«Pero ¿acaso conozco sus pensamientos, sus deseos, sus sentimientos?», le susurró de pronto una voz. La sonrisa desapareció de su rostro y se quedó pensativo. Y de repente se apoderó de él una sensación extraña. Le entró miedo, le asaltaron las dudas. Dudaba de todo.
«¿Y qué pasa si ella no me quiere? ¿Y si se casara conmigo sólo porque tiene que casarse? ¿Y si ni ella misma supiera lo que está haciendo? —se preguntaba—. Puede que después de casarse se dé cuenta de su error, comprenda que no me ama y que no puede amarme.» Y empezaron a rondarle las ideas más extrañas y ofensivas sobre Kitty. Tenía celos de Vronski, igual que un año antes, como si aquella reunión en que los había visto juntos hubiera sido la víspera. Sospechaba que ella no se lo había dicho todo.
Se levantó de un salto. «¡No, esto no puede quedar así! —se dijo desesperado—. Iré a verla, la interrogaré y le diré por última vez: "Somos libres, ¿no sería mejor que no siguiéramos adelante? ¡Cualquier cosa es mejor que la desdicha eterna, la vergüenza y la infidelidad!".» Desesperado y lleno de ira contra la humanidad entera, contra ella y contra sí mismo, salió del hotel y se dirigió a casa de Kitty.
Nadie le esperaba. Se encontró con ella en las habitaciones interiores. Estaba sentada en un baúl, dando órdenes a una doncella y ordenando un montón de vestidos multicolores, dispuestos en los respaldos de las sillas y en el suelo.
—¡Ah! —gritó al verlo, radiante de alegría—. ¿Qué haces aquí? ¿Qué hace usted aquí? —Hasta ese último día lo había tratado tan pronto de tú como de usted—. ¡No te esperaba! Estoy ordenando mis vestidos de soltera para ver a quién puedo dárselos...
—¡Ah! ¡Eso está muy bien! —dijo Levin, mirando a la doncella con aire sombrío.
—Vete, Duniasha, ya te llamaré después —dijo Kitty—, ¿Qué te pasa? —preguntó Kitty, tuteándolo con resolución en cuanto salió la muchacha. Se había dado cuenta de que tenía una expresión rara, alterada y sombría, y sintió miedo.
—¡Kitty! Estoy sufriendo. Y no puedo soportar solo esta tortura —dijo con desesperación, deteniéndose delante de ella y mirándola con ojos suplicantes. Al ver el rostro franco y enamorado de Kitty comprendió que no conseguiría nada con lo que iba a decirle, pero de todos modos necesitaba que ella lo sacase de dudas—. He venido a decirte que aún estamos a tiempo. Podemos dar marcha atrás, arreglar las cosas de alguna manera.
—¿Qué? No entiendo nada. ¿Qué te pasa?
—Te lo he dicho miles de veces, no se me va de la cabeza... No soy digno de ti. No puedes querer casarte conmigo. Piénsalo bien. Te has equivocado. Piénsalo. No puedes haberte enamorado de mí... Sí... Es mejor que me lo digas —añadió, sin mirarla—. Seré desdichado. Que la gente diga lo que le dé la gana. Cualquier cosa es mejor que la infelicidad... Más vale ahora, mientras aún estamos a tiempo...
—No lo entiendo —respondió ella, atemorizada—. ¿Me estás diciendo que quieres echarte atrás... que no deberíamos...?
—Sí, en caso de que no me ames.
—¡Te has vuelto loco! —gritó Kitty, enrojeciendo de cólera. Pero el rostro de Levin expresaba tal desolación que Kitty contuvo su ira, arrojó los vestidos sobre una silla y se acercó a él—. ¿Qué es lo que piensas? Cuéntamelo todo.
—Pienso que no puedes estar enamorada de mí. ¿Por qué ibas a quererme?
—¡Dios mío! ¿Qué puedo...? —dijo y se echó a llorar.
—¡Ah, qué he hecho! —gritó Levin y, poniéndose de rodillas delante de ella, empezó a besarle las manos.
Al cabo de cinco minutos, cuando la princesa entró en su habitación, se los encontró ya completamente reconciliados. Kitty no sólo le había asegurado que le quería, sino que además le había explicado por qué. Le dijo que le quería porque lo comprendía a fondo, porque conocía sus gustos y porque estaba segura de que no podía querer nada malo. Y a Levin todo eso le pareció de una claridad meridiana. La princesa se los encontró sentados en el baúl, uno al lado del otro, separando los vestidos y discutiendo si Kitty debía darle a Duniasha el vestido marrón que llevaba cuando Levin pidió su mano. Ella opinaba que sí, mientras él insistía en que ese vestido no debía regalárselo a nadie. Podía entregarle, en cambio, el azul.
—Pero ¿cómo es posible que no lo entiendas? Es morena y no le quedaría bien... Lo tengo todo pensado.
Al enterarse de la razón de la visita de Levin, la princesa se enfadó medio en broma medio en serio, y le dijo que fuera a vestirse y que dejara de molestar a Kitty, porque el peluquero Charles estaba a punto de llegar para peinarla.
—Con lo desmejorada que está, después de varios días sin comer, y encima vienes tú con tus tonterías —le dijo—. Vamos, largo de aquí, querido.
Levin, sintiéndose avergonzado y culpable, pero ya tranquilizado, volvió al hotel. Su hermano, Daria Aleksándrovna y Stepán Arkádevich, todos de punta en blanco, le esperaban ya para bendecirle con el icono. No había un instante que perder. Daria Aleksándrovna aún tenía que pasar por casa, para recoger a su hijo que, con los cabellos rizados y convenientemente untados de brillantina, sería el encargado de llevar el icono delante de la novia. Luego había que enviar un coche para que recogiera al padrino y mandar de vuelta el otro, en el que iría Serguéi Ivánovich... En general, había que ocuparse de un montón de detalles complicados. Lo único que no admitía dudas era que había que apresurarse, porque ya eran las seis y media.
Ninguno de los presentes se tomó muy en serio la ceremonia de la bendición con el icono. Stepán Arkádevich adoptó una postura solemne y cómica al lado de su mujer, cogió el icono, ordenó a Levin que se prosternase hasta el suelo, lo bendijo con una sonrisa bondadosa y burlona y lo besó tres veces. Daria Aleksándrovna, después de hacer lo mismo, se dispuso a partir a toda prisa, y una vez más volvió a confundirse con los itinerarios previstos de los coches.
—Bueno, esto es lo que vamos a hacer: tú irás a recoger al padrino en nuestro coche, y Serguéi Ivánovich, si es tan amable, irá directamente y luego enviará el coche de vuelta.
—Muy bien, con mucho gusto.
—Y nosotros nos iremos con él ahora. ¿Tienes preparadas ya las cosas? —preguntó Stepán Arkádevich.
—Sí —respondió Levin y ordenó a Kuzmá que le llevara la ropa.
III
Una multitud de gente, compuesta en su mayor parte por mujeres, rodeaba la iglesia, iluminada para la boda. Quienes no habían tenido tiempo de entrar, se agolpaban alrededor de las ventanas, se empujaban, discutían y miraban a través de las rejas.
Más de veinte coches se habían alineado ya a lo largo de la calle, bajo la vigilancia de los guardias. Un oficial de policía, desafiando el frío, estaba en la entrada, resplandeciente con su uniforme. No dejaban de llegar carruajes, de los que se apeaban mujeres con flores, que recogían la cola de sus vestidos, y hombres que se quitaban la gorra o el sombrero negro al entrar en la iglesia. Dentro ya habían encendido las dos arañas y todas las velas delante de los iconos. El resplandor dorado sobre el fondo rojo del iconostasio, los áureos marcos de los iconos, los candeleros y candelabros de plata, las losas del suelo, las alfombrillas, los estandartes arriba, en el coro, los peldaños del ambón, los viejos libros ennegrecidos, las sotanas y las sobrepellices: todo estaba inundado de luz. A la derecha de la iglesia, bien caldeada, en medio de un mar de fraques y corbatas blancas, uniformes y brocados, terciopelo y raso, peinados, flores, hombros y brazos desnudos, guantes por encima del codo, se elevaba un murmullo contenido pero animado, que resonaba de manera extraña en la alta cúpula. Cada vez que se oía el chirrido de la puerta al abrirse, el murmullo se aquietaba, y todas las cabezas se volvían, esperando la entrada de los novios. Pero la puerta ya se había abierto más de diez veces, y siempre era un invitado, hombre o mujer, que se unía al grupo de la derecha, o una espectadora, que había conseguido engañar o ablandar al agente de policía, y se mezclaba con la muchedumbre de la izquierda. Tanto los parientes como los extraños habían pasado ya por todas las fases de la espera.