—¿Y por qué piensas que esa noticia me importa tanto que es preciso ocultármela? —dijo Anna con enfado, pues veía que Vronski había cambiado de tema porque se había percatado de su irritación—. Ya te he dicho que no quiero pensar en eso, y desearía que a ti te preocupara tan poco como a mí.
—Me preocupa porque me gusta la claridad —replicó él.
—No hay que buscar la claridad en las formas, sino en el amor —dijo Anna, cada vez más irritada, no tanto por las palabras en sí, como por la fría serenidad con que él las pronunciaba—. ¿Por qué es tan importante para ti el divorcio?
«Dios mío, ya estamos otra vez con el amor», pensó Vronski, con una mueca de disgusto.
—Lo sabes perfectamente: por ti y por los hijos que tengamos.
—No tendremos más.
—Pues es una pena.
—Es importante por los niños. Pero en mí no piensas —dijo, olvidando completamente, como si no lo hubiera oído, lo que Vronski acaba de decir: «Por ti y por los niños».
La cuestión de los hijos, sobre la que tenían posiciones encontradas desde hacía tiempo, la exasperaba. Para Anna, esa insistencia en tener más hijos sólo podía explicarse porque se había vuelto indiferente a su belleza.
—Ah, pero si acabo de decirte que también por ti. Sobre todo por ti —repitió Vronski, haciendo una mueca como de dolor—. Estoy seguro de que buena parte de tu irritación se debe a la incertidumbre de tu situación.
«Sí, por fin ha dejado de fingir y ha puesto de manifiesto el frío odio que siente por mí», pensó Anna, sin escuchar sus palabras, mirando con espanto al juez cruel e impasible que la miraba a través de sus ojos, haciéndole burla.
—La causa de mi irritación, como tú la llamas, no es ésa —dijo—. ¿Cómo va a irritarme estar por completo en tu poder? ¿Puede hablarse en ese caso de incertidumbre? Al contrario.
—Lamento mucho que no quieras entenderme —la interrumpió Vronski, deseando exponer de una vez por todas su punto de vista—. La incertidumbre se debe a que te figuras que yo soy libre.
—En cuanto a eso, puedes estar completamente tranquilo —dijo Anna y, dándole la espalda, se puso a beber su café.
Levantó la taza, separando el dedo meñique, y se la llevó a los labios. Después de tomar unos sorbos, se lo quedó mirando, y por la cara que ponía comprendió claramente que le repugnaban su mano, su gesto y el ruido que hacía con los labios.
—No me importa nada lo que piense tu madre ni los planes que ha hecho para casarte —dijo, dejando la taza en la mesa con mano temblorosa.
—No estamos hablando de eso ahora.
—Claro que sí. Y te aseguro que no me interesa nada una mujer sin corazón, ya sea vieja o joven, tu madre o una desconocida. No quiero saber nada de ella.
—Anna, te ruego que no hables de mi madre con esa falta de respeto.
—Una mujer que no adivina dónde están la felicidad y el honor de su hijo es que no tiene corazón.
—Te repito que no hables en ese tono de mi madre, por quien siento un profundo respeto —dijo Vronski, alzando la voz y mirándola con severidad.
Anna no respondió. Examinó con atención su rostro y sus manos, recordó con todo detalle la reconciliación de la víspera y las caricias apasionadas. «¡A cuántas mujeres habrá prodigado esas mismas caricias! Y lo que quiere ahora es seguir prodigándolas», pensaba.
—No quieres a tu madre. ¡No son más que palabras, palabras y palabras! —exclamó Anna, mirándole con odio.
—En tal caso habría que...
—Habría que decidirse, y yo ya lo he hecho —dijo Anna, e hizo ademán de marcharse, pero en ese momento entró en la habitación Yashvín. Anna lo saludó y se detuvo.
¿Por qué en un momento tan trascendental, cuando se veía abocada a una situación que podía tener consecuencias nefastas en su vida, y en su alma se había desatado semejante tempestad, le parecía necesario fingir delante de un extraño que tarde o temprano acabaría enterándose de todo? Ni ella misma lo sabía. Pero, en cualquier caso, dominando las pasiones que se habían desencadenado en su interior, se sentó y se puso a hablar con el recién llegado.
—Bueno, ¿cómo va su asunto? ¿Ha cobrado ya la deuda? —le preguntó a Yashvín.
—Va bien, pero parece que no cobraré toda la suma, y el miércoles tengo que marcharme. Y ustedes, ¿cuándo piensan partir? —preguntó Yashvín, mirando a Vronski con el ceño fruncido. Por lo visto, había adivinado que entre los dos había estallado una nueva disputa.
—Creo que pasado mañana —respondió Vronski.
—En cualquier caso, parece que llevan mucho tiempo preparándose.
—Pero esta vez nos hemos decidido —dijo Anna, sin apartar los ojos de Vronski, como dándole a entender que no había ninguna posibilidad de reconciliación—. ¿Es que no le da pena de ese desdichado de Pestsov? —preguntó, continuando la conversación que había entablado con Yashvín.
—Pues la verdad es que no me lo he preguntado, Anna Arkádevna. Tampoco en la guerra te preguntas si te da pena o no. Toda mi fortuna está aquí —dijo, señalando un bolsillo lateral—, y ahora soy un hombre rico. Hoy mismo iré al casino y puede que salga de allí como un mendigo. Pues el que se siente a jugar conmigo también querrá dejarme sin camisa, como yo a él. Será como un combate y ahí está la gracia.
—Y si estuviera usted casado, ¿cómo se lo tomaría su mujer? —preguntó Anna.
Yashvín se echó a reír.
—Precisamente por eso no me he casado nunca ni tengo intención de hacerlo.
—¿Y Helsingfors? —preguntó Vronski, interviniendo en la conversación, y echó un vistazo al rostro risueño de Anna.
Al percibir su mirada, Anna adoptó de pronto una expresión fría y severa, con la que pretendía decirle: «No me he olvidado. Todo sigue igual».
—¿Es que no ha estado enamorado? —le preguntó a Yashvín.
—¡Ah, Señor! ¡Muchas veces! Pero vea usted: hay quien puede sentarse a echar una partida y levantarse de la mesa cuando llega la hora del rendez-vous. Yo, en cambio, puedo ocuparme de asuntos del corazón, pero a condición de que no me impidan llegar a tiempo a la mesa de juego cada tarde. Así he organizado mi vida.
—No, no le pregunto por eso, le hablo del presente —Anna se refería a Helsingfors, pero no quería pronunciar una palabra que había dicho Vronski.
Llegó Vóitov para comprarle un potro a Vronski. Anna aprovechó la circunstancia para levantarse y salir de la habitación.
Antes de marcharse, Vronski pasó a verla. Ella hizo como si estuviera buscando algo en la mesa, pero, avergonzada de fingir, le miró directamente a la cara con frialdad.
—¿Qué quieres? —le preguntó en francés.
—Vengo a coger el certificado de Gambetta. Lo he vendido —respondió Vronski en un tono de voz que decía con mayor claridad que cualquier palabra: «No tengo tiempo para explicaciones; además, no conducirían a nada».
«No tengo la culpa de nada —pensó—. Si quiere mortificarse, tant pis pour elle.» 197
Pero, en el momento de salir, le pareció que le había dirigido la palabra, y su corazón se estremeció de compasión.
—¿Qué dices, Anna? —preguntó.
—Nada —respondió ella con la misma frialdad y serenidad.
«Pues si no es nada, tant pis», pensó Vronski, recobrando ese aire displicente, y se volvió para salir. Ya en el umbral, vio el rostro de Anna en el espejo, pálido y con los labios temblorosos. Estuvo a punto de detenerse para decirle una palabra amable, pero sus piernas le llevaron fuera de la habitación antes de que se le ocurriera algún comentario. Pasó todo el día fuera de casa y cuando regresó, a última hora de la tarde, la doncella le dijo que a Anna Arkádevna le dolía la cabeza y que le había rogado que no entrara a verla.
XXVI
Nunca había durado una disputa un día entero. Era la primera vez. Y no se trataba de una mera discusión. Era una muestra evidente de un alejamiento definitivo. ¿Cómo era posible que pudiera mirarla como lo había hecho cuando entró en la habitación a coger el certificado? Había visto que estaba desesperada, con el corazón hecho trizas y, sin embargo, había salido en silencio, con esa expresión de indiferencia e impasibilidad. No es que se hubiera vuelto frío con ella, es que la odiaba porque amaba a otra mujer. No cabía la menor duda.