Vronski guardó silencio, presa, por lo visto, de una gran agitación.
—Sí, claro que lo comprendo. Pero ¿qué puede hacer Anna? —preguntó Daria Aleksándrovna.
—Sí, eso me lleva al objeto de mi conversación con usted —respondió.
Vronski, esforzándose por recobrar la calma—. Todo depende de Anna... Hasta para presentar ante el emperador una petición de adopción, se necesita primero el divorcio. Y eso depende de Anna. Su marido había aceptado concedérselo. La verdad es que en aquella ocasión lo había arreglado todo. Y estoy convencido de que tampoco ahora se negaría. Bastaría con que Anna le escribiera. Entonces dijo con toda claridad que, si ella lo deseaba, no se opondría. Naturalmente —añadió con aire sombrío—, es una de esas crueldades farisaicas de las que sólo son capaces las personas sin corazón. Sabe cuánto la atormenta cualquier recuerdo relacionado con él y, conociéndola como la conoce, le exige una carta. Entiendo lo doloroso que es para Anna. Pero las razones son tan importantes que es preciso passer par dessus toutes ces finesses de sentiment. Il y va du bonheur et de l'existence d'Anna et de ses enfants. 144Ya no hablo de mí mismo, aunque sufro mucho, muchísimo —dijo con una expresión retadora, como si estuviera amenazando a alguien por lo mucho que sufría—. Por eso me agarro a usted con tanto descaro, princesa, como a un áncora de salvación. ¡Ayúdeme a convencerla de que le escriba y le reclame el divorcio!
—Sí, claro —dijo Daria Aleksándrovna, con escasa convicción, recordando vivamente su último encuentro con Alekséi Aleksándrovich—. Sí, claro —repitió con decisión, pensando en Anna.
—Sírvase de su influencia para convencerla de que le escriba. Yo no sería capaz, aunque quisiera, de abordar esta cuestión con ella.
—Vale, lo intentaré. Pero ¿cómo es posible que ella misma no lo vea? —preguntó Daria Aleksándrovna, recordando de pronto, por alguna razón, la extraña y nueva costumbre que tenía Anna de entornar los ojos. Y le vino a la memoria que ésta recurría precisamente a ese gesto cuando hablaba de algún aspecto íntimo de su vida. «Es como si cerrara los ojos ante su propia existencia, para no verla en su totalidad», pensó—. Hablaré con ella sin falta, tanto por mí misma como por ella —añadió en respuesta a la mirada agradecida de Vronski.
Se levantaron y se dirigieron a la casa.
XXII
Cuando Anna se encontró con Dolly, después de volver del establo, la miró atentamente a los ojos, como intentando adivinar de qué había estado hablando con Vronski, pero no le preguntó nada.
—Me parece que ya es hora de comer —dijo—. Y apenas hemos tenido tiempo de vernos. Pero aún tenemos toda la tarde por delante. Ahora hay que cambiarse de ropa. Supongo que tú también querrás hacerlo, porque nos hemos ensuciado en la obra.
Ya en su habitación, Dolly estuvo a punto de echarse a reír. No podía cambiarse, porque llevaba puesto su mejor vestido. No obstante, para dejar constancia de que se había preparado de algún modo para la comida, le pidió a la doncella que le cepillara el vestido, cambió los puños y el lacito y se puso un tocado de encaje en la cabeza.
—Es lo único que he podido hacer —le dijo a Anna con una sonrisa, cuando ésta salió a su encuentro con otro vestido de una sencillez pasmosa, el tercero de ese día.
—Sí, aquí somos muy respetuosos con la etiqueta —replicó Anna, como disculpándose de su elegancia—. Alekséi está encantado con tu llegada. Pocas veces lo he visto tan contento. Decididamente se ha enamorado de ti —añadió—. ¿No estás cansada?
Antes de la comida no tuvieron tiempo de hablar de nada. Al entrar en el salón, se encontraron a la princesa Varvara y a los caballeros, vestidos todos de levita negra, menos el arquitecto, que llevaba frac. Vronski presentó a Dolly al médico y al administrador. Al arquitecto ya lo había conocido en el hospital.
El mayordomo, un hombre gordo y carirredondo, lustroso con sus mejillas rasuradas y su corbata blanca y almidonada, anunció que la comida estaba servida, y las señoras se pusieron en pie. Vronski pidió a Sviazhski que ofreciese su brazo a Anna Arkádevna y él hizo lo propio con Dolly. Veslovski se acercó a la princesa Varvara, adelantándose a Tushkévich, a quien no le quedó más remedio que unirse al médico y al administrador.
El comedor, la vajilla, el servicio, el vino y las viandas no sólo no desmerecían del tono general de la casa, sino que sobrepujaban en lujo y novedad a todo lo demás. Daria Aleksándrovna observaba esa suntuosidad desconocida. Aunque no albergaba la menor esperanza de introducir en su propio hogar nada de lo que veía, pues todo estaba muy por encima de su tren de vida, como buena ama de casa reparaba involuntariamente en cada uno de los detalles y se preguntaba quién se ocuparía de ellos. Vásenka Veslovski, Stepán Arkádevich, incluso Sviazhski y muchas otras personas a las que Dolly conocía, nunca pensaban en esos preparativos. En su caso, daban por supuesto que cualquier anfitrión respetable deseaba que sus invitados creyeran que todos los arreglos de la casa se habían hecho por sí mismos, sin ningún esfuerzo. Pero Daria Aleksándrovna sabía que ni siquiera una papilla para el desayuno de los niños se hace por sí sola y que una organización tan complicada y soberbia como aquélla requería una atención máxima. Por la mirada con que Alekséi Kirílovich contempló la mesa, la seña que dirigió al mayordomo y el modo con que le dio a elegir a Daria Aleksándrovna entre una sopa fría de pescado y un consomé, comprendió que el responsable de ese orden era el propio dueño de la casa. No cabía duda de que Anna intervenía tan poco en esos asuntos como Veslovski. Tanto ella como Sviazhski, Vásenka y la princesa Varvara no eran más que simples invitados, que disfrutaban alegremente de lo que les habían preparado.
Anna sólo desempeñaba su papel de anfitriona a la hora de dirigir la conversación, una tarea muy complicada cuando los invitados son pocos y pertenecen a ambientes tan distintos como el administrador y el arquitecto, incapaces de tratar temas generales, a pesar de que intentaban no dejarse intimidar por ese lujo inusitado. Anna cumplía con su cometido con su tacto habitual, con naturalidad y hasta con placer, como observó Daria Aleksándrovna.
Después de hablar del paseo en barca que Tushkévich y Veslovski habían dado solos, el primero se refirió a las últimas regatas del Yatch Club de San Petersburgo. Pero Anna, aprovechándose de una pausa, se dirigió al arquitecto para sacarle de su mutismo.
—Nikolái Ivánovich se ha quedado impresionado de lo mucho que ha avanzado la obra desde la última vez que estuvo aquí —dijo, refiriéndose a Sviazhski—. A mí me pasa lo mismo, y eso que la veo a diario.
—Da gusto trabajar con su excelencia —replicó el arquitecto con una sonrisa (era un hombre tranquilo y cortés, consciente de sus propios méritos)—. Con las autoridades locales las cosas no son tan fáciles. Mientras con la administración me veo obligado a gastar una resma de papel rellenando informes, aquí sólo tengo que exponerle mi proyecto al conde y en tres palabras nos ponemos de acuerdo.
—Métodos americanos —dijo Sviazhski, sonriendo.
—Sí, allí los edificios se construyen de manera racional...
La conversación pasó a ocuparse de los abusos de poder en Estados Unidos, pero Anna no tardó en reconducirla a otro tema, para sacar al administrador de su silencio.
—¿Has visto alguna vez una máquina segadora? —preguntó, dirigiéndose a Daria Aleksándrovna—. Habíamos ido a verlas cuando nos encontramos contigo. Era la primera vez que las veía.
—¿Cómo funcionan? —preguntó Dolly.
—Igual que unas tijeras. No es más que una tabla con muchas tijeras pequeñas. Más o menos así.
Con sus manos blancas y bellas, cubiertas de sortijas, Anna cogió un cuchillo y un tenedor y le hizo a Dolly una demostración. Se daba perfecta cuenta de que nadie la entendía, pero como sabía que hablaba de un modo agradable y que tenía unas manos bonitas, siguió con su explicación.