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En seguida, temiendo que la oportunidad se esfumase, los enanos corrieron hacia la roca y la empujaron, en vano.

—¡La llave! ¡La llave! —gritó Bilbo entonces—. ¿Dónde está Thorin?

Thorin se acercó de prisa.

—¡La llave! —gritó Bilbo—. ¡La llave que estaba con el mapa! ¡Pruébala ahora, mientras todavía hay tiempo!

Entonces Thorin se adelantó, quitó la llave de la cadena que le colgaba del cuello, y la metió en el orificio. ¡Entraba y giraba! ¡Zas! El rayo desapareció, el sol se ocultó, la luna se fue, y el anochecer se extendió por el cielo.

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Entonces todos empujaron a la vez, y una parte de la pared rocosa cedió lentamente. Unas grietas largas y rectas aparecieron y se ensancharon. Una puerta de tres pies de ancho y cinco de alto asomó poco a poco, y sin un sonido se movió hacia adentro. Parecía como si la oscuridad fluyese como un vapor del agujero de la montaña, y una densa negrura, en la que nada podía verse, se extendió ante la compañía: una boca que bostezaba y llevaba adentro y abajo.

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CAPÍTULO XII

Información secreta

DURANTE UN LARGO RATO los enanos permanecieron inmóviles en la oscuridad ante la puerta, y discutieron, hasta que al final Thorin habló:

—Ha llegado el momento de que nuestro estimado señor Bolsón, que ha probado ser un buen compañero en nuestro largo camino, y un hobbit de coraje y recursos muy superiores a su talla, y si se me permite decirlo, con una buena suerte que excede en mucho la ración común, ha llegado el momento, digo, de que lleve a cabo el servicio para el que fue incluido en la compañía; ha llegado el momento de que el señor Bolsón gane su recompensa.

Estáis familiarizados con el estilo de Thorin en las ocasiones importantes, de modo que no os daré otras muestras, aunque continuó así durante un tiempo. Por cierto, la ocasión era importante, pero Bilbo se impacientó. Por entonces ya conocía bastante bien a Thorin, y sabía adónde iba a parar.

—Si quieres decir que mi trabajo es introducirme primero en el pasadizo secreto, oh Thorin Escudo de Roble, hijo de Thrain, que tu barba sea todavía más larga —dijo malhumorado—. ¡Dilo así de una vez y se acabó! Podría rehusarme. Ya os he sacado de dos aprietos que no creo que estuviesen en el convenio original, y me parece que ya me he ganado alguna recompensa. Pero «a la tercera va la vencida», como mi padre solía decir, y en cierto modo no pienso rehusarme. Tal vez esté aprendiendo a confiar en mi buena suerte, más que en los viejos tiempos. —Quería decir en la última primavera, antes de dejar la casa de la colina, pero parecía que hubiesen pasado siglos—. Sin embargo creo que iré y echaré un vistazo en seguida, para terminar de una vez. Bien, ¿quién viene conmigo?

No esperaba un coro de voluntarios, de modo que no se decepcionó. Fili y Kili parecían incómodos y vacilaban con un pie en el aire, pero los otros no se inmutaron, excepto el viejo Balin, el vigía, quien había llegado a encariñarse con el hobbit. Dijo que al menos entraría, y tal vez recorriera también un trecho, dispuesto a gritar socorro si era necesario.

Lo mejor que se puede decir de los enanos es lo siguiente: se proponían pagar con generosidad los servicios de Bilbo; lo habían traído para hacer un trabajo que les desagradaba, y no les importaba cómo se las arreglaría aquel pobre y pequeño compañero, siempre que llevara a cabo la tarea. Hubieran hecho todo lo posible por sacarlo de apuros, si se metía en ello, como en el caso de los ogros, al principio de la aventura, antes de que tuviesen una verdadera razón para sentirse agradecidos. Así es: los enanos no son héroes, sino gente calculadora, con una idea precisa del valor del dinero; algunos son ladinos y falsos, y bastante malos tipos; y otros en cambio son bastante decentes, como Thorin y compañía, si no se les pide demasiado.

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Las estrellas aparecían detrás de él en un cielo pálido cruzado por nubes negras, cuando el hobbit se deslizó por el portón encantado y entró sigiloso en la Montaña. Avanzaba con una facilidad que no había esperado. Ésta no era una entrada de trasgos, ni una tosca cueva de elfos. Era un pasadizo construido por enanos, en el tiempo en que habían sido muy ricos y hábiles: recto como una regla, de suelo y paredes pulidos, descendía poco a poco y llevaba directamente a algún destino distante en la oscuridad de abajo.

Al cabo de un rato Balin deseó —¡Buena suerte! —y Bilbo se detuvo donde todavía podía ver el tenue contorno de la puerta, y por alguna peculiaridad acústica del túnel, oír el sonido de las voces que murmuraban afuera. Entonces el hobbit se puso el anillo, y enterado por los ecos de que necesitaría ser más precavido que un hobbit, si no quería hacer ruido, se arrastró en silencio hacia abajo, abajo, abajo en la oscuridad. Iba temblando de miedo, pero con una expresión firme y ceñuda en la cara menuda. Ya era un hobbit muy distinto del que había escapado corriendo de Bolsón Cerrado sin un pañuelo de bolsillo. No tenía un pañuelo de bolsillo desde hacía siglos. Aflojó la daga en la vaina, se apretó el cinturón y prosiguió.

«Ahora ya estás dentro y allá vas, Bilbo Bolsón», se dijo. «Tú mismo metiste la pata justo a tiempo aquella noche, ¡y ahora tienes que sacarla y pagar! ¡Cielos, qué tonto fui y qué tonto soy!», añadió la parte menos Tuk del hobbit. «¡No tengo ningún interés en tesoros guardados por dragones, y no me molestaría que todo el montón se quedara aquí para siempre, si yo pudiese despertar y descubrir que este túnel condenado es el zaguán de mi propia casa!»

Desde luego no despertó, sino que continuó adelante, hasta que toda señal de la puerta se hubo desvanecido detrás y a lo lejos. Estaba completamente solo. Pronto sintió que empezaba a hacer calor. «¿Es una especie de luz lo que creo ver acercándose justo enfrente, allá abajo?», se dijo.

Lo era. A medida que avanzaba crecía y crecía, hasta que no hubo ninguna duda. Era una luz rojiza de color cada vez más vivo. Ahora era también indudable que hacía calor en el túnel. Jirones de vapor flotaron y pasaron por encima del hobbit, que empezó a sudar. Algo, además, comenzó a resonarle en los oídos, una especie de burbujeo, como el ruido de una gran olla que galopa sobre las llamas, mezclado con un retumbo como el ronroneo de un gato gigantesco. El ruido creció hasta convertirse en el inconfundible gorgoteo de algún animal enorme que roncaba en sueños allá abajo en la tenue luz rojiza frente a él.

En ese mismo momento Bilbo se detuvo. Seguir adelante fue la mayor de sus hazañas. Las cosas tremendas que después ocurrieron no pueden comparársele. Libró la verdadera batalla en el túnel, a solas, antes de llegar a ver el enorme y acechante peligro. De todos modos, luego de una breve pausa, se adelantó otra vez; y podéis imaginaros cómo llegó al final del túnel, una abertura muy parecida a la puerta de arriba, por la forma y el tamaño: el hobbit asoma la cabecita. Ante él yace el inmenso y más profundo sótano o mazmorra de los antiguos enanos, en la raíz misma de la Montaña. La vastedad del sótano en penumbras sólo puede ser una vaga suposición, pero un gran resplandor se alza en la parte cercana del piso de piedra. ¡El resplandor de Smaug!

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Allí yacía un enorme dragón aureorrojizo, que dormía profundamente; de las fauces y narices le salía un ronquido, e hilachas de humo, pero los fuegos eran apenas unas brasas llameantes. Debajo del cuerpo y las patas y la larga cola enroscada, y todo alrededor, extendiéndose lejos por los suelos invisibles, había incontables pilas de preciosos objetos, oro labrado y sin labrar, gemas y joyas, y plata que la luz teñía de rojo.

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