—No me apetece mucho, condesa. Desde luego, la desgracia que ha sufrido...
—Sí, una desgracia que se ha convertido en la dicha más alta, cuando su corazón se ha renovado y se ha llenado de Él —dijo la condesa, mirando afectuosamente a Stepán Arkádevich.
«Creo que puedo pedirle que hable con los dos», pensó Oblonski.
—¡Ah, naturalmente, condesa! —replicó—, pero, en mi opinión, esos cambios son tan íntimos que a nadie le gusta hablar de ellos, ni siquiera a la persona más próxima.
—¡Al contrario! Debemos hablar y ayudarnos unos a otros.
—Sí, no cabe duda, pero a veces las convicciones difieren; además... —objetó Oblonski con una delicada sonrisa.
—No puede haber diferencias cuando se trata de la verdad sagrada.
—Así es, desde luego, pero... —Stepán Arkádevich se turbó y guardó silencio. Había comprendido que la condesa estaba hablando de religión.
—Me parece que está a punto de quedarse dormido —susurró Alekséi Aleksándrovich con aire significativo, acercándose a Lidia Ivánovna.
Stepán Arkádevich se volvió. Landau se había sentado al pie de la ventana, la cabeza baja, el cuerpo reclinado en el respaldo y el brazo del sillón. Al notar que era el centro de todas las miradas, levantó la cabeza y esbozó una sonrisa ingenua e infantil.
—No le preste atención —le respondió Lidia Ivánovna y, con un ligero movimiento, le acercó una silla a Alekséi Aleksándrovich—. He observado... —empezó a decir, pero en ese momento entró un lacayo con una carta. Lidia Ivánovna leyó rápidamente la nota y, después de disculparse, escribió la respuesta con sorprendente celeridad, se la entregó al criado y volvió a la mesa—. He observado —prosiguió— que los moscovitas, sobre todo los hombres, son muy indiferentes en materia de religión.
—Nada de eso, condesa. Me parece que los moscovitas tienen fama de ser muy firmes en su fe —objetó Stepán Arkádevich.
—Sí, pero, si no me equivoco, usted, por desgracia, pertenece a los indiferentes —dijo Alekséi Aleksándrovich, con una sonrisa cansada, dirigiéndose a él.
—¡Cómo se puede ser indiferente! —exclamó Lidia Ivánovna.
—No es que sea indiferente, sino que estoy a la espera —dijo Stepán Arkádevich con la mejor de sus sonrisas—. Creo que todavía no me ha llegado el momento de reflexionar sobre esas cuestiones.
Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovich se miraron.
—No es posible saber si nos ha llegado o no el momento —dijo Alekséi Aleksándrovich con severidad—. No debemos pensar si estamos preparados o no: la gracia no se guía por consideraciones humanas. A veces no desciende sobre quienes la buscan, sino sobre los que no están preparados, como Saulo.
—No, parece que aún no ha llegado el momento —dijo Lidia Ivánovna, que seguía con la vista los movimientos del francés.
Landau se levantó y se acercó a ellos.
—¿Me permiten que les escuche? —preguntó.
—Pues claro. No quería molestarle —dijo Lidia Ivánovna, mirándole con ternura—. Siéntese con nosotros.
—Lo único que debe hacer uno es no cerrar los ojos para no verse privado de la luz —prosiguió Alekséi Aleksándrovich.
—¡Ah, si supiera usted la felicidad que nos embarga cuando sentimos su presencia constante en nuestra alma! —exclamó la condesa Lidia Ivánovna, con una sonrisa beatífica.
—Pero el hombre a veces puede sentirse incapaz de elevarse a semejantes alturas —dijo Stepán Arkádevich, sintiendo que actuaba contra su propia conciencia al conceder a la religión ese carácter elevado. Pero lo cierto es que no se atrevía a confesar que era un librepensador delante de la persona que con una sola palabra a Pomorskói podía conseguir que le concedieran el puesto que tanto ambicionaba.
—¿Quiere usted decir que se lo impide el pecado? —preguntó Lidia Ivánovna—. Pues se equivoca usted. Para los creyentes el pecado no existe. Ya han redimido todos sus pecados. Pardon—añadió, mirando al criado, que entraba con otra nota. La leyó y respondió de palabra—: Dígale que mañana en casa de la gran duquesa... Para los creyentes el pecado no existe —prosiguió con su argumentación.
—Sí, pero la fe sin obras está muerta —dijo Stepán Arkádevich, recordando esa frase del catecismo. Ya sólo defendía su independencia con la sonrisa.
—Otra vez ese pasaje de la epístola del apóstol Santiago —exclamó Alekséi Aleksándrovich, dirigiéndose con cierto aire de reproche a Lidia Ivánovna, como si lo hubieran hablado más de una vez—. ¡Cuánto daño habrá hecho una interpretación errónea de esos versículos! Nada aleja tanto a la gente de la fe como esa interpretación. «Sin obras no puedo creer.» En ninguna parte se dice eso, sino todo lo contrario.
—Sufrir por Dios, salvar el alma por medio de trabajos y ayunos —dijo la condesa Lidia Ivánovna con un profundo desprecio y repugnancia—. Así son las bárbaras ideas de nuestros monjes... Estas cosas no se dicen ya en ninguna parte. Todo es mucho más fácil y sencillo —añadió, mirando a Oblonski con la misma sonrisa benigna con que animaba en la corte a las jóvenes damas de honor, desconcertadas por el nuevo ambiente.
—Estamos salvados por Cristo, que murió por nosotros. Estamos salvados por la fe —confirmó Alekséi Aleksándrovich, asintiendo con la mirada a las palabras de la condesa.
— Vous comprenez l'anglais? 189—preguntó Lidia Ivánovna y, tras recibir una respuesta afirmativa, se levantó y se puso a rebuscar entre los libros del estante—. Quiero leerle Safe and Happy o Under the Wing 190—dijo, mirando con aire inquisitivo a Karenin. Una vez que encontró el libro, volvió a sentarse en su sitio y lo abrió—. Es un pasaje muy breve. Se describe el camino que debe seguirse para alcanzar la fe y la felicidad, más elevada que cualquier bien terrestre, que embarga entonces al alma. El creyente no puede ser desdichado porque no está solo. Ahora lo verá usted. —Se disponía ya a leer cuando de nuevo entró el criado—. ¿La señora Borózdina? Dígale que mañana a las dos. Sí —añadió, marcando con el dedo la página correspondiente y mirando al frente con sus hermosos ojos pensativos—. Así es como actúa la fe verdadera. ¿Conoce usted a Marie Sánina? ¿Está al tanto de su desgracia? Después de perder a su único hijo, estaba desesperada. ¿Y qué cree usted que pasó? Pues que encontró a ese Amigo y ahora da gracias a Dios por la muerte de su hijo. ¡Ésa es la felicidad que da la fe!
—Ah, sí, es muy... —dijo Stepán Arkádevich, satisfecho de que la condesa se dispusiera a leerle algo, pues eso le daría la posibilidad de poner en claro sus ideas. «Creo que lo mejor será no pedirle nada ahora —pensaba—. Lo importante es salir de aquí sin haber embarullado las cosas.»
—Al no saber inglés, lo va a encontrar usted aburrido —dijo Lidia Ivánovna, dirigiéndose a Landau—, pero es un pasaje breve.
—Ah, lo entenderé —dijo Landau con la misma sonrisa y cerró los ojos.
Alekséi Aleksándrovich y Lidia Ivánovna intercambiaron una mirada significativa, y acto seguido dio comienzo la lectura.
XXII
Stepán Arkádevich se sentía completamente desorientado oyendo todas esas razones, que tan nuevas y extrañas le parecían. La complejidad de la vida de San Petersburgo solía ejercer un efecto excitante sobre él, sacándolo de la modorra moscovita. Pero tales complejidades le gustaban y le resultaban comprensibles en ambientes cercanos y conocidos. En cambio, en ese círculo ajeno estaba confundido, desconcertado y perdido. Al escuchar a la condesa Lidia Ivánovna y sentir clavados en él los hermosos ojos de Landau, ingenuos o maliciosos —no acababa de saberlo—, empezó a notar una peculiar pesadez en la cabeza.
Los pensamientos más diversos se entreveraban en su imaginación. «Marie Sánina se alegra de que se haya muerto su hijo... Qué bien estaría fumarse ahora un cigarro... Para salvarse basta con creer, y los monjes no saben nada de eso, sólo la condesa Lidia Ivánovna... ¿Y a qué se deberá esta pesadez que siento en la cabeza? ¿Al coñac o a lo extraño que es todo esto para mí? En cualquier caso, creo que hasta el momento no he hecho nada inconveniente. De todos modos, no puedo pedirle nada. He oído decir que te obligan a rezar. Con tal de que no me pidan nada semejante. Sería demasiado estúpido. ¿Y qué bobada es eso que está leyendo? Aunque lo cierto es que pronuncia bien. Landau es Bezzúbov. ¿Por qué?» De pronto sintió que la mandíbula inferior empezaba a torcerse en un bostezo irrefrenable. Se atusó las patillas, se tapó la boca y se removió en su asiento. Pero acto seguido se dio cuenta de que estaba ya durmiendo y a punto de roncar. Se despertó en el preciso instante en que la voz de la condesa decía: «Se ha dormido».