—El divorcio —le interrumpió Alekséi Aleksándrovich con repugnancia.
—Sí, eso es lo que creo yo. El divorcio. Sí, el divorcio —repitió Stepán Arkádevich, ruborizándose—. Es, desde todos los puntos de vista, la salida más razonable para un matrimonio que ha llegado a una situación como la vuestra. ¿Qué hacer cuando marido y mujer han llegado a la conclusión de que es imposible seguir viviendo juntos? Es algo que siempre puede suceder. —Exhaló un profundo suspiro y cerró los ojos—. Lo único que hay que tomar en consideración en este caso es lo siguiente: ¿desea uno de los cónyuges contraer matrimonio de nuevo? En caso de que no sea así, la cosa es muy sencilla —añadió, liberándose cada vez más de la timidez que le había atenazado.
Alekséi Aleksándrovich, con los rasgos alterados por la emoción, murmuró algo para sus adentros, pero no respondió. Eso que a Stepán Arkádevich le parecía tan sencillo lo había pensado él miles y miles de veces. Y no sólo no le parecía sencillo, sino completamente imposible. Ahora que estaba al tanto de todos los detalles del divorcio, la solución se le antojaba impensable, porque el sentimiento de su propia dignidad y el respeto a la religión no le permitían asumir la culpabilidad de un adulterio ficticio y menos aún tolerar que su mujer, a quien había perdonado y seguía queriendo, se cubriera de oprobio y de ignominia. También le parecía inviable por otras razones aún más importantes.
¿Qué sería de su hijo si se divorciaban? No sería posible confiárselo a su madre. La madre divorciada tendría una familia ilegítima, en cuyo seno la situación del hijastro sería probablemente mala, como también su educación. ¿Quedarse él con el niño? Sabía que eso sería un acto de venganza y no quería llegar a esos extremos. Pero la causa principal por la que se oponía al divorcio era que, si aceptaba esa solución, causaría la perdición de Anna. Una de las frases que Daria Aleksándrovna le había dicho en Moscú le había llegado al fondo del alma; a saber, que al pedir el divorcio sólo tenía en cuenta sus propios intereses y no se daba cuenta de que estaba causando la ruina definitiva de su mujer. Y ahora, relacionando esas palabras con su perdón y su cariño por los niños, las interpretaba a su manera. Si aceptaba el divorcio, si le concedía la libertad, la estaría privando, en su opinión, de los últimos vínculos que la unían a la vida de sus hijos, a los que tanto quería, arrebatándole el último apoyo con que contaba para seguir por la senda del bien y empujándola al abismo. Sabía que, en cuanto se convirtiera en una mujer divorciada, se uniría a Vronski, y esas relaciones serían ilegítimas y culpables porque, según las leyes de la Iglesia, una mujer no puede volver a casarse mientras el marido viva. «Se unirá a Vronski, y al cabo de uno o dos años la abandonará, o ella se juntará con otro —pensaba Alekséi Aleksándrovich—. Si acepto ese divorcio ilícito, seré el culpable de su ruina.» Se había dicho todo eso cientos de veces y estaba convencido de que el divorcio, lejos de ser un asunto sencillo, como había dicho su cuñado, era completamente imposible. No creía en ninguna de las palabras de Stepán Arkádevich, tenía miles de argumentos para refutar cada una de sus aseveraciones, pero le escuchaba, pues de algún modo se daba cuenta de que por su boca se expresaba esa fuerza bruta y todopoderosa que guiaba su vida y a la que tendría que someterse.
—Aquí lo único que cabe discutir son las condiciones que aceptarías para conceder el divorcio. Ella no quiere nada, no se atreve a pedir nada, y se somete por entero a tu magnanimidad.
«¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué este castigo?», pensaba Alekséi Aleksándrovich, recordando los detalles del divorcio en que el marido asume la culpa y cubriéndose la cara avergonzado, con el mismo gesto al que había recurrido Vronski.
—Estás alterado, lo entiendo. Pero si lo piensas un poco...
«Presentar la mejilla izquierda a quien te ha golpeado la derecha. Entregar la camisa a quien te ha arrebatado el abrigo», pensó Alekséi Aleksándrovich.
—¡Sí, sí! —gritó con voz chillona—. Cargaré con toda la vergüenza, hasta renunciaré a mi hijo, pero... ¿no sería mejor dejar las cosas como están? En cualquier caso, haz lo que quieras...
Y, dándole la espalda a su cuñado, para que no pudiera verle, se sentó en una silla que había al pie de la ventana. Sentía vergüenza y amargura, pero también alegría y emoción ante ese ejemplo sublime de humildad.
Stepán Arkádevich estaba conmovido y guardaba silencio.
—Alekséi Aleksándrovich, créeme cuando te digo que Anna apreciará tu magnanimidad —dijo—. Por lo visto, tal es la voluntad de Dios —añadió. Nada más pronunciar esas palabras, se dio cuenta de que acababa de decir una estupidez y a duras penas pudo contener una sonrisa.
Alekséi Aleksándrovich quiso replicar algo, pero las lágrimas se lo impidieron.
—Es una desgracia fatal y así hay que aceptarla. Yo me la tomo como un hecho consumado y trato de ayudaros en lo que puedo —dijo Stepán Arkádevich.
Al salir del despacho de su cuñado, estaba conmovido, pero al mismo tiempo se sentía satisfecho de haber cumplido su misión, pues estaba convencido de que Alekséi Aleksándrovich no se echaría atrás. Y a tal satisfacción venía a sumarse una idea que le había venido a la cabeza: cuando concluyera todo el asunto, le haría la siguiente pregunta a su mujer y a sus íntimos: «¿En qué nos diferenciamos el emperador y yo? En que él establece alianzas y nadie se beneficia, mientras yo rompo alianzas y se benefician tres personas... O bien: ¿en qué nos parecemos el soberano y yo? En que... Bueno, ya se me ocurrirá algo mejor», se dijo con una sonrisa.
XXIII
La herida de Vronski era peligrosa, aunque no le había alcanzado el corazón. Pasó varios días entre la vida y la muerte. Cuando estuvo en condiciones de hablar por primera vez, sólo Varia, la esposa de su hermano, se hallaba en la habitación.
—¡Varia! —dijo, mirándola con severidad—. Se me disparó la pistola. Díselo así a todo el mundo, por favor. Y no vuelvas a hablar de esta historia, es demasiado ridícula.
Sin responder a sus palabras, Varia se inclinó sobre él y le miró a la cara con una alegre sonrisa. Los claros ojos del herido ya no tenían ese brillo de la fiebre, pero su expresión era severa.
—¡Gracias a Dios! —dijo Varia—, ¿Te duele algo?
—Un poco aquí. —Y Vronski señaló el pecho.
—Entonces te voy a cambiar el vendaje.
Vronski la miró en silencio, apretando sus fuertes mandíbulas, mientras la joven le cambiaba el vendaje. Cuando terminó, Vronski le dijo:
—No estoy delirando. Te ruego que hagas cuanto esté en tu mano para que la gente no piense que me he disparado a propósito.
—Nadie lo piensa. Lo único que espero es que el arma no se te vuelva a disparar —dijo Varia con una sonrisa inquisitiva.
—No creo que vuelva a pasar. Más habría valido...
Y sonrió con aire sombrío.
A pesar de estas palabras y esta sonrisa, que tanto asustaron a Varia, cuando la inflamación desapareció y empezó a restablecerse, Vronski sintió que se había liberado de una parte de sus penas. Era como si con ese acto se hubiera desembarazado de la vergüenza y la humillación que le embargaban antes. Ahora podía pensar con calma en Alekséi Aleksándrovich. Reconocía su magnanimidad sin sentirse humillado. Además, había vuelto a la senda de su vida de antaño. Era capaz de mirar a la gente a la cara sin azorarse y había vuelto a vivir con arreglo a sus viejas costumbres. Sólo había una cosa que no había podido arrancar de su corazón, a pesar de sus denodados esfuerzos: el dolor, casi la desesperación, de haberla perdido para siempre. Ahora que había expiado su culpa ante el marido, estaba firmemente decidido a renunciar a ella, a no interponerse nunca entre la esposa arrepentida y su marido. Pero no podía arrancar de su corazón la pena de haber perdido su amor ni podía borrar de su recuerdo esos instantes de felicidad que había conocido a su lado, tan poco apreciados entonces y que ahora le perseguían con su encanto.