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Serpujovski le había conseguido un destino en Tashkent y Vronski lo había aceptado sin la menor vacilación. Pero, a medida que se acercaba el momento de la partida, el sacrificio que estaba ofreciendo a lo que consideraba su deber se le hacía más duro.

La herida ya había cicatrizado y empezó a salir de casa para ocuparse de los preparativos del viaje a Tashkent.

«Verla una vez más y luego enterrarme, morir», pensaba. Y, en una visita que hizo a Betsy para despedirse, le expresó su deseo. Con esa embajada fue Betsy a casa de Anna, y después se reunió con Vronski para comunicarle la respuesta negativa.

«Tanto mejor —se dijo Vronski, cuando recibió la noticia—. Era una debilidad que habría acabado con mis últimas fuerzas.»

Al día siguiente por la mañana Betsy en persona fue a verle y le anunció que, según le había contado Oblonski, Alekséi Aleksándrovich aceptaba la solución del divorcio; por tanto, no había ningún inconveniente en que visitara a Anna.

Desentendiéndose de Betsy, a la que ni siquiera acompañó a la puerta, rechazando todas sus resoluciones anteriores y olvidándose de preguntar cuándo podía ver a Anna y dónde se encontraba su marido, Vronski se dirigió sin pérdida de tiempo a casa de los Karenin. Subió a toda prisa la escalera, sin ver lo que tenía delante, y con pasos rápidos, casi corriendo, entró en la habitación de Anna. Una vez allí, sin pensar en nada ni preocuparse de la posible presencia de un tercero, la abrazó y empezó a cubrir de besos su rostro, sus manos y su cuello.

Anna se había preparado para esa entrevista, había meditado en lo que le diría, pero no tuvo tiempo de pronunciar palabra. Se sintió arrebatada por la misma pasión que Vronski. Quiso calmarle y calmarse ella misma, pero ya era demasiado tarde. Vronski le había contagiado sus sentimientos. Sus labios temblaban de tal modo que durante un buen rato no fue capaz de hablar.

—Sí, te pertenezco, soy tuya —pronunció por fin, apretando las manos de Vronski contra su pecho.

—¡Así tenía que ser! —replicó él—. Y así será mientras vivamos. Ahora lo sé.

—Es verdad —dijo Anna, palideciendo cada vez más y abrazando la cabeza de Vronski—. En cualquier caso, ¿no resulta todo esto un poco terrible después de lo que ha sucedido?

—Todo pasará, todo pasará. ¡Seremos tan felices! Si nuestro amor pudiera crecer, crecería gracias precisamente a lo que tiene de terrible —contestó Vronski, levantando la cabeza y esbozando una sonrisa que dejó al descubierto sus fuertes dientes.

Y Anna no pudo por menos de responder con una sonrisa, no tanto a las palabras de Vronski, como a sus ojos enamorados. Le cogió la mano y se acarició con ella las mejillas frías y los cabellos cortos.

—No te reconozco con esos cabellos tan cortos. Te quedan muy bien. Pareces un muchacho. Pero ¡qué pálida estás!

—Sí, aún estoy muy débil —repuso Anna con una sonrisa. Y sus labios volvieron a temblar.

—Iremos a Italia, te restablecerás.

—¿Es posible que podamos vivir como marido y mujer, solos los dos? —preguntó Anna, mirándole a los ojos a muy poca distancia.

—Lo único que me sorprende es que alguna vez haya podido ser de otra manera.

—Me ha dicho Stiva que élconsiente en todo, pero no puedo aceptar sumagnanimidad —dijo Anna con aire pensativo, apartando la mirada del rostro de Vronski—. No quiero el divorcio, ahora me da todo igual. Lo que no sé es lo que va a decidir con respeto a Seriozha.

A Vronski no le entraba en la cabeza que en un instante así Anna pudiera sacar a colación el tema de su hijo y del divorcio. ¿Qué podía importar eso?

—Déjalo, no pienses en esas cosas —dijo, dándole la vuelta a su mano y tratando de atraer su atención, pero Anna no le miraba.

—¡Ah! ¿Por qué no me habré muerto? ¡Habría sido lo mejor! —exclamó, y unas lágrimas se deslizaron en silencio por sus mejillas. No obstante, trató de sonreír para no apenarlo.

De haberse atenido a sus antiguas ideas, Vronski habría considerado imposible e ignominioso renunciar a un destino como Tashkent, tan peligroso y halagador. Ahora, en cambio, lo rechazó sin vacilar y, advirtiendo que sus superiores desaprobaban su conducta, pidió inmediatamente el retiro.

Al cabo de un mes, Alekséi Aleksándrovich se quedó solo en su casa con su hijo. En cuanto a Anna y Vronski, partieron para el extranjero, sin obtener el divorcio, al que habían renunciado definitivamente.

 

QUINTA PARTE

 

I

La princesa Scherbátskaia creía imposible celebrar la boda antes de la Cuaresma, para la que sólo quedaban cinco semanas, ya que la mitad del ajuar no estaría listo para entonces. Pero estaba de acuerdo con Levin en que no debían aplazar la ceremonia hasta después de esa fecha, porque la anciana tía del príncipe estaba muy enferma y podía morir en cualquier momento, en cuyo caso el luto la retrasaría aún más. Por eso, después de tomar la decisión de dividir el ajuar en dos partes, una grande y otra pequeña, la princesa aceptó celebrar la boda en la fecha prevista. Resolvió preparar la parte más pequeña sin más dilación y enviar la grande después, y se enfadó mucho con Levin cuando éste se mostró incapaz de expresar con claridad su aceptación o rechazo. Lo cierto es que era una medida bastante conveniente porque los jóvenes pensaban trasladarse al campo inmediatamente después de la boda, y allí no necesitarían los objetos incluidos en la parte grande del ajuar.

Levin seguía sumido en ese estado de locura. Le parecía que tanto él como su felicidad constituían el principal y único fin de toda la creación, que no debía pensar ni preocuparse de nada, pues ya se ocuparían los demás. Ni siquiera tenía planes u objetivos para su vida futura. Dejaba esa cuestión a otras personas, convencido de que todo saldría de maravilla. Su hermano Serguéi Ivánovich, Stepán Arkádevich y la princesa le indicaban lo que debía hacer. Y él se limitaba a mostrar su conformidad con todo lo que le proponían. Su hermano pidió prestado dinero para él. La princesa le había sugerido que se fueran de Moscú después de la boda. Stepán Arkádevich le aconsejó marcharse al extranjero. Y Levin estaba de acuerdo con todo. «Haced lo que queráis, si eso os divierte. Soy feliz, y mi felicidad no va a ser mayor ni menor por lo que vosotros hagáis», pensaba.

Cuando le comunicó a Kitty que Stepán Arkádevich le había aconsejado ir al extranjero, le sorprendió mucho que ella no se mostrara de acuerdo y que tuviera sus propios planes, bastante definidos, sobre su vida futura. Sabía que a Levin le apasionaban las labores del campo, que ella no comprendía ni deseaba comprender. Eso no era óbice para que las considerase muy importantes. Y, como sospechaba que se establecerían en el campo, no quería viajar al extranjero, donde no iba a vivir, sino al lugar que estaba destinado a convertirse en su nuevo hogar. Esta decisión, expresada con tal precisión, sorprendió a Levin. Pero, como a él le daba lo mismo, le pidió inmediatamente a Stepán Arkádevich, como si fuera responsabilidad suya, que fuera a la aldea y lo preparara todo a su manera, con el buen gusto que le caracterizaba.

—Escucha —le preguntó Stepán Arkádevich a Levin, después de volver de la aldea, donde lo había arreglado todo para la llegada de los recién casados—, ¿tienes certificado de confesión?

—No. ¿Por qué?

—Sin eso no te puedes casar.

—¡Ay, ay, ay! —exclamó Levin—. Me parece que hace ya nueve años que no comulgo. Ni se me había pasado por la cabeza.

—¡Pues sí que estás bueno! —dijo Stepán Arkádevich, echándose a reír—. ¡Y luego me llamas a mí nihilista! Pues hay que arreglarlo. Tienes que confesarte y comulgar.

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