Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Stepán Arkádevich se estremeció asustado, sintiéndose culpable y cogido en falta. Pero se tranquilizó en seguida, al comprobar que esas palabras no se referían a él, sino a Landau. El francés se había quedado dormido, igual que él. Pero, mientras que el sueño de Stepán Arkádevich les habría ofendido (por lo demás, ni siquiera había pensado en ello, tan extraño le resultaba todo), el de Landau les puso contentísimos, sobre todo a la condesa Lidia Ivánovna.

Mon ami—dijo, y, tratando de no hacer ruido, recogió los pliegues de su vestido de seda. Tan excitada estaba que llamó a Karenin mon ami, en lugar de Alekséi Aleksándrovich—. Donnez lui la main. Vous voyez? 191¡Chiss! —le chistó al lacayo, que entraba de nuevo—. No recibo a nadie.

El francés dormía o fingía dormir, con la cabeza recostada en el respaldo del sillón, mientras la mano sudorosa, apoyada en la rodilla, hacía ligeros movimientos, como si quisiera coger algo. Alekséi Aleksándrovich trató de levantarse con cuidado, pero tropezó con la mesa; a continuación dio unos pasos y puso su mano en la del francés. Stepán Arkádevich también se levantó y, abriendo mucho los ojos, para cerciorarse de que estaba despierto, se quedó mirando tan pronto a uno como a otro. Todo eso era real. Su confusión iba en aumento.

Que la personne qui est arrivée la dernière, celle qui demande, qu'elle sorte! Qu'elle sorte! 192—murmuró el francés, sin abrir los ojos.

Vous m'excuserez, mais vous voyez... Revenez vers dix heures, encore mieux demain. 193

C'est moi, n'est ce pas? 194

Y, tras recibir una respuesta afirmativa, Stepán Arkádevich, olvidando lo que quería pedirle a Lidia Ivánovna y el asunto de su hermana, con el único deseo de marcharse de allí cuanto antes, abandonó de puntillas la sala y salió corriendo a la calle, como si estuviera escapando de una casa infestada por la peste. Una vez allí, pasó un buen rato hablando y bromeando con un cochero, con la intención de recobrar la serenidad lo antes posible.

En el Teatro Francés, adonde llegó a tiempo para asistir al último acto, y más tarde, en el restaurante tártaro, delante de una botella de champán, Stepán Arkádevich volvió a sentirse en su ambiente y recobró un tanto el buen humor. Pero de todos modos, se sintió incómodo a lo largo de toda la velada.

De vuelta en casa de Piotr Oblonski, donde se había alojado, se encontró con una nota de Betsy en la que le decía que ardía en deseos de concluir la conversación que habían iniciado y le rogaba que fuera a verla al día siguiente. Apenas había tenido tiempo de leer la nota, cuyo contenido le había hecho fruncir el ceño, cuando le llegó de la planta de abajo un molesto rumor de pasos, como si algunas personas estuvieran arrastrando un objeto pesado por el suelo.

Stepán Arkádevich salió de la habitación para echar un vistazo. Era el rejuvenecido Piotr Oblonski. Estaba tan borracho que no era capaz de subir por la escalera. Pero, al ver a Stepán Arkádevich, ordenó que lo pusieran de pie y, apoyándose en él, se dirigió a su cuarto, donde empezó a contarle cómo había pasado la velada, aunque no tardó en quedarse dormido.

Stepán Arkádevich estaba desanimado, algo que le sucedía rara vez, y tardó mucho tiempo en dormirse. Todas las imágenes que se le pasaban por la cabeza le desagradaban, pero lo que más le repugnaba, porque se le antojaba algo vergonzoso, era el recuerdo de la velada en casa de la condesa Lidia Ivánovna.

Al día siguiente recibió una nota de Alekséi Aleksándrovich en la que le comunicaba que se negaba en redondo a concederle el divorcio a Anna, y comprendió que la decisión se la había inspirado lo que le había dicho el francés mientras dormía o fingía dormir.

 

XXIII

Para emprender algo en el ámbito de la vida familiar debe darse una brecha definitiva o una armonía idílica entre los cónyuges. En cambio, cuando las relaciones son indeterminadas y no se da ni una cosa ni la otra no hay manera de emprender nada.

Muchos matrimonios prolongan durante años una situación que se ha vuelto odiosa para ambas partes por la simple razón de que no existe entre ellos una ruptura completa ni un acuerdo total.

Tanto a Vronski como a Anna les resultaba insoportable la vida en Moscú, en medio del calor y del polvo, con un sol que ya no era primaveral, sino veraniego, y los árboles de los bulevares cubiertos ya de hojas polvorientas. Pero seguían viviendo en esa ciudad que se les había vuelto odiosa, sin marcharse a Vozdvízhenskoie, como habían decidido hacía mucho, porque en los últimos tiempos no lograban ponerse de acuerdo en nada.

La animadversión que los separaba no tenía ninguna causa externa, y cualquier intento de explicación, lejos de atenuarla, la exacerbaba. Era una animadversión interna, que en el caso de Anna había motivado la indiferencia cada vez mayor que notaba en Vronski y en el de éste el arrepentimiento de haberse colocado, por culpa de ella, en esa posición equívoca, que Anna, en lugar de aliviar, hacía aún más penosa. Ninguno de los dos confesaba las razones de esa animadversión, pero ambos consideraban que el otro tenía la culpa y aprovechaban cualquier oportunidad para hacérselo saber.

Vronski, con sus costumbres, sus pensamientos, sus deseos, sus cualidades físicas y espirituales, representaba para Anna una sola cosa: la figura del amante. Y su amor, que según su manera de ver debía concentrarse exclusivamente en ella, había menguado. En consecuencia, razonaba Anna, parte de ese amor debería haber recaído en otra u otras mujeres. Y ardía de celos, no porque pensara que se había enamorado de otra mujer, sino porque su amor había disminuido. Y, como no tenía ningún motivo para estar celosa, se lo inventaba. A la menor alusión, sus celos pasaban de un objeto a otro. Tan pronto tenía celos de las mujeres vulgares con las que, gracias a sus relaciones de soltero, podía relacionarse tan fácilmente, como de las damas de la alta sociedad con las que pudiera coincidir, o bien de una muchacha imaginaria con la que quería casarse, después de romper cualquier vínculo con ella. La última posibilidad era la que más le atormentaba, sobre todo porque el propio Vronski tuvo la imprudencia de decirle, en un momento de sinceridad, que su madre no se hacía cargo de su situación, porque le había insistido en que debía casarse con la princesa Sorókina.

Llevada por los celos, se indignaba con él y no hacía más que buscar motivos para indignarse. Le acusaba de todos los aspectos penosos de su situación. Y le echaba la culpa de todo: de las angustiosas jornadas de espera que había pasado en Moscú, entre el cielo y la tierra, de la lentitud y la indecisión de Alekséi Aleksándrovich, de su soledad. Si la amase de veras, comprendería lo dolorosa que era su situación y haría todo lo posible por mejorar su suerte. También él era el responsable de que siguieran viviendo en Moscú, en lugar de haberse trasladado al campo. No podía encerrarse en la aldea, como pretendía ella. Necesitaba la sociedad y la había colocado en esa situación horrible, cuyos inconvenientes no quería ver. Y, por si eso fuera poco, también tenía la culpa de que se hubiese separado para siempre de su hijo.

Ni siquiera los raros momentos de ternura le procuraban un atisbo de paz: en los últimos tiempos notaba en el cariño de Vronski un nuevo matiz de serenidad y de seguridad que la irritaba.

Ya había caído la tarde. Anna, sola, recorría su despacho de un extremo al otro (era la habitación en la que menos se oían los ruidos de la calle), mientras esperaba que Vronski regresara de una comida de solteros. Por su cabeza volvieron a pasar todos los detalles de la discusión de la víspera. Remontándose aún más en el tiempo, pasó de las palabras ofensivas de la disputa al origen de la conversación. Durante un buen rato fue incapaz de creer que el motivo hubiesen sido unas palabras tan inofensivas, tan ajenas a sus corazones. Pero lo cierto es que había sido así. Todo había empezado porque Vronski se había burlado de los colegios para chicas, juzgándolos innecesarios, mientras ella los había defendido. Vronski se había referido con muy poco respeto a la instrucción femenina en general y había dicho que Hanna, la inglesa protegida de Anna, no tenía ninguna necesidad de aprender física.

229
{"b":"145534","o":1}