Pero, cuando Stepán Arkádevich, que había salido detrás de él, lo vio en la escalera, lo llamó y le preguntó qué hacía en el colegio entre clase y clase, Seriozha, que ya no se sentía cohibido por la presencia de su padre, se puso a charlar con él.
—Ahora jugamos a los trenes —dijo, respondiendo a su pregunta—. Mire, esto es lo que hacemos: dos se sientan en un banco. Son los pasajeros. Y uno se queda de pie delante del banco. Luego los tres se unen, bien dándose la mano o con los cinturones, y se ponen a dar vueltas por todas las salas. Pero primero hay que abrir las puertas. ¡Y qué difícil es hacer de revisor!
—¿Es el que se queda de pie? —preguntó Stepán Arkádevich con una sonrisa.
—En efecto. Se necesitan mucha valentía y mucha habilidad. Sobre todo cuando el tren se detiene de pronto o alguien se cae.
—Sí, no es ninguna broma —dijo Stepán Arkádevich, contemplando con tristeza los ojos vivaces del muchacho, tan parecidos a los de su madre, de los que había desaparecido ya esa inocencia propia de la infancia. Y, aunque le había prometido a Alekséi Aleksándrovich que no le hablaría de Anna, no pudo contenerse.
—¿Te acuerdas de tu madre? —le preguntó de pronto.
—No, no me acuerdo —se apresuró a responder Seriozha y, poniéndose como la grana, bajó la vista. A partir de ese momento su tío no pudo sacar ya nada de él.
Al cabo de media hora, el preceptor eslavo encontró a su alumno en la escalera y tardó un buen rato en comprender si estaba enfadado o lloraba.
—Seguramente te has caído y te has hecho daño —dijo—. Ya te decía yo que ese juego era peligroso. Hay que decírselo al director.
—Si me hubiera hecho daño, nadie lo habría notado. Puede darlo por seguro.
—Entonces, ¿qué te pasa?
—¡Déjeme!... Que si me acuerdo, que si no me acuerdo... ¿A él qué le importa? ¿Por qué iba a acordarme? ¡Déjeme en paz! —exclamó, pero ya no se dirigía a su preceptor, sino al mundo entero.
XX
Stepán Arkádevich, como de costumbre, no perdía el tiempo en San Petersburgo. Además de ocuparse de sus asuntos, el divorcio de su hermana y el puesto que ambicionaba, necesitaba refrescarse, como decía él, después del olor a cerrado de Moscú.
Moscú, a pesar de sus cafés chantantsy de sus ómnibus, seguía siendo una ciénaga estancada, como bien sabía Stepán Arkádevich. Después de pasar un tiempo en esa ciudad, sobre todo en proximidad de la familia, era presa del desánimo. Al cabo de una larga temporada en Moscú, sin ninguna escapada, empezaba a inquietarse por el mal humor y los reproches de su mujer, por la salud y la educación de sus hijos, por cuestiones menudas de su trabajo, hasta por sus deudas. Pero le bastaba llegar a San Petersburgo y frecuentar su círculo de amistades, donde se vivía de verdad y no se vegetaba, como en Moscú, para que esos pensamientos desaparecieran como por ensalmo, derritiéndose como la cera al lado del fuego.
¿Su mujer?... Precisamente ese día había estado hablando con el príncipe Chechenski, hombre casado y con dos hijos, dos muchachos ya mayores, que servían en el cuerpo de pajes. Pero además el príncipe tenía una mujer ilegítima con quien también había tenido descendencia. Aunque la primera familia era muy agradable, él se sentía más a gusto en ese segundo hogar, a donde llevaba a veces a su hijo mayor, pues, según le contó a Stepán Arkádevich, lo consideraba útil para su desarrollo. ¿Podrían haberle dicho algo semejante en Moscú?
¿Los hijos? En San Petersburgo los hijos no entorpecían la vida de los padres. Se educaban en colegios y no existía esa disparatada idea, tan extendida en Moscú —Lvov era un buen ejemplo—, de que a los hijos correspondían todas las comodidades de la vida y a los padres sólo las preocupaciones y el trabajo. Aquí se daba por sentado que un hombre debía vivir para sí mismo, como cualquier persona culta.
¿El trabajo? En San Petersburgo el trabajo estaba lejos de ser ese yugo agobiante e ingrato en que se había convertido en Moscú. Aquí hasta resultaba interesante. Un encuentro, un favor, un comentario agudo, el talento para la mímica cuando se contaban chistes bastaban para que un hombre hiciera carrera, como era el caso de Briántsev, con quien Stepán Arkádevich había coincidido la víspera y que ya era un dignatario de primer nivel. Un trabajo semejante no carecía de interés.
Pero lo más importante era que el modo en que en San Petersburgo se tomaban las cuestiones pecuniarias ejercía un efecto tranquilizador en Stepán Arkádevich. Bartnianski, que gastaba no menos de cincuenta mil rublos al año con el tren de vida que llevaba, le había hecho la víspera un comentario revelador al respecto.
Conversando con él antes de la comida, Stepán Arkádevich le había dicho:
—Me parece que eres íntimo amigo de Mordvinski. Podrías hacerme un gran favor si le hablas un poco de mí. Me gustaría que me concedieran un cargo como miembro de la Agencia...
—Déjalo, de todas formas se me va a olvidar... Pero ¿qué ganas tienes de meterte en negocios de ferrocarriles con judíos?... ¡Haz lo que te parezca, pero es repugnante!
Stepán Arkádevich no le dijo que era un cargo de importancia. Bartnianski no lo habría comprendido.
—Necesito dinero. No tengo suficiente para vivir.
—¿Y qué haces entonces?
—Pues endeudarme.
—¿De veras? ¿Y debes mucho dinero? —preguntó Bartnianski con expresión compungida.
—¡Ya lo creo! Unos veinte mil rublos.
Bartnianski estalló en alegres carcajadas.
—¡Ah, hombre feliz! —exclamó—. Yo debo medio millón y no tengo nada. Pero, como ves, todavía puedo vivir.
Y Stepán Arkádevich tuvo ocasión de comprobar que aquello era verdad, no sólo por lo que le había dicho su amigo, sino por lo que vio con sus propios ojos. Zhivájov debía treinta mil rublos y no tenía ni un céntimo. ¡Y vaya cómo vivía! El conde Krivtsov, cuya situación todo el mundo juzgaba desesperada, se permitía el lujo de mantener a dos mujeres. Petrovski se había gastado cinco millones y seguía viviendo del mismo modo, lo que no era óbice para que siguiera a cargo del departamento de finanzas, con un sueldo de veinte mil rublos.
Pero, aparte de eso, San Petersburgo ejercía un efecto físico beneficioso en Stepán Arkádevich. Lo rejuvenecía. En Moscú a veces se miraba las canas, se quedaba traspuesto después de comer, se estiraba, subía despacio las escaleras, respirando fatigosamente, se aburría en compañía de mujeres jóvenes, no bailaba en las recepciones. En San Petersburgo se sentía siempre como si le hubieran quitado diez años de encima.
Cada vez que iba a la ciudad experimentaba lo mismo que le había dicho la víspera el sexagenario príncipe Piotr Oblonski, que acababa de regresar del extranjero.
—Aquí no sabemos vivir. He pasado el verano en Baden y, no te lo vas a creer, pero me he sentido como un jovencito. En cuanto veía a una mujer joven ya estaba pensando... Comía, bebía un poco. Y estaba animado, me encontraba con fuerzas. Pero ha sido volver a Rusia (tenía que ir a ver a mi mujer, y encima al campo), y en sólo dos semanas empecé a ponerme la bata, dejé de vestirme para bajar a comer. ¡Y nada de pensar en jovencitas! Me convertí en un viejo. Lo único que me quedaba era ocuparme de la salvación de mi alma. No obstante, me marché a París y de nuevo me recuperé.
Las sensaciones de Stepán Arkádevich eran muy parecidas a las de Piotr Oblonski. En Moscú se abandonaba de tal modo que, de vivir allí mucho tiempo, acabaría pensando también en la salvación de su alma. En cambio, en San Petersburgo volvía a ser él mismo.
Desde hacía mucho tiempo se habían establecido entre la princesa Betsy Tverskaia y Stepán Arkádevich unas relaciones muy extrañas. Oblonski le hacía la corte medio en broma y le decía, en el mismo tono, las cosas más inconvenientes, sabiendo que eso le gustaba más que nada. Al día siguiente de su conversación con Karenin, Stepán Arkádevich la visitó y, sintiéndose rejuvenecido, llegó a tales extremos en sus galanteos y sus bromas que ya no sabía cómo dar marcha atrás. Por desgracia, la princesa, lejos de gustarle, le repugnaba. Si entre ellos se había establecido semejante tono era porque la princesa encontraba a Oblonski muy atractivo. En consecuencia, Stepán Arkádevich se alegró mucho de la llegada de la princesa Miágkaia, que interrumpió esa conversación íntima.