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A veces, cuando Kitty lo llamaba una y otra vez, Levin la abrazaba. Entonces, al ver su expresión sumisa y risueña y escuchar sus palabras: «Te estoy atormentando», se revolvía contra Dios, aunque al momento se acordaba de su plegaria y volvía a implorarle perdón y misericordia.

 

XV

Levin no sabía si era pronto o tarde. Todas las velas estaban a punto de consumirse. Dolly acababa de estar en el despacho y le había aconsejado al médico que se echara un rato. Levin, sentado, escuchaba lo que contaba el médico sobre un hipnotizador charlatán y contemplaba la ceniza de su cigarrillo. Era uno de esos períodos de calma y despreocupación. Se había olvidado por completo de lo que estaba sucediendo. Escuchaba el relato del médico y entendía lo que le estaba contando. De pronto resonó un grito que apenas parecía humano. Era tan terrible que Levin ni siquiera se sobresaltó, aunque, conteniendo la respiración, miró al médico con expresión asustada e inquisitiva. Éste ladeó la cabeza, aguzó el oído y sonrió en señal de aprobación. Todo era tan extraordinario que nada sorprendía a Levin. «Seguramente debe ser así», se dijo, sin moverse de su sitio. ¿Quién había proferido ese grito? Se levantó apresuradamente, entró de puntillas en el dormitorio, esquivó a Yelizaveta Petrovna y a la princesa y se quedó de pie en su puesto, a la cabecera. El grito había cesado, pero algo había cambiado, aunque no sabía exactamente qué. En realidad, prefería no saberlo. Pero lo advertía en el rostro de Yelizaveta Petrovna, severo, pálido y con la misma expresión de resolución, aunque las mandíbulas le temblaban ligeramente y no apartaba la vista de Kitty, congestionada y extenuada, con un mechón de cabellos pegados a la frente sudorosa, vuelta hacia Levin, cuya mirada buscaba. Levantó los brazos, cogió las frías manos de su marido entre las suyas sudorosas y las apretó contra su rostro.

—¡No te vayas, no te vayas! ¡No tengo miedo, no tengo miedo! —dijo con precipitación—. Mamá, quítame los pendientes. Me molestan. ¿Verdad que tú no tienes miedo? Rápido, rápido, Yelizaveta Petrovna... —Hablaba muy deprisa e intentaba sonreír. Pero de pronto se le desfiguró el rostro y rechazó a su marido—. ¡Ah, esto es horrible! ¡Me voy a morir, me voy a morir! ¡Vete, vete! —gritó, y una vez más volvió a oírse ese grito inhumano.

Levin se llevó las manos a la cabeza y salió corriendo de la habitación.

—¡No es nada, no es nada! ¡Todo va bien! —le dijo Dolly cuando pasó a su lado.

Pero, por más que le dijeran, Levin sabía que en esos momentos todo estaba perdido. Se quedó en la habitación contigua, con la cabeza apoyada en el marco de la puerta, escuchando esa especie de grito o aullido, que no se parecía a nada de lo que había oído hasta entonces, consciente de que quien gritaba de ese modo era esa criatura desfigurada que antaño había sido Kitty. Hacía ya tiempo que no deseaba tener un hijo. Ahora incluso odiaba a ese niño. Ni siquiera deseaba que Kitty viviera, sólo que acabaran de una vez sus horribles sufrimientos.

—¡Doctor! ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? ¡Dios mío! —dijo, cogiendo por un brazo al médico, que entraba en esos momentos.

—Ya está terminando todo —replicó el médico. Y, al pronunciar esas palabras, su expresión era tan severa que Levin creyó entender que Kitty se moría.

Fuera de sí, entró corriendo en el dormitorio. Lo primero que distinguió fue el rostro de Yelizaveta Petrovna, aún más ceñudo y grave. A Kitty no la vio. En el lugar en que había estado hasta entonces había una criatura horrible, no sólo por la tensión de sus rasgos, sino también por los alaridos que profería. Levin apretó la cabeza contra el cabecero, sintiendo que el corazón se le rompía en pedazos. El terrible grito, lejos de acallarse, se hacía cada vez más espantoso; pero de pronto cesó, como si hubiera llegado al límite extremo del horror. Levin no daba crédito a sus propios oídos, pero no cabían dudas: el grito se había extinguido, y sólo se oía un murmullo discreto, un crujido de ropas, respiraciones afanosas y, por último, la voz de Kitty, entrecortada, tierna, viva y feliz, que decía apenas en un susurro: «Todo ha terminado».

Levin levantó la cabeza. Con los brazos inertes sobre la colcha, extraordinariamente bella y serena, Kitty lo miraba en silencio, esforzándose infructuosamente por sonreír.

Y de pronto Levin se sintió transportado de ese mundo misterioso, terrible y extraño en el que había pasado las últimas veintidós horas, a su mundo habitual, el de antes, ahora envuelto en la luz de esa nueva felicidad, tan radiante que apenas pudo soportarla. Las cuerdas, demasiado tensas, se quebraron. Sollozos y lágrimas de alegría, tan imparables como imprevistos, sacudieron todo su cuerpo, y durante un buen rato fue incapaz de pronunciar palabra.

Arrodillado delante de la cama, sujetaba la mano de su mujer y la besaba, mientras ella respondía a sus besos con un débil movimiento de los dedos. Entre tanto, a los pies del lecho, en las hábiles manos de Yelizaveta Petrovna, como la llamita de una bujía, se agitaba la vida de un ser humano que antes no existía, que viviría y engendraría a otros como él, haciendo valer sus derechos, tan importantes como los de cualquier otro.

—¡Está vivo! ¡Está vivo! ¡Y además es un niño! ¡No se preocupe! —oyó decir Levin a Yelizaveta Petrovna, mientras golpeaba la espalda de la criatura con mano temblorosa.

—¿Es verdad, mamá? —preguntó Kitty.

Por toda respuesta la princesa emitió un sollozo.

Y en medio del silencio, como una indudable respuesta a la pregunta de la madre, se oyó una voz completamente distinta de todas las que hablaban en susurros en la habitación. Era el grito audaz y temerario, que no atendía a razones y no se sabía de dónde venía, de esa criatura recién nacida.

Si antes le hubiesen dicho a Levin que Kitty había muerto y él también, que sus hijos eran ángeles y que estaban todos delante de Dios, no se habría sorprendido lo más mínimo. Pero ahora, de vuelta en el mundo real, hacía grandes esfuerzos por comprender que Kitty estaba sana y salva y que la criatura que aullaba con tanta desesperación era su hijo. Kitty estaba viva, los sufrimientos habían cesado. Y él era inmensamente dichoso. Era lo único que entendía, y no cabía en sí de felicidad. Pero ¿y el niño? ¿Quién era? ¿De dónde venía y para qué?... No podía entender nada, asumir esa nueva realidad. Le parecía que era una criatura superflua, que estaba de más, y que tardaría mucho tiempo en acostumbrarse a su presencia.

 

XVI

Pasadas ya las nueve el viejo príncipe, Serguéi Ivánovich y Stepán Arkádevich se reunieron en casa de Levin. Después de hablar de la parturienta, se pusieron a comentar otros asuntos. Levin los escuchaba, pero no podía dejar de pensar en el pasado, en lo que había sido su vida hasta esa mañana; también se acordaba de sí mismo, de cómo había sido hasta la víspera de ese acontecimiento. Y le parecía que habían transcurrido cien años desde entonces. Tenía la impresión de flotar a una altura inalcanzable, desde la que descendía con precaución para no ofender a las personas con las que estaba hablando. Mientras conversaba, no dejaba de pensar en su mujer, en los detalles de su estado actual y en su hijo, tratando de hacerse a la idea de su existencia. El mundo femenino, que desde que se había casado había adquirido un significado nuevo, desconocido hasta entonces, ahora se le antojaba tan elevado que no podía abarcarlo con la imaginación. Escuchaba los comentarios sobre la comida del día anterior en el casino y pensaba: «¿Qué estará haciendo Kitty? ¿Se habrá quedado dormida? ¿Se encontrará bien? ¿Qué estará pensando? ¿Gritará el pequeño Dmitri?». Y en medio de la conversación, en medio de una frase, se levantaba de un salto y salía de la habitación.

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