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Y, al recordar todas las crueldades que Vronski le había dicho, se imaginaba las que probablemente habría querido y podido decirle, y se irritaba cada vez más.

«No la retengo —podría haberle dicho—. Puede marcharse a donde le plazca. No ha querido divorciarse de su marido seguramente porque quiere volver con él. Pues adelante. Si necesita usted dinero, no tiene más que pedírmelo. ¿Cuántos rublos le hacen falta?»

Las mayores crueldades que podría haberle dicho un hombre grosero se las dijo Vronski en su imaginación, y Anna no podía perdonárselo, como si las hubiera escuchado de sus propios labios.

«Y ayer mismo me hacía promesas de amor, como si fuera un hombre sincero y honrado. ¡Me he desesperado ya tantas veces sin razón alguna!», se decía a continuación.

Excepto las dos horas que le llevó la visita a la señora Wilson, pasó todo el día preguntándose si todo había terminado o había todavía una esperanza de reconciliación, si debía marcharse ese mismo día o convenía verlo una vez más. Lo estuvo esperando todo el día, y, por la noche, al retirarse a su habitación, al ordenar que le dijeran que le dolía la cabeza, había pensado: «Si entra a verme, a pesar de las palabras de la doncella, significará que aún me ama. Si no viene, quedará claro que todo ha terminado. Entonces, ya veré lo que debo hacer...».

Por la noche oyó el rumor del coche, la llamada de Vronski, sus pasos y su conversación con la doncella: se había creído lo que le habían dicho y se había retirado a su habitación sin requerir más detalles. Por tanto, todo había terminado.

Y la muerte se le apareció con toda viveza y claridad como el único medio de restaurar el amor en el corazón de Vronski, de castigarlo y salir victoriosa de la batalla que ese espíritu maligno alojado en su corazón libraba con él.

Ahora le daba todo lo mismo: marcharse a Vozdvízhenskoie o quedarse, que su marido le concediera o le negara el divorcio. Todo eso era ya intrascendente. Sólo una cosa le importaba: castigarlo.

Cuando vertió en un vaso la dosis habitual de opio pensó que bastaría con tomarse todo el frasquito para morir, y la solución le pareció tan sencilla y fácil que se puso a pensar de nuevo con placer en cómo Vronski se atormentaría, se arrepentiría y veneraría su memoria cuando ya fuera demasiado tarde. Yacía en la cama con los ojos abiertos, mirando a la luz de una vela que acababa de consumirse las molduras del techo y la sombra que proyectaba un biombo, y se imaginaba con viveza lo que sentiría Vronski cuando ella hubiera dejado de existir y no fuese más que un recuerdo. «¿Cómo pude decirle esas palabras tan crueles? —se preguntaría—. ¿Cómo pude salir de la habitación sin decirle nada? Pero ahora ya no está. Se ha marchado para siempre de nuestro lado. Está allí...» De pronto la sombra del biombo osciló, se extendió por las molduras y por el techo; otras sombras salieron a su encuentro desde el lado opuesto. Por un instante retrocedieron, pero luego, al poco rato, volvieron a desplazarse con renovada rapidez, vacilaron un poco, se fundieron y todo quedó en penumbras. «¡La muerte!», pensó Anna. Y se apoderó de ella tal horror que durante un buen rato fue incapaz de comprender dónde estaba y de coger con sus manos trémulas una cerilla para encender otra vela en lugar de la que se había consumido y apagado. «¡No, cualquier cosa es mejor con tal de vivir! Yo le quiero y él me quiere. Todo esto pasará», se decía, sintiendo que lágrimas de alegría, motivadas por ese regreso a la vida, rodaban por sus mejillas. Y, para liberarse de la sensación de terror, se dirigió a toda prisa al despacho de Vronski.

Éste se había quedado profundamente dormido. Anna se acercó y, alumbrando su rostro desde arriba, se quedó mirándolo largo rato. Ahora, viéndolo dormido, le embargó un amor tan grande que no pudo contener las lágrimas de ternura; pero sabía que si se despertaba la contemplaría con esa mirada fría, convencido de tener razón, y que ella, antes de hablarle de su amor, tendría que demostrarle que había sido injusto con ella. Sin despertarlo, volvió a su habitación, y, después de tomar una segunda dosis de opio, se durmió poco antes del amanecer con un sueño pesado y a la vez poco profundo, pues en ningún momento la abandonó la conciencia de sí misma.

Por la mañana la despertó una terrible pesadilla que ya había tenido varias veces antes incluso de conocer a Vronski. Un viejecito de barba enmarañada estaba haciendo algo, inclinado sobre unos hierros, al tiempo que pronunciaba en francés unas palabras sin sentido. Como siempre que la asaltaba esa pesadilla (y eso era precisamente lo que la volvía tan horrible), Anna se daba cuenta de que ese hombrecillo no le prestaba atención y seguía ocupándose de esos hierros, sin duda haciendo algo horrible. Se despertó cubierta de un sudor frío.

Cuando se levantó, recordó como en una especie de bruma el día anterior.

«Hemos discutido, algo que ya ha sucedido varias veces. Le dije que me dolía la cabeza y él no pasó a verme. Mañana nos marchamos. Tengo que verlo y ocuparme de los preparativos del viaje», se dijo. Sabiendo que estaba en el despacho, se dirigió allí. Al pasar por el salón, oyó que en la entrada se había detenido un carruaje, echó un vistazo por la ventana y vio un coche. Apoyada en la portezuela, una muchacha de sombrero lila le decía algo al criado que estaba llamando a la puerta. Después de intercambiar unas palabras en la entrada, alguien subió al piso de arriba, y al poco rato se oyeron los pasos de Vronski, que bajaba rápidamente las escaleras. Anna volvió a acercarse a la ventana. Vronski había salido a la escalinata con la cabeza descubierta y se había acercado al carruaje. La muchacha del sombrero lila le entregó un paquete. Vronski, sonriendo, le dijo algo. El coche partió, y Vronski subió corriendo la escalera.

La niebla que envolvía el alma de Anna se desvaneció de pronto. Los sentimientos de la víspera atenazaron con nuevo dolor su corazón enfermo. Ya no podía entender cómo había podido humillarse hasta el punto de haber pasado un día entero con él en su casa. Entró en el despacho de Vronski para anunciarle su decisión.

—La princesa Sorókina ha pasado con su hija para traerme el dinero y los documentos de maman. No pudieron entregármelos ayer. ¿Se te ha pasado ya el dolor de cabeza? —preguntó con serenidad, haciendo caso omiso de la expresión sombría y solemne de Anna.

De pie en medio de la habitación, lo miraba fijamente en silencio. Vronski también la miró, frunció el ceño por un instante y siguió leyendo una carta. Anna se volvió y salió lentamente de la habitación. Vronski aún podía haberla detenido, pero la dejó llegar hasta la puerta sin decir palabra. Sólo se oía el rumor de las hojas al volverlas.

—A propósito —dijo, cuando Anna ya se encontraba en el umbral—, nos vamos mañana definitivamente, ¿verdad?

—Usted sí, yo no —respondió Anna, volviéndose hacia él.

—Anna, así no se puede vivir...

—Usted sí, yo no —repitió ella.

—¡Esto se está volviendo insoportable!

—Se... se arrepentirá usted —añadió Anna y salió.

Asustado por la expresión desesperada con que Anna había pronunciado esas palabras, Vronski se levantó de un salto e hizo ademán de correr tras ella, pero, después de pensárselo dos veces, volvió a sentarse, apretó con fuerza los dientes y frunció el ceño. Esa amenaza, que juzgaba inconveniente, le irritó. «Lo he intentado todo —se dijo—. Lo único que me queda es no hacerle caso», y empezó a prepararse para ir a la ciudad y luego a casa de su madre, cuya firma necesitaba para los poderes.

Anna oyó el ruido de sus pasos en el despacho y en el comedor. Él se detuvo en el salón, pero, en lugar de pasar a verla, dio órdenes de que entregasen el potro a Vóitov en su ausencia. Luego Anna oyó cómo traían el coche, cómo se abría la puerta y él salía. De pronto volvió a entrar en el vestíbulo y alguien subió corriendo las escaleras: a Vronski se le habían olvidado los guantes y el ayuda de cámara venía a buscarlos. Anna se acercó a la ventana y vio cómo cogía los guantes sin mirar al criado, tocaba con la mano la espalda del cochero y le decía algo. Luego, sin levantar los ojos a las ventanas, adoptó su postura habitual cuando viajaba en coche, con las piernas cruzadas, y empezó a ponerse los guantes. Entonces el coche desapareció tras la esquina.

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