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—Que el viento bajo las alas os sostenga allá donde el sol navega y la luna camina —respondió Gandalf, que conocía la respuesta correcta.

Y de este modo partieron. Y aunque el Señor de las Águilas llegó a ser Rey de Todos los Pájaros, y tuvo una corona de oro, y los quince lugartenientes llevaron collares de oro (fabricados con el oro de los enanos), Bilbo nunca volvió a verlos, excepto en la batalla de los Cinco Ejércitos, lejos y arriba. Pero como esto ocurre al final de la historia, por ahora no diremos más.

Había un espacio liso en la cima de la colina de piedra y un sendero de gastados escalones que descendían hasta el río; y un vado de piedras grandes y chatas llevaba a la pradera del otro lado. Allí había una cueva pequeña (acogedora y con suelo de guijarros), al pie de los escalones, casi al final del vado pedregoso. El grupo se reunió en la cueva y discutió lo que se iba a hacer.

—Siempre quise veros a todos a salvo (si era posible) del otro lado de las montañas —dijo el mago—, y ahora, gracias al buen gobierno y a la buena suerte, lo he conseguido. En realidad hemos avanzado hacia el este más de lo que yo deseaba, pues al fin y al cabo ésta no es mi aventura. Puedo venir a veros antes de que todo concluya, pero mientras tanto he de atender otro asunto urgente.

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Los enanos gemían y parecían desolados, y Bilbo lloraba. Habían empezado a creer que Gandalf los acompañaría durante todo el trayecto y estaría siempre allí para sacarlos de cualquier dificultad. —No desapareceré en este mismo instante —dijo el mago—. Puedo daros un día o dos más. Quizá llegue a echaros una mano en este apuro, y yo también necesito una pequeña ayuda. No tenemos comida, ni equipaje, ni poneys que montar; y no sabéis dónde estáis ahora. Yo puedo decíroslo. Estáis todavía algunas millas al norte del sendero que tendríamos que haber tomado, si no hubiésemos cruzado la montaña con tanta prisa. Muy poca gente vive en estos parajes, a menos que hayan venido desde la última vez que estuve aquí abajo, años atrás. Pero conozco a alguienque vive no muy lejos. Ese Alguien talló los escalones en la gran roca, la Carroca creo que la llama. No viene a menudo por aquí, desde luego no durante el día, y no vale la pena esperarlo. A decir verdad, sería muy peligroso hacerlo. Ahora tenemos que salir y encontrarlo; y si todo va bien en dicho encuentro, creo que partiré y os desearé como las águilas «buen viaje a dondequiera que vayáis».

Le pidieron que no los dejase. Le ofrecieron oro del dragón y plata y joyas, pero el mago no se inmutó.

—¡Nos veremos, nos veremos! —dijo—, y creo que ya me he ganado algo de ese oro del dragón, cuando le echéis mano.

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Los enanos dejaron entonces de suplicar. Se sacaron la ropa y se bañaron en el río, que en el vado era poco profundo, claro y pedregoso. Luego de secarse al sol, que ahora caía con fuerza, se sintieron refrescados, aunque todavía doloridos y un poco hambrientos. Pronto cruzaron el vado (cargando con el hobbit), y luego marcharon entre la abundante hierba verde y bajo la hilera de robles anchos de brazos y los olmos altos.

—¿Y por qué se le llama la Carroca? —preguntó Bilbo cuando caminaba junto al mago.

—La llamó la Carroca, porque Carroca es la palabra para ella. Llama carrocas a cosas así, y ésta es laCarroca, pues es la única cerca de su casa y la conoce bien.

—¿Quién la llama? ¿Quién la conoce?

—Ese Alguien de quien hablé..., una gran persona. Tenéis que ser todos muy corteses cuando os presente. Os presentaré muy poco a poco, de dos en dos, creo; y cuidaréis de no molestarlo, o sólo los cielos saben lo que ocurriría. Cuando se enfada puede resultar desagradable, aunque es muy amable si está de buen humor. Sin embargo, os advierto que se enfada con bastante facilidad.

Todos los enanos se juntaron alrededor cuando oyeron que el mago hablaba así con Bilbo. —¿Es a él a quien nos llevas ahora? —inquirieron—. ¿No podrías encontrar a alguien de mejor carácter? ¿No sería mejor que lo explicases un poco más? —Y así una pregunta tras otra.

—¡Sí, sí, por supuesto! ¡No, no podría! Y lo he explicado muy bien —respondió el mago, enojado—. Si necesitáis saber algo más, se llama Beorn. Es muy fuerte, y un cambia pieles además.

—¡Qué! ¿Un peletero? ¿Un hombre que llama a los conejos roedores, cuando no puede hacer pasar las pieles de conejo por pieles de ardilla? —preguntó Bilbo.

—¡Cielos, no, no, no, no! —dijo Gandalf—. No seas estúpido, señor Bolsón, si puedes evitarlo, y en nombre de toda maravilla haz el favor de no mencionar la palabra peletero mientras te encuentras en un área de cien millas a la redonda de su casa, ¡ni alfombra, ni capa, ni estola, ni manguito, ni cualquier otra palabra tan funesta! Él es un cambia pieles, cambia de piel: unas veces es un enorme oso negro, otras un hombre vigoroso y corpulento de pelo oscuro, con grandes brazos y luenga barba. No puedo deciros mucho más, aunque eso tendría que bastaros. Algunos dicen que es un oso descendiente de los grandes y antiguos osos de las montañas, que vivían allí antes que llegasen los gigantes. Otros dicen que desciende de los primeros hombres que vivieron antes que Smaug o los otros dragones dominasen esta parte del mundo, y antes que los trasgos del Norte viniesen a las colinas. No puedo asegurarlo, pero creo que la última versión es la verdadera. A él no le gustan los interrogatorios.

»De todos modos no está bajo ningún encantamiento que no sea el propio. Vive en un robledal y tiene una gran casa de madera, y como hombre cría ganado y caballos casi tan maravillosos como él mismo. Trabajan para él y le hablan. No se los come; no caza ni come animales salvajes. Cría también colmenas, colmenas de abejas enormes y fieras, y se alimenta principalmente de crema y miel. Como oso viaja a todo lo largo y ancho. Una vez, de noche, lo vi sentado solo sobre la Carroca mirando cómo la luna se hundía detrás de las Montañas Nubladas, y lo oí gruñir en la lengua de los osos: «¡Llegará el día en que perecerán, y entonces volveré!». Por eso se me ocurre que vino de las montañas.

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Bilbo y los enanos tenían ahora bastante en qué pensar y no hicieron más preguntas. Todavía les quedaba mucho camino por delante. Ladera arriba, valle abajo, avanzaban afanosamente. Hacía cada vez más calor. Algunas veces descansaban bajo los árboles, y entonces Bilbo se sentía tan hambriento que no habría desdeñado las bellotas, si estuviesen bastante maduras como para haber caído al suelo.

Ya mediaba la tarde cuando entraron en unas extensas zonas de flores, todas de la misma especie, y que crecían juntas, como plantadas. Sobre todo abundaba el trébol, unas ondulantes parcelas de tréboles rosados y purpúreos, y amplias extensiones de trébol dulce, blanco y pequeño, con olor a miel. Había un zumbido, y un murmullo y un runrún en el aire. Las abejas andaban atareadas de un lado para otro. ¡Y vaya abejas! Bilbo nunca había visto nada parecido.

«Si una llegase a picarme —se dijo— me hincharía hasta el doble de mi tamaño.»

Eran más corpulentas que avispones. Los zánganos, bastante más grandes que vuestros pulgares, llevaban bandas amarillas que brillaban como oro ardiente en el negro intenso de los cuerpos.

—Nos acercamos —dijo Gandalf—. Estamos en los lindes de los campos de abejas.

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Al cabo de un rato llegaron a un terreno poblado de robles, altos y muy viejos, y luego a un crecido seto de espinos, que no dejaba ver nada, ni era posible atravesar.

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