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XXVII

«¡Se ha marchado! ¡Todo ha terminado!», se dijo Anna, de pie al lado de la ventana. Y en respuesta a ese pensamiento, las dos impresiones de la víspera —la penumbra que se instauró en la habitación cuando se apagó la vela y la horrible pesadilla— se fundieron en una sola, llenando su corazón de espanto.

—¡No, esto no puede ser! —gritó y, cruzando la habitación, llamó con insistencia. Ahora le daba tanto miedo quedarse sola que, sin esperar a que llegara el criado, salió en su busca.

—Entérese de adonde ha ido el conde —dijo.

El criado le contestó que había ido a las cuadras.

—Me ordenó decirle que el coche volverá en seguida, por si quiere usted salir.

—Muy bien. Espere. Voy escribir una nota. Dígale a Mijáila que la lleve a las cuadras. Rápido.

Anna se sentó y escribió lo siguiente: «Toda la culpa es mía. Vuelve a casa, tenemos que aclarar las cosas. Por el amor de Dios, ven. Tengo miedo».

Selló la carta y se la entregó al criado.

Como temía quedarse sola, en cuanto el criado salió, se dirigió a la habitación de la niña.

«¡Ah, no es él, no es él! ¿Dónde están sus ojos azules, su sonrisa delicada y tímida?», fue lo primero que se le pasó por la cabeza cuando vio a su hija regordeta y rubicunda, con sus negros cabellos rizados, en lugar de a Seriozha, a quien, en su confusión, había esperado encontrar allí. La niña, sentada a la mesa, daba fuertes y repetidos golpes con un tapón y miraba inexpresiva a su madre con sus ojos negros como el azabache. Después de decir, en respuesta a una pregunta de la inglesa, que ya se encontraba bien y que al día siguiente se marcharían al campo, Anna se sentó al lado de la niña y se puso a dar vueltas al tapón de la garrafa. Pero la risa fuerte y sonora de la niña y los movimientos que hacía con las cejas le recordaron tanto a Vronski que se levantó a toda prisa y salió, conteniendo los sollozos. «¿Es posible que haya terminado todo? No, no puede ser —pensó—. Volverá. Pero ¿cómo podrá explicarme esa sonrisa y esa animación después de haber hablado con ella? Aunque no me dé ninguna explicación, le creeré de todos modos. Si no le creo, no me queda más que una salida. Y no quiero llegar a tal extremo.»

Consultó el reloj. Habían pasado doce minutos. «Ahora ya habrá recibido mi nota y estará de camino. No tendré que esperar mucho, unos diez minutos más... Pero ¿qué sucederá si no viene? No, eso no puede ser. No puede verme con los ojos enrojecidos por el llanto. Voy a lavarme. Sí, sí, ¿me he peinado o no? —se preguntó. Pero no fue capaz de recordarlo. Se palpó la cabeza con la mano—. Sí, me he peinado, aunque no sabría decir cuándo.» Como no acababa de convencerse, se acercó a un espejo para cerciorarse. Sí, se había peinado, aunque se había olvidado por completo. «¿Quién es ésa? —se dijo, contemplando en el espejo su rostro hinchado y el fulgor extraño de los ojos, que la miraban con pavor—. Pero si soy yo», comprendió de pronto y, mientras examinaba toda su figura, creyó sentir en su piel los besos de Vronski. Se estremeció y sacudió los hombros. Luego se llevó una mano a los labios y se la besó.

«Pero ¿qué es esto? Me estoy volviendo loca», se dijo, mientras se dirigía al dormitorio, que Annushka estaba arreglando.

—Ánnushka —exclamó, deteniéndose delante de ella y mirándola, sin saber qué decirle.

—¿No quería ir usted a casa de Daria Aleksándrovna? —le preguntó la doncella, como si hubiera adivinado lo que le pasaba a su señora.

—¿A casa de Daria Aleksándrovna? Sí, ¿por qué no?

«Tardaré quince minutos en ir y otros tantos en volver. Él ya está de camino. No tardará en llegar —se dijo, sacando el reloj y consultando la hora—. Pero ¿cómo ha podido marcharse, dejándome en este estado? ¿Cómo puede seguir haciendo su vida cuando no se ha reconciliado conmigo?» Se acercó a la ventana y se quedó mirando la calle. Por el tiempo que había transcurrido, la verdad es que ya podía haber regresado. Pero tal vez se hubiera equivocado en el cálculo. De nuevo trató de recordar cuándo se había marchado y se puso a contar los minutos.

En el momento en que se disponía a consultar el reloj del salón para comprobar si el suyo estaba en hora, un carruaje se detuvo en la entrada. Miró por la ventana y vio el coche de Vronski. Pero nadie subía por la escalera y abajo se oían voces. Era Mijáila, que había vuelto en el coche. Anna bajó a hablar con él.

—No he encontrado al conde. Ya se había marchado para la estación de Nizhni Nóvgorod.

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres? —le dijo Anna al alegre y rubicundo Mijáila cuando éste le devolvió la nota. «Ah, claro, no la ha recibido», recapacitó—. Lleva esta misma nota a la casa de campo de la condesa Vrónskaia. ¿Sabes dónde está? Y tráeme en seguida la contestación —añadió.

«¿Y qué voy a hacer ahora? —pensó—. Sí, iré a casa de Dolly. De otro modo, acabaré volviéndome loca. También puedo ponerle un telegrama.» Y escribió el siguiente telegrama:

«Necesito hablarte. Ven en seguida».

Después de entregárselo al criado, fue a vestirse. Una vez vestida, con el sombrero puesto, miró a los ojos a la tranquila Annushka, que en los últimos tiempos había engordado. En sus bondadosos ojillos grises se adivinaba una compasión sincera.

—Annushka, querida, ¿qué voy a hacer? —exclamó Anna, entre sollozos, desplomándose sin fuerzas en un sillón.

—¡No debe usted inquietarse tanto, Anna Arkádevna! Son cosas que pasan. Salga usted un poco, distráigase —le aconsejó la doncella.

—Sí, creo que voy a salir —dijo Anna, recobrándose y poniéndose en pie—. Si llegara un telegrama en mi ausencia, envíelo a casa de Daria Aleksándrovna... O mejor no, volveré en seguida.

«Sí, es mejor no pensar, hacer algo, ir a alguna parte. Lo más importante es salir de esta casa», se dijo, escuchando con horror los terribles latidos de su corazón. Salió apresuradamente y se acomodó en el coche.

—¿Adonde quiere ir la señora? —preguntó Piotr, antes de sentarse en el pescante.

—A la calle Známenka, a casa de los Oblonski.

 

XXVIII

El cielo estaba despejado. Durante toda la mañana había estado cayendo una llovizna menuda, pero desde hacía un rato había aclarado. Los tejados de hierro, las losas de las aceras, los adoquines de las calzadas, las ruedas, los correajes, los adornos de cobre y de latón de los carruajes: todo brillaba con fuerza bajo el sol de mayo. Eran las tres, la hora de mayor animación en las calles.

Sentada en un rincón del cómodo vehículo, que apenas oscilaba sobre las elásticas ballestas a la rápida marcha de los caballos grises, Anna, en medio del estrépito incesante de las ruedas y de las impresiones que tan rápidamente se sucedían al aire libre, repasó de nuevo los acontecimientos de esos últimos días, y su situación se le antojó muy distinta a como se la había imaginado en casa. Ni siquiera la idea de la muerte le parecía tan terrible y clara, y ya no la consideraba inevitable. Ahora se reprochaba haber aceptado esa humillación. «Le suplico que me perdone. Me he sometido. Me he reconocido culpable. ¿Por qué? ¿Acaso no puedo vivir sin él?» Y, sin responder a la pregunta, se puso a leer los letreros de los establecimientos. «Oficina y almacén. Dentista. Sí, se lo contaré todo a Dolly. Vrosnki no le gusta. Me dará vergüenza y sufriré, pero se lo contaré todo. Dolly me quiere, así que seguiré su consejo. No voy a someterme, no le permitiré que me dé lecciones. Filíppov, pastelero. Según dicen, lleva también la masa a San Petersburgo. Y es que el agua de Moscú es tan buena. Y los pozos y las tortas de Mitischi.» Y se acordó de un día muy lejano, cuando, con sólo diecisiete años, fue con su tía al monasterio de la Trinidad. «Todavía en coche de caballos. ¿De verdad era yo esa niña de manos rojas? Cuántas cosas que antes me parecían maravillosas e inaccesibles se han vuelto insignificantes, y, en cambio, lo que antes estaba al alcance de la mano se ha vuelto inalcanzable para siempre. ¿Habría creído entonces que llegaría a semejante grado de humillación? ¡Qué orgulloso y satisfecho se sentirá al recibir mi nota! Pero yo le demostraré... Qué mal huele esta pintura. ¿Por qué estarán siempre pintando y edificando? Modas y confecciones», leyó. Un hombre la saludó. Era el marido de Ánnushka. «Nuestros parásitos —recordó el dicho de Vronski—. ¿Nuestros? ¿Por qué nuestros? Qué terrible que no podamos arrancar el pasado de raíz. No se puede arrancar, pero sí borrar su recuerdo. Y yo lo haré.» Entonces evocó su vida con Alekséi Aleksándrovich y se sorprendió de la facilidad con que lo había borrado de la memoria. «Dolly pensará que abandono a mi segundo marido y que, por tanto, probablemente me equivoco. Pero ¿acaso pretendo tener razón? ¡No puede ser!», se dijo y sintió deseos de echarse a llorar. Pero al momento se preguntó por qué sonreirían así dos muchachas con las que se cruzó. «¿No será por algún asunto amoroso? No saben lo triste y lo denigrante que es el amor... El bulevar, los niños. Tres niños corren y juegan a los caballos. ¡Seriozha! Lo perderé todo y no lo recuperaré nunca. Sí, todo está perdido si él no regresa. ¿Y si hubiera perdido el tren y hubiera regresado ya a casa? ¡Otra vez quieres humillarte! —se dijo—.

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