círculo al que pertenecía Serguéi Ivánovich sólo se hablaba y se escribía de la cuestión eslava y de la guerra en Serbia. Todo lo que suelen hacer las muchedumbres ociosas para matar el tiempo se hacía en esos momentos en beneficio de los eslavos. Cualquier manifestación de la vida parecía llevar la marca de ese apoyo: bailes, conciertos, banquetes, discursos, atuendos femeninos, cervezas, tabernas.

Serguéi Ivánovich no estaba de acuerdo con algunas de las cosas que se decían y se escribían al respecto. Se daba cuenta de que la cuestión eslava se había convertido en uno de esos temas de moda pasajeros que sirven de entretenimiento a la sociedad. Veía también que había muchas personas que se ocupaban de ese asunto por vanidad o por interés. Reconocía que los periódicos publicaban muchas noticias innecesarias y exageradas con el único propósito de atraer la atención y acallar a los demás. Observaba que en ese momento de entusiasmo general quienes más alzaban la voz y más se dejaban ver eran los fracasados y los resentidos: los generales sin ejército, los ministros sin ministerio, los periodistas sin periódico, los jefes de partido sin partidarios. No le pasaba desapercibido que muchas de las cosas que se decían eran ridículas y poco serias. Pero no podía dejar de reconocer ese entusiasmo indudable y creciente que unía a todas las clases sociales, con el que era imposible no simpatizar. La masacre de los correligionarios y hermanos eslavos había suscitado compasión por las víctimas e indignación por los verdugos. Y el heroísmo de serbios y montenegrinos, que luchaban por una noble causa, había generado en todo el pueblo el deseo de ayudar a sus hermanos ya no sólo de palabra, sino también de obra.

Pero, además, había otra circunstancia que llenaba de alegría a Serguéi Ivánovich: la aparición de la opinión pública. La sociedad había manifestado su deseo de manera muy clara. El alma de la nación se había expresado, como decía Serguéi Ivánovich. Y, cuanto más se interesaba por ese asunto, más evidente le parecía que esa empresa alcanzaría proporciones enormes, marcaría una época.

Por tanto, se entregó en cuerpo y alma a esa gran obra y se olvidó de su libro.

Ahora estaba tan ocupado que ni siquiera tenía tiempo de responder a todas las cartas y peticiones que le dirigían.

Después de trabajar toda la primavera y parte del verano, en el mes de julio se preparó para pasar unos días con su hermano en el campo.

Pensaba descansar allí un par de semanas, precisamente en el sancta sanctórum del pueblo, en lo más profundo del país, disfrutando del espectáculo de la aparición de ese espíritu popular, del que todos los habitantes de las dos capitales y de otras ciudades estaban convencidos. Katavásov, que desde hacía tiempo deseaba cumplir la promesa de visitar a Levin, decidió acompañarlo.

 

II

Serguéi Ivánovich y Katavásov acababan de llegar a la estación de Kursk, especialmente animada ese día, y aún se estaban apeando del coche, mirando al criado que les seguía con los equipajes, cuando se acercaron cuatro carruajes llenos de voluntarios. Unas señoras con ramos de flores fueron a su encuentro y, acompañadas de una gran multitud, los condujeron al interior de la estación.

Una de las señoras que había recibido a los voluntarios salió de la sala de espera y se dirigió a Serguéi Ivánovich.

—¿Usted también ha venido a despedirlos? —le preguntó en francés.

—No, princesa. Me marcho de viaje. Voy a descansar unos días a casa de mi hermano. ¿Usted viene siempre a despedirlos? —preguntó Serguéi Ivánovich con una sonrisa apenas perceptible.

—¡Es lo menos que podemos hacer! —respondió la princesa—, ¿Verdad que hemos enviado ya ochocientos hombres? Malvinski no me quería creer.

—Más de ochocientos. Si contamos a los que no han salido directamente de Moscú, su número asciende a más de mil —dijo Serguéi Ivánovich.

—Ya lo ve. Lo que yo decía —añadió con alegría la señora—. ¿Es verdad que se ha recaudado ya casi un millón de rublos?

—Más, princesa.

—¿Y qué me dice del telegrama de hoy? Otra vez han derrotado a los turcos.

—Sí, lo he leído —contestó Serguéi Ivánovich. Hablaban del último telegrama que confirmaba que, durante tres días seguidos, los turcos habían sido derrotados en todos los frentes y habían huido, y que para la jornada siguiente se esperaba una batalla decisiva.

—A propósito, hay un joven excelente que quiere partir como voluntario. Desconozco por qué le están poniendo tantas trabas. Lo conozco, y quería pedirle a usted que hiciera el favor de escribir una nota. Lo ha recomendado la condesa Lidia Ivánovna.

Después de solicitar más detalles a la princesa sobre ese joven que quería partir como voluntario, Serguéi Ivánovich pasó a la sala de espera de primera clase y escribió una nota a la persona de la que dependía el asunto.

—¿Sabe que el célebre conde Vronski viaja también en ese tren? —preguntó la princesa, con una sonrisa triunfante y muy significativa, cuando volvió para entregarle la nota.

—He oído decir que se marchaba, pero no sabía cuándo. Entonces, ¿va en este tren?

—Lo he visto. Está aquí. Sólo lo acompaña su madre. En cualquier caso, es lo mejor que puede hacer.

—Ah, sí, por supuesto.

Mientras hablaban, la muchedumbre pasó a su lado en dirección a la mesa en la que habían servido diversos manjares. También Kóznishevy la princesa se acercaron al lugar, desde donde llegaba la voz sonora de un señor que, con una copa en la mano, pronunciaba un discurso ante los voluntarios:

—Vais a luchar por la fe, por la humanidad, por nuestros hermanos —decía aquel hombre, alzando cada vez más la voz—. Nuestra madrecita Moscú os bendice por esa noble empresa. Zhivio! 202—concluyó con voz estridente y emocionada.

Zhivio! —gritaron todos los presentes.

Acto seguido otra oleada de gente entró en la sala y estuvo a punto de tirar a la princesa.

—¡Ah, qué discurso, princesa! —exclamó Stepán Arkádevich, apareciendo de pronto en medio de la multitud, radiante de alegría—. ¿No es verdad que ha hablado con mucho calor y mucha elocuencia? ¡Bravo! ¡Ah, si está también aquí Serguéi Ivánovich! Estaría bien que les dirigiera unas palabras de ánimo. ¡Lo hace usted tan bien! —añadió con una sonrisa delicada, respetuosa y prudente, dándole un empujoncito en el brazo.

—No, me marcho.

—¿Adonde?

—Al campo, a casa de mi hermano —respondió Serguéi Ivánovich.

—Entonces verá a mi mujer. Le he escrito, pero, como usted la verá antes, haga el favor decirle que ha hablado conmigo y que todo está all right. Ella lo entenderá. En cualquier caso, tenga la amabilidad de decirle que me han nombrado miembro de la comisión conjunta... Bueno, ya lo entenderá. Ya sabe usted, les petites misères de la vie 203—le dijo a la princesa, como disculpándose—. La princesa Miágkaia, no Liza, sino Bibiche, envía mil fusiles y doce enfermeras. ¿No se lo he dicho?

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