Dos sirvientas que andaban por allí volvieron la cabeza para mirarla, al tiempo que hacían algún comentario en voz alta sobre su vestido. «Son auténticos», dijo una de ellas, refiriéndose a los encajes. Los jóvenes no la dejaban en paz. De nuevo pasaron a su lado, mirándola a la cara, riendo y gritando algo con voz poco natural. El jefe de estación, al cruzarse con ella, le preguntó si iba a continuar viaje. Un muchacho que vendía kvasno le quitaba los ojos de encima. «Dios mío, ¿adonde puedo ir?», se dijo, alejándose cada vez más por el andén. Al llegar al extremo se detuvo. Unas señoras con unos niños, que habían ido a recibir a un señor con gafas y que reían y hablaban a gritos, se callaron y se quedaron mirándola cuando llegó a su altura. Anna apretó el paso y se apartó de ellos, acercándose aún más al borde del andén. En esos momentos se acercaba un tren de mercancías. El andén se estremeció, y Anna tuvo la impresión de que se había subido de nuevo al tren.
De pronto se acordó del hombre al que atropellaron el día de su primer encuentro con Vronski y comprendió lo que tenía que hacer. Con pasos rápidos y ligeros descendió por las escalerillas que llevaban del depósito de agua a la vía y se detuvo muy cerca del tren que pasaba. Miraba la parte baja de los vagones, los pernos, las cadenas y las altas ruedas de hierro fundido del primero, que rodaban lentamente, y trataba de calcular a ojo el punto medio entre las ruedas delanteras y traseras y el momento en que ese punto llegaría a su altura.
«¡Allí! —se decía, mirando en la sombra proyectada por el vagón la arena mezclada con carbón esparcida sobre la traviesa—. Allí, en el mismo centro. Lo castigaré y me libraré de todos y de mí misma.»
Quiso arrojarse bajo el primer vagón, cuyo punto medio llegó en esos momentos a su altura. Pero, al intentar desprenderse del bolso rojo, se entretuvo y no le dio tiempo: el punto medio había pasado ya. Había que esperar al segundo vagón. La embargó un sentimiento semejante al que experimentaba antes de meterse en el agua cuando se bañaba, y se santiguó. Ese gesto familiar suscitó en su alma toda una cascada de recuerdos de niñez y mocedad; de pronto, la tiniebla que lo cubría todo se esfumó, y por un momento la vida se le apareció con todas las luminosas alegrías del pasado. Pero no apartaba los ojos de las ruedas del segundo vagón, que estaba cada vez más cerca. En el preciso instante en que el punto medio llegó a su altura, tiró el bolso rojo y, hundiendo la cabeza entre los hombros, se arrojó debajo del vagón, cayendo sobre las manos; a continuación, con un ligero movimiento, como si se dispusiera a levantarse, se puso de rodillas. Entonces se horrorizó de lo que estaba haciendo. «¿Dónde estoy? ¿Qué hago? ¿Por qué?» Quiso incorporarse, retroceder; pero algo enorme e implacable le golpeó en la cabeza y la arrastró de espaldas. «¡Señor, perdónamelo todo!», murmuró, dándose cuenta de que era inútil luchar. El hombrecillo susurraba unas palabras, al tiempo que golpeaba una barra de hierro. Y la vela a cuya luz había leído ese libro lleno de angustias, decepciones, dolores y desdichas, resplandeció con más fuerza que nunca, iluminó lo que antes había estado sumido en tinieblas, chisporroteó, empezó a parpadear y se extinguió para siempre.
OCTAVA PARTE
I
Pasaron casi dos meses. Sólo a mediados de un caluroso verano Serguéi Ivánovich se dispuso a salir de Moscú.
Durante ese tiempo se habían producido diversos acontecimientos en su vida. Hacía ya un año que había terminado su libro, fruto de seis años de trabajo, que llevaba por título Ensayo sobre los fundamentos y las formas de Estado de Europa y de Rusia. Algunos fragmentos del libro, así como la introducción, habían aparecido en publicaciones periódicas, y Serguéi Ivánovich había leído otras partes a personas de su círculo, de modo que las ideas de la obra no eran completamente nuevas para el público. Pero, de todos modos, esperaba que la aparición del libro causara sensación en la sociedad y produjera, si no una revolución en el mundo científico, al menos una profunda conmoción en el ambiente intelectual.
Después de una minuciosa revisión, el libro había sido editado el año anterior y distribuido en librerías.
Aunque no le preguntaba nada a nadie sobre el libro, respondía de mala gana y con fingida indiferencia a las preguntas de sus amigos y ni siquiera solicitaba información a los libreros sobre las ventas, Serguéi Ivánovich aguardaba con mirada vigilante y atención reconcentrada las primeras impresiones que suscitaría en la sociedad y en los medios literarios.
Pero pasó una semana, luego otra y otra más, sin que se advirtiera ninguna reacción en el público. Sus amigos, especialistas y eruditos, a veces hablaban de él, sin duda por cortesía. Pero sus demás conocidos, a quienes no interesaba un libro tan especializado, ni siquiera lo mencionaron. Y en la sociedad, que especialmente en esos momentos estaba ocupada con otros asuntos, se recibió con total indiferencia. En cuanto a las revistas literarias, durante un mes no apareció ni un solo comentario al respecto.
Serguéi Ivánovich había calculado con detalle el tiempo necesario para que se publicara alguna reseña, pero pasó un mes y luego otro, y seguía reinando el mismo silencio.
Sólo en El Escarabajo del Norte 201en un artículo humorístico sobre el cantante Drabanti, que había perdido la voz, se decían de pasada unas palabras desdeñosas acerca del libro de Kóznishev, que ponían de manifiesto que el libro había sido condenado por todos y entregado a la irrisión general hacía mucho tiempo.
Por fin, al tercer mes apareció una crítica en una revista seria. Serguéi Ivánovich conocía al autor. Habían coincidido una vez en casa de Golubtsov.
Era un periodista muy joven y enfermo, con una pluma muy ágil, pero muy poco instruido y bastante tímido en las relaciones personales.
A pesar de su desprecio total por el autor, Serguéi Ivánovich leyó la crítica con el mayor de los respetos. Era terrible.
Por lo visto, el articulista había interpretado mal el significado del libro de manera deliberada. Pero había elegido las citas con tanta habilidad que para aquellos que no lo hubieran leído (y, evidentemente, casi nadie lo había leído) quedaba claro que la obra en su conjunto no era más que un cúmulo de palabras grandilocuentes, empleadas además con poco tino (lo que se indicaba con signos de interrogación), y que el autor del libro era un completo ignorante. Todo el artículo estaba escrito con tanto ingenio que ni siquiera Serguéi Ivánovich pudo dejar de admirarlo. Y eso era lo terrible.
A pesar de la completa imparcialidad con que Serguéi Ivánovich analizó la justicia de los argumentos del articulista, ni por un momento se paró a pensar en los defectos y errores de los que se burlaba —era demasiado evidente que los había escogido a propósito—, pero involuntariamente empezó a recordar, hasta en los menores detalles, su encuentro con el articulista y la conversación que entablaron.
«¿Acaso lo ofendí de alguna manera?», se preguntó.
Y, al recordar que durante ese encuentro había corregido a aquel jovencito cuando dijo una palabra que demostraba su ignorancia, Serguéi Ivánovich encontró la explicación del tono de la crítica.
Después de ese artículo se cernió sobre la obra un silencio de muerte: ni artículos en prensa ni comentarios de viva voz. Fue entonces cuando Serguéi Ivánovich comprendió que esa obra en la que había empleado seis años, realizada con tanto cariño y a costa de tantos esfuerzos, había pasado sin pena ni gloria.
La situación de Serguéi Ivánovich era aún más penosa porque, una vez terminado el libro, ya no tenía que ocuparse de la labor intelectual que había consumido la mayor parte de su tiempo.