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Lamento decir que no le importaba. Se sentía muy contento; y el sonido de la marmita sobre el hogar era mucho más musical de lo que había sido antes, incluso en aquellos días tranquilos anteriores a la Tertulia Inesperada. La espada la colgó sobre la repisa de la chimenea. La cota de malla fue colocada sobre una plataforma en el vestíbulo (hasta que la prestó a un museo). El oro y la plata los gastó en generosos presentes, tanto útiles como extravagantes, lo que explica hasta cierto punto el afecto de los sobrinos y sobrinas. El anillo mágico lo guardó muy en secreto, pues ahora lo usaba sobre todo cuando llegaban visitas desagradables.

Se dedicó a escribir poemas y a visitar a los elfos; y aunque muchos meneaban la cabeza y se tocaban la frente, y decían: «¡Pobre viejo Bolsón!», y pocos creían en las historias que a veces contaba, se sintió muy feliz hasta el fin de sus días, que fueron extraordinariamente largos.

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Una tarde otoñal, algunos años después, Bilbo estaba sentado en el estudio escribiendo sus memorias —pensaba llamarlas Historia de una ida y de una vuelta. Las vacaciones de un hobbit— cuando sonó la campanilla. Allí en la puerta estaban Gandalf y un enano; y el enano no era otro que Balin.

—¡Entrad! ¡Entrad! —dijo Bilbo, y pronto estuvieron sentados en sillas junto al fuego. Y si Balin advirtió que el chaleco del señor Bolsón era más ancho (y tenía botones de oro auténtico), Bilbo advirtió también que la barba de Balin era varias pulgadas más larga, y que él llevaba un magnífico cinturón enjoyado.

Se pusieron a hablar de los tiempos que habían pasado juntos, desde luego, y Bilbo preguntó cómo iban las cosas por las tierras de la Montaña. Parecía que iban muy bien. Bardo había reconstruido la ciudad de Valle, y muchos hombres se le habían unido, hombres del Lago, y del Sur y el Oeste, y cultivaban el valle, que era próspero otra vez, y en la desolación de Smaug había pájaros y flores en primavera, y fruta y festejos en otoño. Y la Ciudad del Lago había sido fundada de nuevo, y era más opulenta que nunca, y muchas riquezas subían y bajaban por el Río Rápido; y había amistad en aquellas regiones entre elfos y enanos y hombres.

El viejo gobernador había tenido un mal fin. Bardo le había dado mucho oro para que ayudara a la gente del Lago, pero era un hombre propenso a contagiarse de ciertas enfermedades, y había sido atacado por el mal del dragón, y apoderándose de la mayor parte del oro, había huido con él, y murió de hambre en el Yermo, abandonado por sus compañeros.

—El nuevo gobernador es más sabio —dijo Balin—, y muy popular, pues a él se atribuye mucha de la prosperidad presente. Las nuevas canciones dicen que en estos días los ríos corren con oro.

—¡Entonces las profecías de las viejas canciones se han cumplido de alguna manera! —dijo Bilbo.

—¡Claro! —dijo Gandalf—. ¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías sólo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!

—¡Gracias al cielo! —dijo Bilbo riendo, y le pasó el pote de tabaco.

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