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El comentario irritó a Anna, pues se lo tomó como una alusión despectiva a sus ocupaciones. Así que trató de buscar una frase que le permitiera vengarse del dolor que le había causado.

—No esperaba que mostraras comprensión por mis sentimientos, como suelen hacer las personas enamoradas, pero al menos pensaba que podía contar con tu delicadeza.

Tan grande fue la irritación de Vronski que se ruborizó y dijo algo desagradable. Anna ya no se acordaba de lo que le había contestado, pero en ese momento él había añadido, con la única intención de herirla:

—La verdad es que me disgusta tu inclinación por esa muchacha, porque me parece que no es del todo natural.

Esta crueldad, con la que acababa de destruir el mundo que Anna se había construido con tanto esfuerzo para soportar su penosa existencia, esa injusta acusación de hipocresía y de falta de naturalidad, la hicieron estallar.

—Lamento mucho que sólo te parezcan comprensibles y naturales los aspectos más groseros y materiales de la existencia —replicó y salió de la habitación.

Cuando Vronski pasó a verla por la noche, no mencionaron la discusión que habían tenido, pero ambos eran conscientes de que ninguno de los dos la había olvidado, y que aquello no era más que una tregua momentánea.

Acosada por la soledad, pues Vronski había pasado todo el día fuera, y arrepentida de haber discutido con él, Anna ardía en deseos de olvidarlo y perdonarlo todo, y tal era su afán de reconciliación que se culpaba de lo sucedido y le daba la razón.

«La culpa es mía. Estoy siempre de mal humor y me dejo llevar por unos celos insensatos. Nos reconciliaremos, nos marcharemos al campo y allí recobraré la serenidad», se decía.

«No es del todo natural», recordó de pronto el comentario que tanto la había ofendido, no tanto por las palabras en sí como por la intención de hacerle daño.

«Sé lo que ha querido decir. No es natural que sienta afecto por una criatura ajena cuando no quiero a mi propia hija. ¿Qué entenderá él del amor a los hijos, de mi amor por Seriozha, que he sacrificado por él? ¡Y ese deseo de herirme! Sí, se ha enamorado de otra mujer, no cabe otra explicación.»

Consciente de que, aunque trataba de tranquilizarse, había vuelto a cerrar de nuevo el círculo que había completado tantas veces, volviendo a la irritación inicial, se horrorizó de sí misma: «¿De verdad es imposible? ¿Es imposible que me reconozca culpable —se dijo y volvió a empezar otra vez desde el principio—. Es un hombre sincero y honrado. Me quiere y yo también a él. Dentro de unos días obtendré el divorcio. ¿Qué más necesito? Un poco de serenidad y de confianza. Sí, me echaré la culpa. En cuanto venga, le diré que la culpa es mía, aunque no sea verdad, y nos iremos.»

Y para no seguir pensando y sofocar su irritación, tocó a la campanilla y pidió que le trajeran los baúles para meter las cosas que quería llevarse al campo.

A las diez llegó Vronski.

 

XXIV

—¿Te lo has pasado bien? —preguntó Anna, saliendo a recibirle con una expresión sumisa y culpable.

—Como de costumbre —respondió Vronski, comprendiendo con una sola mirada que ya se le había pasado el enfado.

Aunque hacía tiempo que se había acostumbrado a sus cambios de humor, se alegró mucho de encontrarla tan animada, pues esa noche él mismo se hallaba en una excelente disposición de ánimo.

—Pero ¿qué es lo que veo? ¡Muy bien hecho! —exclamó, señalando los baúles amontonados en la entrada.

—Sí, es preciso que nos marchemos. He ido a dar un paseo en coche y me lo he pasado tan bien que me han entrado ganas de volver a la finca. ¿O tienes algo que hacer aquí?

—No deseo otra cosa que partir. Voy a cambiarme de ropa y ahora seguimos hablando. Ordena que sirvan el té.

Y se dirigió a su despacho.

Había algo ofensivo en la expresión: «¡Muy bien hecho!». Así se les habla a los niños cuando cejan en sus caprichos. Y aún más ofensivo era el contraste ente el tono culpable de Anna y el de Vronski, lleno de confianza en sí mismo. Por un instante, volvió a despertarse en ella el afán de discutir. No obstante, haciendo un esfuerzo, se dominó y recibió a Vronski con la misma alegría de antes.

Cuando éste entró en su habitación, Anna le contó, repitiendo en parle unas palabras preparadas de antemano, cómo había pasado el día y los planes que había hecho para la partida.

—Es como si me hubiera venido la inspiración —le dijo—. ¿Por qué esperar aquí hasta que se resuelva el asunto del divorcio? ¿Acaso no da lo mismo que nos vayamos al campo? No puedo seguir esperando aquí. No quiero hacerme ilusiones, prefiero no oír hablar más de ese tema. He decidido que ese asunto deje de tener influencia en mi vida. ¿Estás de acuerdo?

—¡Pues claro! —respondió Vronski, mirando con inquietud el rostro alterado de Anna.

—¿Qué has estado haciendo? ¿Y a quién has visto? —preguntó Anna, al cabo de una breve pausa.

Vronski nombró a los invitados.

—La comida ha sido excelente, y lo mismo cabe decir de la regata y de todo lo demás. Pero en Moscú la gente no puede pasarse sin hacer el ridicule. Apareció una señora, maestra de natación de la reina de Suecia, y mostró a los presentes su arte.

—¿Quieres decir que se puso a nadar? —preguntó Anna, frunciendo el ceño.

—En una especie de costume de natation 195rojo. No puedes imaginarte qué mujer tan vieja y monstruosa. Bueno, ¿cuándo nos vamos?

—¡Qué fantasía tan estúpida! ¿Nadaba al menos de un modo especial? —dijo Anna, sin responder a la pregunta de Vronski.

—En absoluto. Como te digo, una cosa completamente estúpida. Entonces, ¿cuándo quieres que nos vayamos?

Anna sacudió la cabeza, como si quiera ahuyentar un pensamiento desagradable.

—¿Cuándo? Pues cuanto antes mejor. Mañana ya no nos dará tiempo. Pero podemos marcharnos pasado mañana.

—Vale... No, espera. Pasado mañana es domingo, y tengo que ir a visitar a maman—dijo Vronski, turbándose porque, nada más nombrar a su madre, había notado que Anna le miraba fijamente con aire de sospecha. Se puso colorada y se apartó de su lado. Ya no se trataba de la profesora de natación de la reina de Suecia, sino de la princesa Sorókina, que vivía en los alrededores de Moscú con la condesa Vrónskaia.

—¿Y por qué no vas mañana? —preguntó.

—¡Imposible! Tiene que entregarme los poderes y el dinero, y no estarán listos mañana —replicó Vronski.

—En tal caso más vale que no nos vayamos.

—Pero ¿por qué?

—Porque yo no me voy más tarde. ¡El lunes o nunca!

—No lo entiendo —exclamó Vronski, como si estuviera sorprendido—. ¡No tiene sentido!

—Para ti no tiene sentido porque no te importo nada. No quieres entender mi vida. De lo único de lo que me ocupaba aquí era de Hanna. Y tú dices que es todo hipocresía. Ayer me dijiste que no quiero a mi hija, que finjo cariño por esa inglesa y que eso no es natural. ¡Me gustaría saber qué vida puede ser natural para mí en este lugar!

Por un instante recobró el juicio y se horrorizó de haber hecho lo contrario de lo que se había propuesto. Pero, aun sabiendo que se estaba labrando su propia ruina, no podía contenerse, no podía dejar de demostrarle lo injusto que era, no podía someterse a él.

—Yo nunca dije tal cosa. Me limité a comentar que no me gustaba ese cariño repentino.

—¿Por qué no dices la verdad, cuando siempre estás alardeando de ser tan sincero?

—Yo no miento nunca ni alardeo de nada —dijo Vronski en voz baja, intentando contener la ira que hervía en su interior—. Lamento mucho que no respetes...

—El respeto se ha inventado para ocultar el lugar vacío que debía ocupar el amor. Si ya no me quieres, lo mejor y más noble sería que me lo dijeras.

—¡Esto ya no hay quien lo aguante! —gritó Vronski, levantándose de la silla. Y, deteniéndose delante de ella, dijo lentamente—: ¿Por qué pones a prueba mi paciencia? —Por la cara que puso, parecía evidente que podría haber dicho muchas cosas más, pero se contuvo—. Te aseguro que tiene un límite.

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