—¡Buenos días! —le dijo el médico, tendiéndole la mano con la mayor parsimonia del mundo, como si quisiera burlarse de Levin—. No tenga prisa. ¿Y bien?
Tratando de ser lo más preciso posible, Levin pasó a contarle muchos detalles innecesarios del estado de su mujer, interrumpiéndose a cada momento para suplicarle que saliera inmediatamente con él.
—Pero no tenga usted prisa. Estoy seguro de que mi presencia no será necesaria. En cualquier caso, como se lo he prometido, iré con usted. No obstante, no hay razón para que nos apresuremos. Siéntese usted, haga el favor. ¿Le apetece una taza de café? —Levin le miró, preguntándole con los ojos si se estaba burlando de él. Pero no era ésa la intención del médico—. Lo sé, lo sé —añadió, sonriendo—. Yo también soy padre de familia. Pero en estos momentos los maridos somos las personas más dignas de lástima. El marido de una de mis pacientes se marcha siempre a la cuadra cuando su mujer va a dar a luz.
—Pero ¿cómo lo ve usted, Piotr Dmítrevich? ¿Cree usted que todo saldrá bien?
—Así lo indican los datos.
—¿Por qué no nos vamos ya? —preguntó Levin, mirando con irritación al criado, que traía el café.
—Esperemos una horita.
—¡No, por el amor de Dios!
—Bueno, pues déjeme al menos que me tome el café.
El médico cogió la taza. Ambos guardaron silencio.
—Parece que a los turcos les están dando una buena paliza. ¿Ha leído usted el telegrama de ayer? —preguntó el médico, mientras masticaba un bollo.
—¡No puedo más! —exclamó Levin, poniéndose en pie de un salto—. Entonces, ¿vendrá a nuestra casa dentro de un cuarto de hora?
—Palabra de honor.
—¿Palabra de honor?
Cuando Levin regresó, se topó con la princesa, que llegaba en esos momentos. Se dirigieron juntos a la puerta del dormitorio. La princesa tenía lágrimas en los ojos y sus manos temblaban. Al ver a Levin, le abrazó y se echó a llorar.
—¿Cómo va todo, mi querida Yelizaveta Petrovna? —preguntó a la comadrona, que salió a su encuentro con el rostro brillante y preocupado, cogiéndola por el brazo.
—Bien —respondió ésta—. Trate de convencerla para que se tumbe. Se encontrará mejor.
Desde el momento en que se había despertado y había comprendido lo que estaba pasando, Levin se había preparado para soportar lo que se le venía encima, sin reflexionar, sin anticipar nada, cerrando el paso con firmeza a cualquier idea y sentimiento; sí, en lugar de incordiar a su mujer, pro curaría calmarla y darle ánimos. Sin preguntarse siquiera qué es lo que iba a suceder y cómo terminaría todo, y ateniéndose a las informaciones que le habían dado sobre el tiempo que solía durar un parto, procuró armarse de paciencia y se preparó para dominar los impulsos de su corazón durante unas cinco horas, algo que le parecía posible. Pero, cuando regresó de casa del médico y vio de nuevo los sufrimientos de Kitty, se puso a repetir cada vez más a menudo: «Señor, perdónanos y ayúdanos», al tiempo que suspiraba y levantaba los ojos al cielo. Tenía miedo de no soportar ese trance, de echarse a llorar o salir corriendo en cualquier momento. Tan grandes eran sus padecimientos. Y sólo había transcurrido una hora.
Pero después de esa hora transcurrió una segunda, y luego una tercera y una cuarta, hasta llegar finalmente a la quinta que se había fijado como plazo máximo para su paciencia. Y la situación no había variado lo más mínimo. Seguía armándose de paciencia, porque no podía hacer otra cosa, y no dejaba de pensar que había llegado al límite de su aguante y que el corazón iba a estallarle de un momento a otro, incapaz de soportar tantos sufrimientos.
Pero pasaron unos minutos más, y luego horas y horas, y sus padecimientos y su horror iban en aumento, y su tensión era cada vez mayor.
Todas las condiciones de la vida cotidiana, sin las cuales no era posible imaginar nada, habían dejado de existir para Levin. Había perdido la noción del tiempo. Ahora los minutos —esos minutos en que ella lo llamaba a su lado y él le cogía la mano sudada, que tan pronto apretaba la suya con una fuerza extraordinaria como la rechazaba— le parecían horas, y las horas se le antojaban minutos. Se sorprendió cuando Yelizaveta Petrovna le pidió que encendiera una vela detrás del biombo, y entonces se dio cuenta de que ya eran las cinco de la tarde. Su perplejidad no habría sido menor si le hubieran dicho que eran las diez de la mañana. No habría sido capaz de decir dónde había estado todo ese tiempo y qué había sucedido a su alrededor. Veía el rostro inflamado de Kitty, que tan pronto expresaba perplejidad y sufrimiento como sonreía, tratando de clamarlo. También veía a la princesa, colorada, tensa, con los rizos grises despeinados y los ojos llenos de lágrimas, que se esforzaba en contener, mordiéndose los labios; veía a Dolly, al médico, que fumaba gruesos cigarrillos, a Yelizaveta Petrovna, con su rostro firme, resuelto y tranquilizador, y al viejo príncipe, que se paseaba por la sala con el ceño fruncido. Pero no sabía cómo entraban y salían, dónde estaban. La princesa tan pronto estaba con el médico en el dormitorio como en el despacho, donde se había puesto la mesa; a veces era Dolly quien ocupaba su puesto. Levin también recordaba que lo habían enviado a algún lugar. En una ocasión le pidieron que cambiara de sitio una mesa y un sofá. Y Levin puso en ello los cinco sentidos, pensando que era algo que Kitty necesitaba. Sólo más tarde se dio cuenta de que se trataba de su propio lecho. Más tarde lo enviaron al despacho para que le preguntara algo al médico, quien, después de responderle, se puso a hablarle de los desórdenes que se habían producido en la asamblea municipal. También lo mandaron al dormitorio de la princesa en busca de un icono con marco de plata dorada. Con ayuda de la vieja doncella de la princesa, se había encaramado a un aparador para cogerlo y había roto la lamparilla. Después de que la doncella le tranquilizara tanto con respecto a su mujer como a la lamparilla, llevó el icono al dormitorio de Kitty y lo puso a la cabecera, fijándolo con mucho cuidado detrás de las almohadas. Pero no habría sido capaz de decir dónde, cuándo y por qué había sucedido todo eso. Tampoco entendía por qué la princesa le había cogido la mano y, con una mirada compasiva, le pedía que se tranquilizara, por qué Dolly intentaba convencerle de que comiera un poco y lo sacaba de la habitación, ni siquiera por qué el médico lo miraba con aire grave y tanta piedad y le ofrecía unas gotas.
Sólo tenía claro que se encontraba en una situación semejante a la que había afrontado un año antes en aquella posada de provincias, al pie del lecho de muerte de su hermano Nikolái. Con la única diferencia de que aquello era motivo de tristeza y esto de alegría. Pero tanto aquella tristeza como esta alegría estaban fuera de las condiciones de la existencia cotidiana, eran como una especie de grieta que dejaba traslucir una vida superior. Las penas y sufrimientos que entrañaba el acontecimiento presente no eran menores que las de aquel otro, y el alma, al contemplar ese hecho supremo, se elevaba a cimas igual de inaccesibles, con las que antes no había soñado siquiera y adonde la razón no podía seguirla.
«Señor, perdónanos y ayúdanos», seguía repitiendo para sus adentros, feliz de haber recuperado, a pesar de su largo y en apariencia completo alejamiento de la religión, la misma confianza y sencillez con que se dirigía a Dios en su infancia y primera juventud.
Durante todo ese tiempo se debatió entre dos estados de ánimo distintos. Uno, lejos de Kitty, cuando estaba con el médico, que fumaba un grueso cigarrillo tras otro, apagándolos después en el borde del cenicero, lleno ya de colillas, o cuando charlaba con Dolly y con el príncipe, que le hablaban de comida, de política o de la enfermedad de Maria Petrovna. En tales ocasiones parecía olvidarse por un momento de lo que estaba sucediendo y tenía la sensación de haberse despertado de pronto. Otro, en presencia de Kitty, sentado a su cabecera. Entonces su corazón estaba a punto de estallar, henchido de compasión, y no paraba de suplicarle a Dios. Y, cada vez que en uno de esos momentos de olvido, le llegaba un grito desde el dormitorio, volvía a incurrir en el mismo error en que había caído en el primer momento: se levantaba de un salto y corría a justificarse; pero por el camino recordaba que no tenía la culpa. Y entonces sentía deseos de defenderla, de ayudarla. Pero, cuando la veía, se daba cuenta de que no podía ayudarla y, horrorizado, repetía: «Señor, perdónanos y ayúdanos». Cuanto más tiempo pasaba, más se reforzaban esos dos estados de ánimo: cuando no la tenía delante, se sentía cada vez más tranquilo, y hasta llegaba a olvidarla por completo; en cambio, en su presencia, los sufrimientos se volvían cada vez más insoportables, y también su propia sensación de impotencia. Y él se levantaba de un salto, con la intención de huir a alguna parte; pero al poco rato volvía corriendo a su lado.