No obstante, en los días claros, el rebote de un pálido rayo de sol alcanzaba a reflejarse en el fondo del patio de luces desde alguna ventana del quinto o del sexto piso y se colaba por encima del bozal. Para nosotros era como un sol de verdad, ¡un ser vivo y querido! Observábamos con cariño cómo trepaba por la pared, cada desplazamiento suyo estaba repleto de sentido, nos anunciaba la hora del paseo, contaba las medias horas que quedaban hasta la comida y nos dejaba antes de que llegara el rancho.
He aquí, pues, nuestras posibilidades: ¡Salir al paseo! ¡Leer libros! ¡Contarnos el pasado! ¡Escuchar y aprender! ¡Discutir y educarnos! ¡Y como premio, además, una comida de dos platos! ¡Increíble!
Para los prisioneros de la planta baja y de los dos primeros pisos, el paseo ofrecía pocos atractivos: los hacían salir al patio inferior, húmedo y reducido, como corresponde al fondo de un estrecho pozo entre edificios de la prisión. En cambio, a los presos de la tercera y cuarta planta los sacaban a un verdadero mirador de águilas: la azotea de la cuarta planta. Suelo de cemento, paredes de cemento de tres cuerpos de altura, y a nuestro lado un vigilante desarmado además del centinela de la torre, armado de metralleta. ¡Pero el aire era auténtico y el cielo también auténtico! «¡Las manos atrás! ¡De dos en dos! ¡Sin hablar! ¡Sin detenerse!» ¡Pero se les había olvidado prohibir que levantáramos la cabeza! ¡Y vaya si la levantábamos! ¡Allí ya no se veía un sol reflejado, rebotado, sino el mismísimo sol! O su oro esparciéndose entre las nubes primaverales.
La primavera promete dicha a todos, pero a un preso, diez veces más. ¡Ay, el cielo de abril! No importa que esté en la cárcel. Está visto que no me van a fusilar. En cambio, aquí voy a ganar en sabiduría. ¡Aún he de comprender muchas cosas, Cielo! ¡Aún he de poder corregir mis faltas, no ante dios,sino ante ti, Cielo! ¡Aquí las he comprendido y aquí las corregiré!
Desde la plaza de Dzerzhinski, mucho más abajo, nos llegaba como salido de un pozo el canto incesante, ronco y terrenal de las bocinas de los automóviles. A quienes se afanan entre ellas, estas sirenas pueden parecerles el cuerno de la victoria, pero desde aquí era patente su futilidad.
El paseo no duraba más de veinte minutos, ¡pero qué traigo generaba, cuántas cosas había que tener tiempo de ver!
En primer lugar, convenía aprovechar el trayecto hasta el paseo, tanto a la ida como a la vuelta, para familiarizarse con la distribución de toda la cárcel, para saber dónde estaban esos patios elevados y así poder identificarlos algún día desde la plaza, cuando estuviéramos en libertad. Como por el camino dábamos muchas vueltas, se me ocurrió el siguiente sistema: a partir de la celda, a cada giro a la derecha sumaba un punto, y a cada giro a la izquierda restaba uno. Y por más deprisa que nos hicieran girar, no precipitarse a recomponer mentalmente la dirección, sino tan sólo preocuparse de llevar la cuenta. Y si además, por el camino, veías a través de algún ventanuco de la escalera la espalda de las náyades recostadas en la torrecilla de columnas que domina la plaza, si aún retenías la cuenta, al volver a la celda podrías situarte y saber con exactitud la orientación de tu ventana.
Otra cosa que convenía hacer durante el paseo era simplemente respirar, eso sí, con la máxima concentración posible.
Y también allí, en solitario, bajo el cielo radiante, tenías que esforzarte en imaginar una vida futura igualmente radiante, sin pecados ni errores.
Era también el lugar más cómodo para tratar temas delicados. Aunque hablar durante el paseo estuviera prohibido, ello no importaba si sabías cómo. Al menos ahí podías estar seguro de que no te escucharían ni la clueca ni los micrófonos.
En el paseo, Suzi y yo procurábamos formar siempre la misma pareja. También charlábamos en la celda, pero nos gustaba rematar aquí nuestras conversaciones importantes. No llegamos a congeniar en un solo día, sino que más bien fuimos comprendiéndonos poco a poco. Eso le dio tiempo para contarme muchas cosas. Gracias a él adquirí un rasgo nuevo: el tesón de asimilar con paciencia y lógica cosas que hasta entonces no habían figurado en mis planes y que en apariencia no tenían ninguna relación con la línea precisa que había ido trazando mi vida. Desde la infancia —no sabría decir cómo— yo tenía la certeza de que mi meta era la historia de la Revolución rusa y que todo lo demás me tenía sin cuidado. Creía desde hacía tiempo que para comprender la Revolución rusa me bastaba con el marxismo y, por tanto, había vuelto la espalda a todo lo demás, aunque tuviera que ver. Pero el destino me hizo coincidir con Suzi, cuyos pulmones habían respirado otro aire y que ahora me contaba con entusiasmo toda su vida, y su vida era Estonia y la democracia. Y aunque antes nunca se me habría ocurido interesarme por Estonia y mucho menos por la democracia burguesa, no dejaba de escuchar sus amorosos relatos sobre aquellos veinte años de libertad en esa pequeña nación discreta y laboriosa, una nación de gigantones con maneras lentas y seguras. Escuché los principios de la Constitución estonia —un extracto de las mejores experiencias europeas— y cómo se aplicaban éstos en un parlamento unicameral de cien diputados, y sin llegar a ver qué falta pudiera hacerme saber todo esto, el caso es que empezó a gustarme y a sedimentarse en mi experiencia (más tarde Suzi diría que yo era una extraña mezcla de marxista y demócrata. Lo reconozco: por entonces todo esto se conjugaba en mí de manera algo extravagante). Me sumergí con avidez en la fatídica historia de Estonia, un pequeño yunque abandonado desde tiempos remotos a los embates de dos martillos: el teutónico y el eslavo. Este y Oeste iban alternándose para descargar sus martillazos y hasta el día de hoy no se veía fin a este repiqueteo. Era la conocida historia (totalmente desconocida...) de cómo quisimos conquistarlos por sorpresa en 1918, pero ellos no se dejaron. La historia de cómo después Yudénich los despreció llamándolos chujná [137]y nosotros los bautizamos «bandidos blancos», mientras en los liceos de bachillerato los estonios se apuntaban como voluntarios. Y el mazo volvió a caer sobre Estonia en 1940, y en 1941, y en 1944. A algunos de sus hijos se los llevaba el ejército soviético, a otros, el alemán, y los terceros se echaban al bosque. Y los viejos intelectuales de Ta-Uin advertían que era preciso escapar de esa rueda embrujada, desligarse como fuera y vivir con independencia (podemos suponer que hubieran tenido a Tiif de primer ministro, por ejemplo, y pongamos que de ministro de Educación a Suzi). Pero ni Churchill ni Roosevelt quisieron saber nada de ellos.
Quien sí se preocupó fue el «tío Joe» (Iosif). [138]Y nada más hubieron entrado nuestras tropas, en las primeras noches detuvieron a todos estos soñadores en sus domicilios de Tallinn. Ahora unos quince de ellos estaban encerrados en la Lubianka, cada uno en una celda distinta, acusados, según el Artículo 58-2, de algo tan delictivo como aspirar a la autodeterminación.
Tras el paseo, el regreso a la celda se te antojaba cada vez como un pequeño arresto. Una vez de vuelta, el aire parecía viciado, incluso en nuestra regia celda. Después del paseo no habría estado mal comer algo, ¡pero era mejor nopensar en ello, no había que pensar! Mala cosa si alguien de los que recibían paquetes, sin tacto alguno, inoportunamente se ponía a desenvolver y empezaba a comer. ¡No importa, fortaleceremos nuestro autocontrol! Malo también que un libro te jugara una mala pasada, si su autor empezaba a describir manjares con lujo de detalles. ¡Fuera este libro! ¡Fuera Gógol! ¡Fuera también Chéjov! ¡No hacen sino hablar de comida!: «No tenía apetito y sin embargo se comió (¡el muy hijo de perra!) una ración de ternera con una cerveza». ¡Hay que leer obras más espirituales! ¡Dostoyevski! ¡Ese sí que es bueno para los presos! Pero vean también qué cosas tiene: «los niños pasaban hambre, llevaban varios días sin ver nada más que pan y embutido».