Los otros enanos estuvieron por completo de acuerdo cuando recibieron el mensaje. Todos pensaron que las partes del tesoro que les tocaban (y de las que se consideraban los verdaderos dueños, a pesar de la situación en que se encontraban ahora y del todavía invicto dragón) se verían seriamente disminuidas si los Elfos del Bosque reclamaban una porción; y todos confiaban en Bilbo. Exactamente lo que Gandalf había anunciado, como veis. Tal vez ésa era parte de la razón por la que se marchó y los dejó.
Bilbo, sin embargo, no se sentía tan optimista. No le gustaba que alguien dependiera de él, y deseaba que el mago estuviese al alcance. Pero era inútil; quizás estaban separados por toda la oscura extensión del Bosque Negro. Se sentó y pensó y pensó, hasta que casi le estalló la cabeza, pero no se le ocurrió ninguna idea brillante. Un anillo invisible era algo de veras valioso, aunque no de mucha utilidad entre catorce. Pero desde luego, como habréis adivinado, al final rescató a sus amigos, y así es como sucedió:
Un día, mientras curioseaba y deambulaba, Bilbo descubrió algo muy interesante: los grandes portones noeran la única entrada a las cavernas. Un arroyo corría por debajo del palacio, y se unía al Río del Bosque un poco al este, más allá de la cuesta empinada en la que se abría la boca principal. En la ladera de la colina donde nacía este curso subterráneo había una compuerta. La bóveda rocosa descendía a la superficie del agua, y desde allí podía dejarse caer un portalón hasta el mismo lecho del río, para impedir que alguien entrase o saliese. Pero el portalón estaba abierto a menudo, pues mucha gente iba y venía por la compuerta. Si alguien hubiese llegado por ese camino, se habría encontrado en un túnel oscuro y tosco que se adentraba en el corazón de la colina; pero debajo de las cavernas, en cierto sitio, el techo había sido horadado y tapado con grandes escotillas de roble, que comunicaban con las bodegas del rey. Allí se amontonaban barriles y barriles y barriles, pues los Elfos del Bosque, y sobre todo el rey, eran muy aficionados al vino, aunque no había viñas en aquellos parajes. El vino y otras mercancías eran traídos desde lejos, de las tierras que habitaban los parientes del Sur, o de los viñedos de los Hombres en tierras distantes.
Escondido detrás de uno de los barriles más grandes, Bilbo descubrió las escotillas y para qué servían, y escuchando la charla de los sirvientes del rey, se enteró de cómo el vino y otras mercancías remontaban los ríos, o cruzaban la tierra, hasta el Lago Largo. Parecía que una ciudad de Hombres aún prosperaba allí, construida sobre puentes, lejos, aguas adentro, como una protección contra enemigos de toda suerte, y especialmente contra el dragón de la Montaña. Traían los barriles desde la Ciudad del Lago, remontando el Río del Bosque. A menudo los ataban juntos con grandes almadías y los empujaban aguas arriba con pértigas o remos; algunas veces los cargaban en botes planos.
Cuando los barriles estaban vacíos, los elfos los arrojaban a través de las escotillas, abrían la compuerta, y los barriles flotaban fuera en el arroyo, bamboleándose, hasta que al fin eran arrastrados por la corriente a un sitio distante, aguas abajo, donde la ribera sobresalía, de pronto, cerca de los lindes orientales del Bosque Negro. Allí eran recogidos y atados juntos, y flotaban de vuelta a la ciudad, que se alzaba cerca del punto donde el Río del Bosque desembocaba en el Lago Largo.
Bilbo estuvo sentado un tiempo meditando sobre esta compuerta, y preguntándose si los enanos podrían escapar por allí, y al fin tuvo el desesperado esbozo de un plan.
Habían servido la comida de la noche a los prisioneros. Los guardias se alejaron con pasos pesados bajando los pasadizos, llevando la luz de las antorchas con ellos y dejando todo a oscuras. Entonces Bilbo oyó la voz del mayordomo del rey que daba las buenas noches al jefe de los guardias.
—Ahora ven conmigo —dijo—, y prueba el nuevo vino que acaba de llegar. Estaré trabajando duro esta noche, limpiando las bodegas de barriles vacíos, de modo que tomemos primero un trago, para que me ayude a trabajar.
—Muy bien —rió el jefe de los guardias—. Lo probaré contigo, y veré si es digno de la mesa del rey. ¡Hay un banquete esta noche y no habría que mandar nada malo!
Cuando Bilbo oyó esto, se excitó sobremanera, pues entendió que la suerte lo acompañaba, y que pronto tendría ocasión de intentar aquel plan desesperado. Siguió a los dos elfos, hasta que entraron en una pequeña bodega y se sentaron a una mesa en la que había dos jarros grandes. Los elfos empezaron a beber y a reír alegremente. Una suerte desusada acompañó entonces a Bilbo. Tiene que ser un vino muy poderoso el que ponga somnoliento a un elfo del bosque; pero este vino, parecía, era de la embriagadora cosecha de los grandes jardines de Dorwinion, no destinado a soldados o sirvientes, sino sólo a los banquetes del rey, y para ser servido en cuencos más pequeños, no en los grandes jarros del mayordomo.
Muy pronto el guardia jefe inclinó la cabeza; luego la apoyó sobre la mesa y se quedó profundamente dormido. El mayordomo continuó riendo y charlando consigo mismo durante un rato, distraído al parecer, pero luego él también inclinó la cabeza, y cayó dormido y roncando al lado del guardia. El hobbit se escurrió entonces en la bodega, y un momento después el guardia jefe ya no tenía las llaves, mientras Bilbo trotaba tan rápido como le era posible, a lo largo de los pasadizos, hacia las celdas. El manojo de llaves le parecía muy pesado, y a veces se le encogía el corazón, a pesar del anillo, pues no podía evitar que las llaves tintineasen de cuando en cuando, estremeciéndolo de pies a cabeza.
Primero abrió la puerta de Balin, y la cerró de nuevo con cuidado tan pronto como el enano estuvo fuera. Balin parecía muy sorprendido, como podéis imaginar; pero en cuanto dejó aquella habitación de piedra agobiante y minúscula, se sintió muy contento y quiso detenerse y hacer preguntas, y conocer los planes de Bilbo, y todo lo demás.
—¡No hay tiempo ahora! —dijo el hobbit—. Simplemente sígueme. Tenemos que mantenernos juntos y no arriesgarnos a que nos separen. Tenemos que escapar todos o ninguno, y ésta es nuestra última oportunidad. Si se descubre, quién sabe dónde os pondrá el rey entonces, con cadenas en las manos y también en los pies, supongo. ¡No discutas, sé un buen muchacho!
Luego fueron de puerta en puerta, hasta que los siguieron los otros doce, ninguno de ellos demasiado ágil, a causa de la oscuridad y el largo encierro. El corazón de Bilbo latía con violencia cada vez que uno de ellos tropezaba, gruñía o susurraba en las tinieblas. —¡Maldito sea este jaleo de enanos! —se dijo. Pero no ocurrió nada desagradable, y no tropezaron con ningún guardia. En realidad, había un gran banquete otoñal aquella noche en los bosques y en los salones de arriba. Casi toda la gente del rey estaba de fiesta.
Al fin, luego de extraviarse varias veces, llegaron a la mazmorra de Thorin, bien abajo, en un sitio profundo, y por fortuna no lejos de las bodegas.
—¡Qué te parece! —dijo Thorin, cuando Bilbo le susurró que saliera y se uniera a los otros—. ¡Gandalf dijo la verdad, como de costumbre! Eres un buen saqueador, parece, cuando llega el momento. Estoy seguro de que estaremos siempre a tu servicio, ocurra lo que ocurra. Pero ¿qué viene ahora?
Bilbo entendió que había llegado el momento de explicar el plan, dentro de lo posible; aunque no sabía muy bien cómo reaccionarían los enanos. Estos temores estaban bastante justificados, pues lo que él les dijo no les gustó y se pusieron a refunfuñar y a gritar a pesar del peligro.