—Sí —respondió Levin, ruborizándose por el sacerdote.
«¿Qué necesidad tiene de preguntarme algo así durante la confesión?», pensó.
Entonces, como respondiendo a su pensamiento, el sacerdote dijo:
—Tiene intención de contraer matrimonio y es posible que Dios le conceda descendencia, ¿no es verdad? ¿Qué educación iba a darles usted a sus hijos si no consigue vencer las tentaciones del diablo, que le arrastra a la incredulidad? —preguntó en tono de blando reproche—. Si quiere usted a sus hijos, como cualquier buen padre, no sólo deseará para ellos riquezas, lujos y honores, sino también la salvación, la iluminación espiritual por medio de la luz de la verdad, ¿no es así? ¿Y qué le responderá a su hijo inocente cuando le pregunte: «¡Papá! ¿Quién ha creado tantas maravillas, la tierra, el agua, el sol, las flores, la hierba?». ¿Acaso le responderá usted: «No lo sé»? No puede usted decir que no lo sabe, porque nuestro Señor, en su infinita misericordia, se lo ha revelado. ¿Y qué le dirá cuando le pregunte: «¿Qué me espera en la otra vida?». ¿Qué va a decirle si no sabe nada? ¿Cómo va a responderle? ¿Lo abandonará usted a las tentaciones del mundo y del diablo? ¡No estaría bien! —concluyó, ladeando la cabeza y mirando a Levin con ojos bondadosos y sumisos.
Levin no respondió nada, en este caso no porque no quisiera ponerse a discutir con el sacerdote, sino porque nadie le había hecho nunca tales preguntas. Por lo demás, antes de que su hijo se las hiciera, ya tendría tiempo de pensar en las respuestas.
—Va a entrar usted en una fase de la vida en la que debe elegir un camino y seguirlo —continuó el sacerdote—. Rece a Dios para que, en su infinita misericordia, le ayude y se apiade de usted. Que nuestro señor Jesucristo, lleno de gracia y amor por la humanidad, te perdone, hijo...
Y, una vez terminada la fórmula de la absolución, lo bendijo y lo despidió.
De vuelta en casa, Levin se sintió muy contento de haberse librado de una vez de esa situación tan incómoda, y además sin haber tenido que mentir. Por otro lado, le había quedado la vaga impresión de que las palabras de ese bondadoso y amable anciano no eran tan estúpidas como le habían parecido en un principio, y que tendría que profundizar en algunos de los puntos que había tratado.
«No en estos momentos, desde luego —pensó—, sino más adelante.»
Ahora más que nunca sentía que en su alma había algo turbio e impuro; que, con respecto a la religión, había adoptado la misma actitud que le disgustaba en los demás y que tanto le había reprochado a su amigo Sviazhski.
Levin pasó la velada con su prometida en casa de Dolly y se mostró especialmente alegre. Para explicar a Stepán Arkádevich el estado de excitación en el que se hallaba, se comparó con un perro al que tratan de adiestrar para que salte por un aro; cuando el animal entiende por fin lo que esperan de él, se pone tan contento que ladra, mueve la cola y brinca entusiasmado sobre las mesas y los alféizares de las ventanas.
II
El día de la boda, según era costumbre (tanto la princesa como Daria Aleksándrovna observaban de manera estricta todas las costumbres), Levin no vio a su prometida. Comió en el hotel con tres solteros que se habían reunido allí por casualidad: Serguéi Ivánovich, Katavásov, compañero de universidad y ahora profesor de ciencias naturales, a quien se había encontrado por la calle y había llevado casi a rastras a su habitación, y Chírikov, juez de paz de Moscú y compañero en sus cacerías de osos, que iba a ser su padrino de boda. La comida fue muy alegre. Serguéi Ivánovich estaba de un humor inmejorable y disfrutaba de la originalidad de Katavásov, quien, a su vez, notando que valoraban y comprendían ese rasgo suyo, hacía alarde de él. En cuanto al bondadoso y jovial Chírikov, participaba en todas las conversaciones.
—¡Qué muchacho tan capaz era nuestro amigo Konstantín Dmítrich! —dijo Katavásov, separando mucho las palabras, una costumbre adquirida en la cátedra—. Y hablo en pasado porque ha dejado de existir. Cuando acabó la universidad, le atraía la ciencia, tenía intereses propios de un ser humano. Ahora emplea la mitad de sus facultades en engañarse a sí mismo, y la otra en justificar ese engaño.
—Jamás he conocido a un enemigo más acérrimo del matrimonio que usted —replicó Serguéi Ivánovich.
—No soy enemigo del matrimonio, sino partidario de la división del trabajo. Las personas que no pueden hacer nada deben ocuparse de tener hijos; las demás, contribuir a su instrucción y felicidad. Ésa es mi idea. Legiones de aficionados se empeñan en confundir ambas tendencias, pero yo no me cuento entre ellos.
—¡Cómo me alegraré cuando me entere de que se ha enamorado usted! —intervino Levin—. Le ruego que no deje de invitarme a la boda.
—Ya estoy enamorado.
—Sí, de las jibias. Figúrate —dijo Levin, dirigiéndose a su hermano—, Mijaíl Semiónich está escribiendo un libro sobre la nutrición y...
—¡No embrolle usted las cosas, por favor! Poco importa de lo que trate mi obra. La cuestión es que estoy verdaderamente enamorado de las jibias.
—Pero eso no le impedirá amar a su mujer.
—La jibia no me impedirá amar a mi mujer, pero mi mujer sí a la jibia.
—¿Por qué?
—Ya lo verá. A usted, por ejemplo, le gustan las labores del campo, la caza. ¡Pues espere un poco!
—Por cierto, Arjip ha estado aquí hoy y me ha dicho que en Prudnói hay muchísimos alces y dos osos —dijo Chírikov.
—Pues tendrán que cazarlos sin mí.
—Es verdad —dijo Serguéi Ivánovich—. Tendrás que despedirte de la caza del oso. ¡Tu mujer no te dejará!
Levin sonrió. La idea de que su mujer le prohibiera ir de caza le pareció tan agradable que estaba dispuesto a renunciar para siempre al placer de ver osos.
—En cualquier caso, será una pena cazar esos dos osos sin usted. ¿Se acuerda de la última vez que estuvimos en Japílovo? Fue una cacería estupenda —dijo Chírikov.
Levin no dijo nada. Ese hombre pensaba que podía haber algún placer cuando Kitty no estaba presente. ¿Para qué quitarle la ilusión?
—Por algo se habrá establecido esa costumbre de despedirse de la vida de soltero —dijo Serguéi Ivánovich—. Por muy feliz que sea uno, da pena perder la libertad.
—Reconozca que se sienten ganas de saltar por la ventana, como el novio de esa obra de Gógol. 76
—No le quepa la menor duda, pero no lo reconocerá —dijo Katavásov y prorrumpió en una estruendosa carcajada.
—Bueno, la ventana está abierta... ¡Vámonos ahora mismo a Tver! Uno de los osos es una hembra, así que podemos ir hasta la madriguera. ¡En serio, podemos coger el tren de las cinco! ¡Y aquí que hagan lo que quieran! —dijo Chírikov con una sonrisa.
—Les juro que no encuentro en mi corazón el menor sentimiento de pena por perder mi libertad —repuso Levin, sonriendo.
—Con el caos que reina ahora en su corazón, no encontrará usted nada —objetó Katavásov—. Espere a que haya un poco más de orden y ya verá cómo lo encuentra.
—No, de otro modo, además de mi sentimiento —no quería pronunciar en presencia de ese hombre la palabra «amor»—... y mi felicidad, lamentaría un poco la pérdida de mi libertad... Pero sucede todo lo contrario: me alegro de perderla.
—¡Malo! ¡Es un caso perdido! —exclamó Katavásov—. Bueno, bebamos por su curación, o, mejor, deseémosle que se cumpla al menos una centésima parte de sus sueños. ¡Sólo con eso alcanzaría una felicidad como jamás se ha visto en el mundo!
Poco después de la comida los invitados se fueron para tener tiempo de cambiarse de ropa antes de la boda.
Una vez solo, Levin repasó la conversación que había tenido con esos solterones y volvió a preguntarse si de verdad no lamentaba perder su libertad. La idea le hizo sonreír. «¿Libertad? ¿Y para qué la quiero? La felicidad consiste en amar, en desear lo que ella desea y pensar lo que ella piensa, es decir, en no tener libertad ninguna. ¡Eso es la felicidad!»