—¿Qué quieres decir con eso? —gritó Anna, examinando con horror la manifiesta expresión de odio que se reflejaba en toda su cara, y de manera especial en los ojos amenazantes y crueles.
—Quiero decir... —empezó Vronski, pero se detuvo—. Lo que me gustaría saber es lo que pretendes de mí.
—¿Y qué voy a pretender? Únicamente que no me abandones, como piensas hacer —respondió Anna, comprendiendo lo que Vronski no se había atrevido a decir—. Pero no, la verdad es que eso ha pasado ahora a un segundo plano. Lo que deseo es que me ames, pero tú ya no me quieres. Por lo tanto, todo ha terminado.
Anna se dirigió a la puerta.
—¡Espera! ¡Es... pera! —exclamó Vronski, sin distender el tortuoso pliegue de las cejas, sujetándola por un brazo—. ¿A qué viene todo esto? Te he dicho que hay que aplazar la partida tres días y tú me has contestado que miento y que no soy de fiar.
—Sí, y repito que un hombre que me reprocha haberlo sacrificado todo por mí —dijo, recordando otro comentario de una discusión previa—, no es que no sea de fiar, es que no tiene corazón.
—¡No puedo más! ¡He llegado al límite de mi paciencia! —gritó y se apresuró a soltarle el brazo.
«Es evidente que me odia —pensó Anna, y salió de la habitación con pasos inseguros, sin pronunciar palabra ni volverse—. Y más seguro aún es que se ha enamorado de otra mujer —se dijo, entrando en su cuarto—. Quiero amor, pero él no me ama. Por lo tanto, todo ha terminado —repitió las mismas palabras que había dicho antes—. Hay que acabar con esto. Pero ¿cómo?», se preguntó, sentándose delante del espejo.
Le asaltaron diversos pensamientos: ¿adonde podría ir, a casa de la tía que la había educado, con Dolly o simplemente al extranjero, ella sola?; ¿qué estaría haciendo Vronski en su despacho?; ¿habría sido definitiva esa discusión o sería posible una reconciliación?; ¿qué dirían ahora de ella sus antiguas amistades petersburguesas?; ¿cómo interpretaría Alekséi Aleksándrovich lo sucedido? Se le pasaron por la cabeza muchas otras cosas sobre lo que sucedería después de la ruptura, pero no se entregó a ellas de todo corazón. Había en su alma una idea vaga que le interesaba, pero no acababa de formularla con claridad. Al pensar de nuevo en Alekséi Aleksándrovich, le vino a la memoria la época en que había estado tan enferma, después de dar a luz, y esa sensación que entonces no la abandonaba ni un instante: «¿Por qué no me habré muerto?». Recordó las palabras que había pronunciado en aquella ocasión y el sentimiento que las había suscitado. Y de pronto la idea que le había estado rondado cobró forma. Sí, eso lo resolvería todo: «¡Sí, morir!»...
«La muerte lo borraría todo: la deshonra y el oprobio de Alekséi Aleksándrovich y de Seriozha, y mi horrible vergüenza. Si muero, Vronski se arrepentirá, se apiadará, me amará y sufrirá por mí.» Seguía sentada en la silla, con una sonrisa de compasión por sí misma, quitándose y poniéndose los anillos de la mano izquierda, mientras se representaba con enorme vivacidad, desde distintos ángulos, los sentimientos que embargarían a Vronski después de su muerte.
Un rumor de pasos que se acercaban la distrajo. Era Vronski. Fingiendo que estaba poniendo los anillos en su sitio, ni siquiera le miró.
Vronski se acercó y, cogiéndole la mano, dijo en voz baja:
—Anna, vámonos pasado mañana, si quieres. Estoy de acuerdo con todo —Anna guardaba silencio—. ¿Qué pasa? —preguntó Vronski.
—Ya lo sabes —exclamó Anna, y en ese momento, incapaz de seguir dominándose, estalló en sollozos—. ¡Abandóname de una vez! ¡Déjame! —decía entre lágrimas—. Me marcharé mañana... Y no me detendré ahí. ¿Quién soy yo? Una mujer depravada. Una carga para ti. ¡No quiero atormentarte! ¡No quiero! Te dejo libre. ¡No me quieres! ¡Te has enamorado de otra!
Vronski le suplicó que se tranquilizara y le aseguró que sus celos no tenían el menor fundamento, que nunca había dejado ni dejaría de quererla, que la quería más que antes.
—Anna, ¿por qué te atormentas de ese modo y me atormentas a mí? —preguntó, besándole las manos.
En ese momento su rostro expresaba ternura, y a Anna le pareció que había lágrimas en su voz y que tenía las manos húmedas. Por un instante sus celos desesperados se transformaron en una ternura apasionada e incontrolable. Lo abrazó y le cubrió de besos la cabeza, el cuello, las manos.
XXV
Convencida de que la reconciliación era completa, a la mañana siguiente Anna se ocupó con gran animación de los preparativos del viaje. Aunque no habían decidido si se marcharían el lunes o el martes, pues la noche anterior los dos habían cedido en sus pretensiones, ella se afanaba con el equipaje. Ahora le daba exactamente lo mismo partir un día antes o después. Estaba en su habitación, metiendo algunas prendas de ropa en un baúl abierto, cuando Vronski, ya vestido, entró a verla más temprano que de costumbre.
—Me voy en seguida a ver a maman. Puede mandarme el dinero por medio de Yegórov. Así que, por mí, podemos marcharnos mañana.
A pesar de que Anna estaba de buen humor, la mención de la visita a casa de la madre la hirió.
—No, no me dará tiempo a prepararlo todo —dijo, y acto seguido pensó: «Así que se podían arreglar las cosas como yo quería»—. No, haremos lo que querías. Vete al comedor. Yo iré en seguida, en cuanto aparte estas cosas que no necesito —añadió, poniendo en el brazo de Ánnushka, cargada ya con una pila de ropa, alguna prenda más.
Vronski se estaba tomando un filete cuando Anna entró en el comedor.
—No puedes figurarte lo harta que estoy de estas habitaciones —dijo, sentándose a su lado, delante de una taza de café—. No puede haber nada más horrible que estas chambres garnies. 196No tienen expresión ni alma. Ese reloj, esas cortinas y, sobre todo, ese papel pintado son una pesadilla. Pienso en Vozdvízhenskoie como en una tierra prometida. ¿No vas a mandar todavía los caballos?
—No, llegarán después de nosotros. ¿Vas a ir a alguna parte?
—Quería ir a ver a la señora Wilson y llevarle unos vestidos. Entonces, ¿nos vamos mañana? —preguntó con voz alegre, pero la expresión de su rostro cambió de pronto.
El ayuda de cámara de Vronski vino a pedir el recibo de un telegrama de San Petersburgo. No tenía nada de particular que Vronski recibiera un telegrama, pero, como si quisiera ocultarle algo, dijo que el recibo estaba en su despacho y se dirigió apresuradamente a Anna.
—Mañana sin falta acabaré todo lo que tengo que hacer.
—¿De quién es el telegrama? —preguntó Anna, sin escucharle.
—De Stiva —respondió Vronski de mala gana.
—¿Y por qué no me lo has enseñado? ¿Qué secretos puede haber entre Stiva y yo?
Vronski llamó al ayuda de cámara y le pidió que trajera el telegrama.
—No he querido enseñártelo porque Stiva tiene la pasión de enviar telegramas. ¿Para qué telegrafiar cuando aún no se ha decidido nada?
—¿Es sobre el divorcio?
—Sí, pero lo único que dice es que no ha podido conseguir nada. Le ha prometido darle una respuesta definitiva en el plazo de unos días. Toma, léelo.
Anna cogió el telegrama con manos temblorosas y leyó lo que Vronski acababa de decirle. Pero al final Stepán Arkádevich había añadido: «Hay pocas esperanzas, pero haré lo imposible».
—Ayer te dije que me daba exactamente lo mismo cuándo obtuviera el divorcio y hasta la posibilidad de que me lo concedieran —dijo, ruborizándose—. Así que no había ninguna necesidad de que me lo ocultaras.
«De la misma manera puede ocultarme su correspondencia con otras mujeres. Sí, seguro que lo hace», pensó.
—Yashvín quería venir esta mañana con Vóitov —dijo Vronski—. Por lo visto, le ha ganado a Pestsov todo lo que tenía, e incluso más de lo que puede pagar: alrededor de sesenta mil rublos.