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—La vida de Anna Arkádevna no puede interesarme —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich, arqueando las cejas.

—Lo siento, pero no me lo creo —objetó Stepán Arkádevich en tono amable—. Su situación es un tormento y no puede ser beneficiosa para nadie. Dirás que se lo tiene merecido. Anna lo sabe y no te pide nada. Dice abiertamente que no se atreve a pedirte nada. Pero yo, todos sus parientes, los que la queremos bien, te rogamos y te suplicamos. ¿Por qué tiene que sufrir de ese modo? ¿Quién gana con eso?

—Perdona, pero me estáis poniendo en el lugar del acusado —dijo Alekséi Aleksándrovich.

—No, no, nada de eso. Entiéndeme bien —exclamó Stepán Arkádevich, dándole otra palmadita en la rodilla, como si estuviera convencido de que ese contacto aplacaría a su cuñado—. Lo único que digo es que su situación es horrible, que tú puedes aliviarla y que no te costaría nada. Yo lo arreglaré todo de tal modo que no te darás ni cuenta. En cualquier caso, se lo habías prometido.

—Sí, pero esa promesa se la hice antes. Y yo creía que con la cuestión de la custodia de nuestro hijo el asunto quedaba zanjado. Además, esperaba que Anna mostrara la suficiente grandeza de alma... —Alekséi Aleksándrovich se había puesto pálido, y las palabras salían con dificultad de sus labios temblorosos.

—Anna lo fía todo a tu magnanimidad. Sólo te suplica una cosa: que la saques de esta situación insoportable en la que se encuentra ahora. Ya no te pide al niño. Alekséi Aleksándrovich, eres un hombre bueno. Ponte por un momento en su lugar. Dada su situación, el divorcio es para ella cuestión de vida o muerte. Si no se lo hubieras prometido antes, se habría resignado a su suerte y se habría quedado a vivir en el campo. Pero, como le habías hecho esa promesa, te escribió y se trasladó a Moscú, donde lleva ya viviendo seis meses, esperando tu respuesta, y donde cada encuentro es como una puñalada en el corazón. Es como tener a un condenado a muerte con el lazo al cuello durante meses, prometiéndole tan pronto la muerte como la salvación. Compadécete de ella, y yo me ocuparé de arreglarlo todo... Vous scrupules...

—No estoy hablando de eso, no estoy hablando de eso... —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich con expresión de desagrado—. Pero es posible que prometiera algo que no tenía derecho a prometer.

—¿Quieres decir con eso que te desdices de tu promesa?

—Nunca me he negado a cumplir lo que entra dentro de lo posible, pero necesito tiempo para dilucidar si lo que prometí entra dentro de lo posible.

—¡No, Alekséi Aleksándrovich! —exclamó Oblonski, poniéndose de pie de un salto—. ¡No puedo creerlo! Es tan desdichada como sólo puede serlo una mujer y tú no puedes negarle...

—¿Hasta qué punto es posible lo que le he prometido? Vous profesa d'être un libre penseur. 184Pero yo, como creyente, no puedo actuar en un asunto tan importante contra los principios cristianos.

—Pero, si no me equivoco, en las sociedades cristianas, entre nosotros, se admite el divorcio —objetó Stepán Arkádevich—. Nuestra Iglesia ha admitido el divorcio. Y nosotros vemos...

—Lo ha admitido, pero no en ese sentido.

—Alekséi Aleksándrovich, no te reconozco —dijo Oblonski, después de una pausa—. ¿No fuiste tú quien lo perdonó todo? Y bien que te lo alabamos. ¿No fuiste tú quien, llevado precisamente de tus sentimientos cristianos, estabas dispuesto a sacrificarlo todo? Tú mismo decías: hay que dar el abrigo cuando te cogen la camisa. Y ahora...

—Te ruego que dejemos... que dejemos esta conversación —exclamó de pronto Alekséi Aleksándrovich con voz chillona, poniéndose de pie, pálido y con la mandíbula temblorosa.

—¡Ah, perdóname! ¡Perdóname si te he afligido! —dijo Stepán Arkádevich, sonriendo con aire confuso, al tiempo que le tendía la mano—. Como embajador que soy, me he limitado a transmitirte el mensaje que me han encargado.

Alekséi Aleksándrovich le dio la mano, se quedó pensativo y al cabo de un rato dijo:

—Tengo que reflexionar y buscar consejo. Pasado mañana os daré una respuesta definitiva —dijo.

Por lo visto, se le había ocurrido algo.

 

XIX

Stepán Arkádevich se disponía a marcharse cuando Kornéi entró en la habitación y anunció:

—¡Serguéi Alekséievich!

«¿Quién es Serguéi Alekséievich?», estuvo a punto de preguntar Stepán Arkádevich, pero en ese momento comprendió:

—¡Ah! Pero ¡si es Seriozha! —exclamó—. Al oír Serguéi Alekséievich pensé que era el director de un departamento.

«Anna me pidió que lo viera», se dijo.

Y recordó la expresión tímida y lastimosa con que Anna, antes de despedirlo, le había dicho: «Probablemente lo verás. Procura recabar todos los detalles que puedas: dónde está, quién se ocupa de él. Y, si fuera posible, Stiva... Porque se podrá arreglar, ¿verdad?». Stepán Arkádevich sabía lo que significaba ese «si fuera posible»: si fuera posible que le concedieran la custodia de su hijo en caso de obtener el divorcio... Stepán Arkádevich se daba cuenta de que no podía pensarse siquiera en esa solución, pero de todos modos se alegró de ver a su sobrino.

Alekséi Aleksándrovich le recordó a su cuñado que no le hablaban nunca al niño de su madre y le pidió que no la nombrara.

—Estuvo muy enfermo después de aquel encuentro imprevisto con su madre —añadió—. Hasta temimos por su vida. Pero, gracias a un tratamiento juicioso, acompañado de baños de mar en verano, ha recobrado la salud. Ahora, siguiendo el consejo del médico, lo he enviado al colegio. Y lo cierto es que la influencia de sus compañeros se ha revelado muy beneficiosa. Ahora goza de excelente salud y estudia muy bien.

—Pero ¡si está hecho todo un hombrecito! ¡Ya no es Seriozha, sino Serguéi Alekséievich! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa, mirando al niño guapo y ancho de espaldas, vestido con chaqueta azul y pantalones largos, que entró en la habitación con determinación y desenvoltura. El muchacho tenía un aspecto saludable y alegre. Saludó a su tío como si fuera un extraño, pero, al reconocerlo, se ruborizó y se volvió apresuradamente, como ofendido y enfadado por algo. A continuación se acercó a su padre y le entregó las notas del colegio.

—No está mal —dijo el padre—. Puedes irte.

—Ha adelgazado y ha crecido. Ya no es un niño, sino todo un muchacho —dijo Stepán Arkádevich—. ¿Te acuerdas de mí?

El muchacho se volvió bruscamente hacia su padre.

—Sí, mon oncle 185—respondió, mirando a su tío, y a continuación bajó los ojos.

Oblonski le dijo que se acercara y le cogió la mano.

—Bueno, ¿cómo te van las cosas? —preguntó, con ganas de iniciar una conversación, pero sin saber qué decirle.

Ruborizándose y sin responder, el muchacho se zafó poco a poco de la mano que le sujetaba su tío. En cuanto Stepán Arkádevich le soltó, miro con aire inquisitivo a su padre, como un pajarillo que acaba de recobrar la libertad, y salió de la habitación con paso ligero.

Había pasado un año desde que Seriozha vio por última vez a su madre. Desde entonces, no había vuelto a saber de ella. Ese mismo año había ingresado en el colegio, donde había llegado a conocer y a apreciar a sus compañeros. Había logrado desembarazarse del recuerdo de su madre, que tanto le había perseguido después de su encuentro con ella y que había sido la causa de su enfermedad. Cuando esas imágenes volvían a asaltarle, las expulsaba de su cabeza sin contemplaciones, pues ahora las consideraba vergonzosas, propias de niñas, no de un muchacho que tenía ya amigos en el colegio. Sabía que su madre y su padre habían discutido y se habían separado; sabía también que tenía que quedarse con su padre y trataba de hacerse a la idea.

Le desagradó ver a su tío, que se parecía a su madre, porque despertó en su interior esos recuerdos que juzgaba vergonzosos. Además, por algunas palabras que oyó mientras esperaba a la puerta del despacho y, sobre todo, por la expresión de ambos, comprendió que habían estado hablando de su madre. Y eso le desagradó aún más. Para no culpar a su padre, con el que vivía y del que dependía, y, principalmente, para no entregarse a esa sensibilidad que consideraba tan humillante, Seriozha había tratado de no mirar a su tío, que había venido para destruir su serenidad, y de no pensar en lo que su presencia le recordaba.

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