—¿Cuándo? Sólo quedan cuatro días.
Stepán Arkádevich también arregló ese detalle. Y Levin empezó a prepararse para recibir la comunión. Aunque respetaba las creencias ajenas, le resultaba muy difícil asistir a las ceremonias religiosas y participar en ellas, porque no era creyente. Además, dado el estado de ánimo en que se hallaba en esos momentos, tan tierno y sensible, la necesidad de disimular no sólo se le antojaba penosa, sino de todo punto imposible. Ahora que había alcanzado la gloria, en plena apoteosis, se vería obligado a mentir o cometer un sacrilegio. No se sentía en condiciones de hacer una cosa ni la otra. Pero, por más que le preguntaba a Stepán Arkádevich si no habría alguna manera de obtener el certificado de marras sin confesarse, éste le aseguraba que era imposible.
—Pero ¿qué te cuesta? No serán más que dos días. Y el sacerdote es un viejecito encantador y muy listo. Te sacará esa muela sin que te enteres.
En la primera misa a la que acudió, Levin trató de refrescar los sentimientos religiosos de su juventud, muy intensos entre los dieciséis y los diecisiete años. Pero no tardó en convencerse de que era algo completamente imposible. Entonces procuró contemplar la ceremonia como una tradición privada de sentido e importancia, como la costumbre de hacer visitas. Pero se daba cuenta de que tampoco podía hacer eso. Con respecto a la religión, Levin se encontraba en una posición indeterminada, como la mayoría de sus contemporáneos. No podía creer, pero al mismo tiempo no tenía el firme convencimiento de que todo eso fuera injusto. En suma, incapaz de creer en la trascendencia de lo que estaba haciendo ni tampoco de contemplarlo todo con indiferencia, como si fuera una formalidad vacía, experimentó todo el tiempo un sentimiento de malestar y vergüenza: una voz interior le decía que, al participar en esa ceremonia sin comprender su significado, estaba cometiendo una mala acción.
Durante los oficios, tan pronto escuchaba las oraciones, tratando de encontrarles un sentido que no estuviera en contradicción con sus principios, como, dándose cuenta de que no podía comprenderlas y, por tanto, de que no le quedaba más remedio que condenarlas, se esforzaba en no oírlas, y se ocupaba de sus propios pensamientos, impresiones y recuerdos, que se sucedían con extraordinaria vivacidad en su cabeza en esos ratos de ocio en el interior de la iglesia.
Acudió al oficio, a las vísperas y a las completas, y al día siguiente, después de levantarse más pronto de lo habitual, sin tomar el té, se dirigió a la iglesia a las ocho de la mañana para asistir a las oraciones matinales y confesarse.
En la iglesia no había nadie, excepto un soldado mendigo, dos viejecitas y los clérigos.
Un joven diácono, cuya larga espalda se perfilaba en dos partes bastante netas por debajo de la fina sotana, salió a recibirle, se acercó a una mesita que había al lado del muro y empezó a leerle las reglas. A lo largo de la lectura, sobre todo durante la frecuente y rápida repetición de estas palabras: «Señor, ten piedad de nosotros», que sonaban más o menos así: «Señorpiesotros», Levin advirtió que su cabeza estaba cerrada y sellada, y que no convenía presionarla ni forzarla, pues entonces la confusión sería mayor; por tanto, se quedó detrás del diácono, sin escucharle ni meditar en lo que decía, y se sumió en sus propios pensamientos: «Qué manos tan expresivas», se decía, recordando que el día anterior se había sentado con Kitty a la mesa de la esquina. Como casi siempre a lo largo de esos últimos días, no habían encontrado nada que decirse. Kitty había puesto la mano sobre la mesa, la había abierto y la había cerrado, y al ver ese movimiento se había echado a reír. Recordó que le había besado la mano y luego había examinado las líneas convergentes de la palma rosada. «Otra vez señorpiesotros», pensó Levin, santiguándose, haciendo una reverencia y fijándose en el ágil movimiento de la espalda del diácono, que se inclinaba delante de él. «Luego cogió mi mano, se quedó mirando las líneas y me dijo: "Tienes una mano muy bonita".» Y Levin contempló su mano y la corta mano del diácono. «Sí, ya queda poco para que termine —pensaba—. No, parece que va a empezar otra vez —se dijo, prestando atención a las oraciones—. No, está terminando; por eso se inclina hasta el suelo. Siempre lo hace antes de terminar.»
Después de coger discretamente con la mano, que asomaba apenas bajo la bocamanga de terciopelo, el billete de tres rublos que Levin le tendía, el diácono dijo que lo inscribiría en el registro, y a continuación se dirigió al altar con paso decidido, acompañado del ruidoso rechinar de sus botas nuevas en las losas de la iglesia vacía. Al cabo de un momento se asomó y le hizo un gesto. Los pensamientos de Levin, cerrados hasta entonces en su cabeza, empezaron a removerse, pero se apresuró a ahuyentarlos. «Ya se arreglará todo de algún modo», pensó, mientras se acercaba al ambón. Al subir los peldaños, se volvió a la derecha y vio al sacerdote, un anciano de barba rala y entrecana, con ojos bondadosos y cansados, que estaba al pie de facistol y hojeaba un misal. Después de saludar a Levin con una ligera inclinación, se puso a leer las oraciones con voz monótona. Cuando terminó, se prosternó hasta el suelo y se volvió hacia él.
—Cristo asiste invisible a su confesión y la recibe —dijo, señalando el crucifijo—. ¿Cree usted en todo lo que nos enseña la santa Iglesia apostólica?
—prosiguió el sacerdote, apartando los ojos del rostro de Levin y cruzando las manos bajo la estola.
—He dudado de todo y sigo dudando —respondió Levin con una voz que hasta a él le pareció desagradable, y a continuación calló.
El sacerdote esperó unos segundos para ver si quería añadir algo más, cerró los ojos y, con ese acento muy marcado de la región de Vladímir, dijo:
—La duda es propia de la flaqueza humana, pero debemos rezar para que Dios misericordioso nos dé fuerzas. ¿Cuáles son sus principales pecados? —añadió sin la menor interrupción, como si tratara de no perder tiempo.
—Mi principal pecado es la duda. Dudo de todo. Apenas hay momentos en que no me asalten las dudas.
—La duda es propia de la flaqueza humana —repitió el sacerdote—. ¿Y de qué duda usted principalmente?
—De todo. A veces hasta de la existencia de Dios —dijo Levin sin querer y se asustó de la inconveniencia de sus propias palabras. Pero, por lo visto, al sacerdote no le causaron ninguna impresión.
—¿Qué dudas puede haber de la existencia de Dios? —se apresuró a preguntar con una sonrisa apenas perceptible. Levin guardaba silencio—. ¿Qué dudas puede tener usted de la existencia del Creador cuando contempla usted sus obras? —prosiguió el sacerdote, con su habla rápida y monótona—. ¿Quién adornó con estrellas la bóveda celeste? ¿Quién ornó la tierra con todas sus bellezas? ¿Cómo podrían existir todas esas cosas sin el Creador? —concluyó, con una mirada inquisitiva.
Pero éste se dio cuenta de que sería improcedente entablar una discusión filosófica con un sacerdote, por eso se limitó a responder estrictamente a lo que le había preguntado.
—No lo sé.
—¿Que no lo sabe? Entonces, ¿cómo puede dudar de que Dios lo ha creado todo? —dijo el sacerdote con divertida perplejidad.
—No entiendo nada —respondió Levin, ruborizándose y dándose cuenta de que sus palabras eran estúpidas, como no podía ser de otra manera, dadas las circunstancias.
—Ruegue a Dios e implórele. Hasta los santos padres tuvieron dudas y pidieron a Dios que fortaleciera su fe. El diablo es muy poderoso y nosotros no debemos someternos a él. Ruegue a Dios, implórele. Ruegue a Dios —repitió con premura.
A continuación guardó silencio unos instantes, como si estuviera pensando en algo.
—Según he oído, tiene usted intención de contraer matrimonio con la hija del príncipe Scherbatski, feligrés e hijo espiritual mío —añadió con una sonrisa—. ¡Una muchacha maravillosa!