Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—Ah, está usted aquí —dijo en cuanto lo vio—. Bueno, ¿y qué es de su pobre hermana? No me mire de ese modo —añadió, dirigiéndose a Betsy—. Desde que todas esas personas que son mil veces peores se han ensañado con ella, he empezado a pensar que ha hecho muy bien. Pero no puedo perdonar a Vronski que no me avisara cuando estaba en San Petersburgo.

Habría ido a ver a Anna y la habría acompañado a cualquier parte. Haga el favor de transmitirle mi afecto. Pero cuénteme cómo le va.

—Su situación es penosa... —dijo Stepán Arkádevich que, con la candidez que le caracterizaba, se había tomado al pie de la letra las palabras de la princesa Miágkaia.

No obstante, la princesa no tardó en interrumpirle, como tenía por costumbre, y se puso a hablar de sí misma.

—Ha hecho lo que todas las mujeres, excepto yo, hacen a escondidas. Pero ella no ha querido engañar a nadie, y eso la honra. Y ha hecho muy bien abandonando a ese cuñado suyo, que es medio tonto. Todos decían que era muy inteligente; yo era la única que afirmaba que era tonto. Ahora que se ha hecho íntimo de Lidia Ivánovna y de Landau, todos dicen que es medio tonto. Cuánto me gustaría no estar de acuerdo con todo el mundo, pero en esta ocasión me es imposible.

—A ver si puede usted explicarme una cosa —dijo Stepán Arkádevich—. Ayer visité a Alekséi Aleksándrovich para hablarle de mi hermana y le pedí que me diera una respuesta definitiva, a lo que se negó, con el argumento de que tenía que pensarlo. Pues bien, esta mañana, en lugar de la respuesta requerida, he recibido una invitación para acudir a una velada que se celebrará esta misma tarde en casa de la condesa Lidia Ivánovna.

—¡Pues claro! ¡Ahí lo tiene usted! —exclamó la princesa Miágkaia con satisfacción—. Le preguntarán a Landau qué tiene que responder.

—¿Cómo a Landau? ¿Por qué? ¿Y quién es ese Landau?

—¿Es posible que no conozca usted a Jules Landau, le fameux Jules Landau, le clair-voyant? 186También es medio tonto, pero la suerte de su hermana depende de él. Eso le pasa por vivir en provincias, que no se entera usted de nada. Landau, que era un commis 187en una tienda de París, fue un día al médico, se quedó dormido en la sala de espera y, en sueños, se puso a dar consejos a todos los enfermos. Unos consejos sorprendentes. Luego la mujer de Yuri Melédinski, ya sabe usted, ese hombre enfermo, oyó hablar de él y lo llevó para que viera a su marido, a quien ahora está tratando. En mi opinión, no le ha sido de ninguna utilidad, porque sigue estando tan débil como siempre. Pero ellos creen en sus poderes y no se separan de él. Ahora lo han traído a Rusia, donde todo el mundo se pega por hacerse con sus servicios. Ha curado a la condesa Bezzúbova, y ella le ha cogido tanto cariño que lo ha adoptado.

—¿Que lo ha adoptado?

—Como lo oye. Ya no se llama Landau, sino conde Bezzúbov. Pero no se trata de él, sino de Lidia. Yo la quiero mucho, pero no está en sus cabales. El caso es que no se aparta de Landau, y ahora ni ella ni Karenin toman ninguna decisión sin consultar antes con él. Por eso digo que la suerte de su hermana está en manos de ese Landau, también conocido como conde Bezzúbov.

 

XXI

Después de una opípara comida en casa de Bartnianski, en cuya compañía bebió una gran cantidad de coñac, Stepán Arkádevich entró en la residencia de la condesa Lidia Ivánovna, sólo unos minutos más tarde de la hora señalada.

—¿Quién está todavía con la condesa? ¿El francés? —preguntó Stepán Arkádevich al portero, examinando el abrigo de Alekséi Aleksándrovich, que conocía bien, y otro extraño y muy sencillo, con broches.

—La acompañan Alekséi Aleksándrovich Karenin y el conde Bezzúbov —respondió el portero con gravedad.

«La princesa Miágkaia estaba en lo cierto —pensó Stepán Arkádevich, mientras subía por la escalera—. ¡Qué extraño! En cualquier caso, me vendría bien trabar amistad con ella. Tiene una influencia enorme. Bastaría que le dijera una palabra a Pomorskói y tendría el puesto asegurado.»

Aunque fuera había todavía mucha luz, en el saloncito de la condesa Lidia Ivánovna estaban echadas las cortinas y lucían ya las lámparas.

Alrededor de una mesa redonda, bajo una de las lámparas, estaban sentados la condesa y Alekséi Aleksándrovich, hablando de alguna cuestión en voz baja. Un hombre enjuto, atractivo, muy pálido, bajo de estatura, con caderas femeninas, piernas torcidas, hermosos ojos brillantes y cabellos largos, que caían sobre el cuello de la levita, estaba en el otro extremo de la habitación, observando los retratos que colgaban de la pared. Después de saludar a la dueña de la casa y a Alekséi Aleksándrovich, Stepán Arkádevich no pudo por menos de mirar otra vez al desconocido.

Monsieur Landau! —exclamó la condesa, dirigiéndose a ese hombre con una delicadeza y una cautela que sorprendieron a Oblonski.

A continuación los presentó.

Landau se volvió apresuradamente, se acercó con una sonrisa en los labios, puso su mano inerte y sudorosa en la mano que Oblonski le tendía y se alejó en seguida para seguir contemplando los retratos. La condesa y Alekséi Aleksándrovich intercambiaron una mirada significativa.

—Me alegro mucho de verle, sobre todo hoy —dijo la condesa Lidia Ivánovna a Stepán Arkádevich, indicándole un asiento al lado de Karenin—. Al presentárselo, le he dicho que se llama Landau —añadió en voz baja, mirando primero al francés y luego a Alekséi Aleksándrovich—, pero en realidad es el conde Bezzúbov, como probablemente sepa usted. Lo que pasa es que no le gusta ese título.

—Sí, estoy enterado —respondió Stepán Arkádevich—. Según he oído decir, ha curado completamente a la princesa Bezzúbova.

—¡Ha estado hoy en mi casa! ¡Daba tanta pena verla! —exclamó la condesa, dirigiéndose a Aleskéi Aleksándrovich—. Esta separación es horrible para ella. ¡No sé si va a soportar el golpe!

—Entonces, ¿está decidido a partir? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.

—Sí, se marcha a París. Ayer oyó una voz —dijo la condesa Lidia Ivánovna, mirando a Stepán Arkádevich.

—¡Ah, una voz! —repitió Oblonski, dándose cuenta de que debía ser extremadamente cuidadoso en ese lugar, en el que habían sucedido o estaban a punto de suceder acontecimientos extraordinarios, cuya clave no poseía.

Después de unos instantes de silencio, la condesa Lidia Ivánovna decidió abordar el tema principal de la conversación y, con una sonrisa sutil, preguntó a Oblonski:

—Hace tiempo que le conozco a usted y me alegro de tratarlo más a fondo. Les amis de nos amis sont nos amis. 188Pero, para ser amigo de alguien, es preciso saber lo que pasa en su alma, y me temo que usted no está al tanto de los sentimientos de Alekséi Aleksándrovich. ¿Entiende lo que quiero decir? —preguntó, alzando sus hermosos ojos pensativos.

—Hasta cierto punto, condesa, la situación de Alekséi Aleksándrovich... —dijo Oblonski, que no acababa de entender del todo y, por tanto, prefería hablar en general.

—El cambio no afecta a la situación externa —dijo la condesa Lidia Ivánovna con gravedad, al tiempo que seguía con una mirada llena de amor a Alekséi Aleksándrovich, que se había levantado y se acercaba a Landau—. Lo que ha cambiado es su corazón, que desde hace algún tiempo es completamente distinto. Me temo que no ha apreciado usted en su justa medida el cambio que se ha operado en su interior.

—En líneas generales, puedo hacerme una idea de ese cambio. Siempre hemos sido amigos y ahora... —dijo Stepán Arkádevich, respondiendo a la mirada de la condesa con una mirada tierna, mientras se preguntaba con cuál de los dos ministros tendría mejor relación, para determinar a quién debía pedirle que le recomendara.

—El cambio que se ha producido en él no puede debilitar sus sentimientos de amor por el prójimo; al contrario, debe fortalecerlos. Pero tengo miedo de que no me comprenda usted. ¿Le apetece un poco de té? —preguntó, señalando con la mirada a un criado que servía el té en una bandeja.

227
{"b":"145534","o":1}