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Cuando terminó de hablar con el arquitecto, Vronski se unió a las señoras y las condujo al interior del hospital.

Aunque por fuera aún estaban rematando las cornisas y todavía no habían acabado de pintar el piso bajo, el superior estaba casi listo. Después de subir hasta el descansillo por la ancha escalera de hierro fundido, entraron en la primera sala, bastante espaciosa. El estucado de las paredes imitaba el mármol; los cristales ya estaban puestos en las enormes ventanas; lo único que aún no estaba terminado era el parqué. Los carpinteros, que cepillaban los cuadrados de madera, dejaron su labor, se quitaron las cintas con las que se ceñían los cabellos y saludaron a los señores.

—Ésta es la sala de espera —dijo Vronski—. No tendrá más mobiliario que un pupitre, una mesa y un armario.

—Vengan por aquí. No se acerquen a la ventana —dijo Anna, pasando un dedo por el marco—. Alekséi, la pintura ya está seca —añadió.

De la sala de espera salieron al pasillo, donde Vronski les enseñó el nuevo sistema de ventilación que habían instalado. Luego les mostró los baños de mármol y las camas, con magníficos colchones de muelles. Recorrieron todas las salas, una tras otra, luego la despensa, el cuarto para la ropa blanca, las estufas de modelo nuevo, las carretillas para transportar sin ruido por el pasillo los objetos necesarios y muchas cosas más. Sviazhski, hombre familiarizado con los últimos adelantos, lo alababa todo. Dolly simplemente estaba asombrada de todas las novedades que veía, intentaba comprender el funcionamiento de todo y hacía preguntas detalladas, algo que a Vronski le causaba un evidente placer.

—Sí, creo que será el único hospital de Rusia equipado como Dios manda —dijo Sviazhski.

—¿Y no tendrá una sala de maternidad? —preguntó Dolly—. Es algo muy necesario en el campo. He observado a menudo...

A pesar de su cortesía, Vronski la interrumpió.

—Esto no es una maternidad, sino un hospital, en el que se atenderán todas las enfermedades, menos las contagiosas —dijo—. Mire esto... —añadió, sentándose en un sillón y moviéndolo—. El enfermo aún no es capaz de andar, todavía está débil o le duelen las piernas, pero necesita tomar el aire. Pues no tiene más que subirse y ya puede dar un paseo...

A Daria Aleksándrovna le interesaba y le gustaba mucho todo, en especial la animación sincera e ingenua de Vronski. «Sí, es un hombre muy bueno y muy simpático», pensaba, sin escucharle, pero examinando su rostro y poniéndose mentalmente en el lugar de su amiga. Tanto le había gustado esa animación que comprendió que Anna se hubiera enamorado de él.

 

XXI

—Creo que la princesa está cansada y que los caballos no le interesan —le dijo Vronski a Anna, que había propuesto que visitaran la cuadra, pues quería que Sviazhski viera el nuevo potro—. Vayan ustedes, y yo acompañaré a la princesa a casa. Así podremos charlar un rato. Si le parece bien —añadió, dirigiéndose a Dolly.

—Por mí encantada, porque no entiendo nada de caballos —replicó Daria Aleksándrovna, un tanto sorprendida.

Se daba cuenta, por la cara que ponía Vronski, de que quería pedirle algo. Y no se equivocaba. En cuanto atravesaron la cancela y volvieron a entrar en el jardín, Vronski miró hacia el lugar donde se encontraba Anna y, convencido de que no podía oírlos ni verlos, dijo mirándola con ojos risueños:

—Habrá adivinado que quiero hablar con usted. Sé que aprecia de verdad a Anna.

Vronski se quitó el sombrero, sacó un pañuelo y se enjugó la cabeza, en la que el cabello empezaba a ralear.

Daria Aleksándrovna, sin responder palabra, lo miró con ojos asustados. En cuanto se quedaron solos, la invadió un repentino temor: esos ojos risueños y esa expresión grave le daban miedo.

En un instante se le pasaron por la cabeza las suposiciones más diversas sobre lo que Vronski quería pedirle. «Me propondrá que pase aquí una temporada con los niños y tendré que negarme. O que, una vez en Moscú, forme un círculo de amistades para Anna... ¿O se tratará de las relaciones de Vásenka Veslovski con Anna? Tal vez quiera hablarme de Kitty, confesarme que se siente culpable ante ella.» Sólo era capaz de imaginar cosas desagradables, pero no logró adivinar el asunto que Vronski se disponía a abordar.

—Ejerce usted una gran influencia sobre Anna y ella la quiere mucho; por eso le ruego que me ayude —dijo.

Daria Aleksándrovna miró con expresión azorada e inquisitiva el rostro enérgico de Vronski, tan pronto iluminado por un rayo de sol que se filtraba entre los tilos como cubierto de sombra, y se quedó esperando la continuación de sus palabras, pero él ahora caminaba en silencio a su lado, levantando la grava con el bastón.

—Si ha venido usted a vernos, y es la única de las antiguas amigas de Anna que se ha animado a dar ese paso (a la princesa Varvara no la cuento), entiendo que no lo habrá hecho porque considere normal nuestra relación, sino porque es consciente de lo penosa que es la posición de Anna y, como le tiene afecto, quiere ayudarla. ¿Es así o me equivoco? —preguntó, volviéndose hacia ella.

—Es así —contestó Daria Aleksándrovna, cerrando la sombrilla—, pero...

—No —la interrumpió Vronski y, sin darse cuenta de que con eso ponía a su interlocutora en una situación incómoda, se detuvo, obligando a que Dolly hiciera lo mismo—. Nadie es más consciente que yo de lo penosa que es la posición de Anna. Y es comprensible, si me hace el honor de considerarme un hombre de corazón. Al ser el causante de tales circunstancias, soy más sensible que nadie a sus consecuencias.

—Lo entiendo —dijo Daria Aleksándrovna, conmovida, a pesar suyo, de la sinceridad y firmeza con que había pronunciado esas palabras—. Pero, precisamente por sentirse responsable, es posible que exagere usted. Desde luego, su posición en sociedad es penosa.

—¡En sociedad es un infierno! —se apresuró a replicar Vronski, frunciendo el ceño con aire sombrío—. No es posible imaginar tormentos morales más crueles que los que ha tenido que soportar Anna a lo largo de las dos semanas que hemos pasado en San Petersburgo... Debe usted creerme.

—Sí, pero aquí, mientras Anna... y usted no necesiten de la sociedad...

—¡La sociedad! —exclamó Vronski con desprecio—. ¿Y para qué puedo yo necesitarla?

—Hasta ese momento, que puede no llegar nunca, serán ustedes felices y vivirán en paz. Veo que Anna es feliz, completamente feliz. Ya ha tenido tiempo de comunicármelo —dijo Daria Aleksándrovna, sonriendo; y al pronunciar esas palabras, no pudo dejar de preguntarse si Anna sería realmente feliz.

Vronski, en cambio, no parecía albergar la menor duda al respecto.

—Sí, sí —dijo—. Me doy cuenta de que ha vuelto a la vida después de tanto sufrimiento. Es feliz. En estos momentos es feliz. Pero ¿y yo?... Temo lo que nos espera... Perdone, ¿quiere usted que sigamos andando?

—No, me da lo mismo.

—Entonces, sentémonos aquí.

Daria Aleksándrovna se sentó en un banco, en un recodo de la alameda. Vronski se quedó de pie delante de ella.

—Veo que Anna es feliz —repitió, y las dudas que asaltaban a Daria Aleksándrovna se recrudecieron—. Pero ¿puede prolongarse esta situación? No es cuestión de entrar a juzgar ahora si hemos obrado bien o mal. La suerte está echada —añadió, pasando del ruso al francés—. Estamos unidos para toda la vida. Unidos por los vínculos del amor, que para nosotros son los más sagrados. Tenemos ya una hija, y podemos tener más. Pero las leyes y las condiciones de nuestra situación hacen que surjan miles de complicaciones. Y Anna, que después de tantos sufrimientos y pruebas goza de unos instantes de sosiego, no puede ni quiere verlas. Es comprensible. Pero yo no puedo mirar para otro lado. Según la ley, la niña no es mía, sino de Karenin. ¡No puedo soportar ese engaño! —exclamó con un enérgico gesto de rechazo, al tiempo que contemplaba a Dolly con expresión sombría e inquisitiva. Ésta no respondió y se limitó a mirarlo. Vronski prosiguió—: Si mañana tenemos un hijo, según la ley será un Karenin. No heredará mi apellido ni mi fortuna. Por muy feliz que sea nuestra vida familiar y muchos hijos que tengamos, no habrá ningún vínculo entre nosotros. Llevarán el apellido de Karenin. ¡Hágase usted cargo de lo odiosa y terrible que me resulta esa situación! He intentado hablar con Anna. Pero se irrita. No lo entiende, y yo no soy capaz de decírselo todo. Veamos ahora las cosas desde otro punto de vista. Su amor me hace feliz, pero necesito tener una ocupación. Aquí he encontrado una actividad que me enorgullece y que considero más noble que la de mis antiguos compañeros en la corte y en el ejército. No cambiaría mi posición por la de ellos, se lo aseguro. Trabajo aquí, sin moverme de mis tierras, me siento feliz y contento, y para nuestra dicha no necesitamos nada más. Me gustan las actividades de las que me ocupo. Cela n'est pas un pisaller, 143al contrario... —Daria Aleksándrovna se dio cuenta de que al llegar a ese punto de su explicación Vronski se embarullaba. No acabó de entender la digresión, pero no se le escapó que, una vez que había empezado a hablar de asuntos íntimos que no podía discutir con Anna, no pararía hasta habérselo contado todo y que la cuestión de su actividad en el campo era para él un asunto tan íntimo como las relaciones con Anna—. Lo que quiero decir —continuó, retomando el hilo de sus ideas— es que para consagrarse a una actividad hay que tener el convencimiento de que la obra nos sobrevivirá, de que tendrá continuadores. Y eso es lo que a mí me falta. Imagínese la situación de un hombre que sabe de antemano que los hijos que ha tenido con la mujer a la que ama no serán nunca suyos, sino de una persona que los odia y no quiere saber nada de ellos. ¡Es horrible!

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