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—Avísame si puedo pasar a verla —dijo el príncipe.

—Muy bien, ahora mismo —respondió Levin y, sin detenerse, se dirigió al dormitorio de su mujer.

Kitty no dormía, estaba hablando en voz baja con su madre, con quien hacía planes para el bautizo.

Aseada, peinada, con un elegante gorrito adornado de azul, las manos sobre la colcha, yacía de espaldas. Cuando sus ojos se encontraron, lo atrajo con la mirada, ya luminosa de por sí, pero todavía más brillante a medida que Levin se acercaba. En su rostro seguía percibiéndose ese cambio de lo terreno a lo ultraterreno que se advierte en la cara de los muertos; pero en este caso no se trataba de una señal de despedida, sino de bienvenida. De nuevo su corazón fue presa de una agitación semejante a la que había experimentado durante el parto. Kitty le cogió la mano y le preguntó si había dormido. Incapaz de responder, Levin volvió la cabeza, convencido de su debilidad.

—Pues yo he descabezado un sueñecito, Kostia —le dijo—. Y ahora me encuentro muy bien.

Kitty se quedó mirando a su marido, pero de pronto su expresión cambió.

—Démelo —dijo, al oír los gemidos del niño—. Démelo, Yelizaveta Petrovna. Quiero que mi marido lo vea.

—Pues claro, que lo vea su papá —dijo la comadrona, levantando una cosa roja, extraña y temblorosa—. Pero espere un momento a que lo arreglemos. —Y Yelizaveta Petrovna depositó esa cosa roja y temblorosa en la cama, lo desvistió, le echó unos polvos y volvió a vestirlo, levantándolo y dándole la vuelta con un solo dedo.

Al ver esa criatura minúscula y lastimosa, Levin se esforzó en vano por despertar en su alma algún sentimiento paternal. Sólo sentía repugnancia. Pero, cuando lo desnudaron y aparecieron ante su vista esos bracitos menudos y esos piececitos de color azafrán, con el dedo gordo distinto de los demás, y cuando la comadrona dobló esos bracitos, que se agitaban como blandos muelles, para meterlos en la camisita de hilo, sintió tanta compasión por la criatura y tanto temor de que Yelizaveta Petrovna pudiera hacerle daño que le sujetó el brazo.

La comadrona se echó a reír.

—¡No se asuste, no se asuste!

Cuando el niño estuvo arreglado y convertido en un muñeco rígido, Yelizaveta Petrovna lo acunó, como si estuviera orgullosa de su trabajo, y a continuación se echó a un lado, para que el padre pudiera verlo en todo su esplendor.

Kitty seguía con atención todos los movimientos del niño, con el rabillo del ojo.

—¡Démelo, démelo! —repitió, e hizo intención de incorporarse.

—Pero ¿qué hace usted, Katerina Aleksándrovna? ¡No debe moverse así! Ya se lo doy yo. Pero vamos a enseñarle a papá lo guapo que eres.

Y Yelizaveta Petrovna levantó con una sola mano (con los dedos de la otra sólo sostenía la oscilante nuca) a la criatura extraña y rojiza, que se movía y ocultaba el rostro en los pliegues de la mantilla. Levin distinguió la nariz, los ojos bizcos, los labios balbucientes.

—¡Un niño precioso! —exclamó la comadrona.

Levin suspiró con desánimo. Ese niño precioso sólo despertaba en él un sentimiento de repugnancia y lástima, muy diferente de lo que había esperado.

Mientras la comadrona colocaba al niño para que tomara el pecho por primera vez, Levin se volvió, pero una risa le hizo levantar la cabeza. Era Kitty. El niño le había agarrado el pecho.

—¡Bueno, basta, basta! —decía Yelizaveta Petrovna, pero Kitty no soltaba a la criatura, que se había quedado dormida en sus brazos.

—¡Míralo ahora! —exclamó Kitty, girando al niño de tal modo que Levin pudiera verlo. De pronto la carita de viejo se arrugó aún más, y el niño estornudó.

Sonriendo y conteniendo a duras penas las lágrimas de emoción que se agolpaban en sus ojos, Levin besó a su mujer y salió de la habitación en penumbras.

Lo que sentía por esa pequeña criatura era algo completamente distinto de lo que había esperado. No podía hablarse de alegría o satisfacción. Al contrario, lo que le embargaba era un miedo espantoso, desconocido hasta entonces, la conciencia de una nueva región vulnerable. Tan dolorosa era esa conciencia y tan grande su temor de que esa criatura indefensa pudiese sufrir que en un primer momento le pasó desapercibido el extraño sentimiento de alegría inmotivada e incluso de orgullo que le causó el estornudo del niño.

 

XVII

Los asuntos de Stepán Arkádevich iban de mal en peor.

Había gastado las dos terceras partes del dinero que le había reportado la venta del bosque, y había recibido casi la totalidad del resto, con un descuento del diez por ciento. El comerciante se negaba a entregar más dinero, sobre todo porque ese invierno Daria Aleksándrovna había hecho valer por primera vez sus derechos sobre la hacienda y se había negado a firmar el recibo correspondiente al último tercio del bosque. Los gastos de la casa y el pago de pequeñas deudas inaplazables consumían todo el sueldo de Oblosnki. No les quedaba ni un céntimo.

Era una situación desagradable y molesta, que en opinión de Stepán Arkádevich no podía prolongarse. Estaba convencido de que todo se debía a que su sueldo era demasiado bajo. No cabía duda de que el puesto que ocupaba había sido muy bueno cinco años antes, pero ya no era así. Petrov, como director de banco, recibía doce mil rublos; Sventitski, miembro de una sociedad, diecisiete mil; Mitin, que había fundado un banco, cincuenta mil. «Es evidente que me he dormido y se han olvidado de mí», pensaba Stepán Arkádevich. Así pues, aguzó el oído y abrió bien los ojos, y a finales del invierno encontró un puesto muy lucrativo y se dispuso a pasar al ataque, primero desde Moscú, a través de sus tíos, tías y amigos; más tarde, en primavera, cuando el asunto ya estaba maduro, viajó en persona a San Petersburgo. Era uno de esos empleos lucrativos y venales, más comunes ahora que antes, con sueldos que oscilan entre los mil y los cincuenta mil rublos al año. Se trataba de formar parte de la comisión de la Agencia Conjunta de Crédito Mutuo de los Ferrocarriles del Sur y de las Entidades Bancarias. 181Ese cargo, como todos los de su género, exigía unos conocimientos vastísimos y un grado de energía que difícilmente se dan en una sola persona. Por eso, a falta de un candidato que reuniera todas esas cualidades, los responsables preferían que ocupara el cargo un hombre honrado. Y Stepan Arkádevich lo era no sólo en sentido literal, sino también en el que se le da en Moscú cuando se habla de «un político honrado», «un escritor honrado», «un periódico honrado», «una institución honrada», «una tendencia honrada», y que significa no sólo que la persona y la institución en cuestión son honradas, sino que, llegado el caso, pueden atacar al gobierno. Stepán Arkádevich frecuentaba los círculos de Moscú en los que se había introducido esa palabra, donde lo tenían por un hombre honrado; en consecuencia, tenía más derecho que nadie a ocupar ese puesto.

El cargo reportaba de siete a diez mil rublos al año, y Oblonski podía ocuparlo sin renunciar a su plaza de funcionario. Dependía de dos ministerios, de una Señora y de dos judíos. Aunque esas personas estaban predispuestas en su favor, tenía que visitarlas en San Petersburgo. Además, había prometido a su hermana arrancar a Karenin una respuesta definitiva sobre el divorcio. En definitiva, después de conseguir que Dolly le entregara cincuenta rublos, partió para San Petersburgo.

Sentado en el despacho de Karenin, Stepán Arkádevich escuchaba su informe sobre las causas del mal estado de las finanzas rusas, esperando el momento en que concluyera para hablarle de su asunto y de Anna.

—Sí, tiene usted mucha razón —dijo, cuando Alekséi Aleksándrovich, quitándose el pince-nez, sin el que ya no era capaz de leer, le miró con aire inquisitivo—. Todo eso es cierto en lo que respecta a los detalles, pero no hay que olvidar que el principio de nuestra época es la libertad.

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