Los derechos que conocemos son: permiso para que te remienden los zapatos y para el médico. Pero no vayas a alegrarte por haber conseguido que te lleven a la enfermería, porque ahí precisamente es donde más te impresionará el trato mecánico de la Lubianka. En la mirada del médico no sólo no hay preocupación, sino que ni siquiera se ve una elemental atención. No esperes que te pregunte: «¿Qué le aqueja?», porque son demasiadas palabras, y además no es posible pronunciarlas sin ninguna expresión. Preferirá ser más abrupto: «¿Quejas?». Si empiezas a contarle tu dolencia con demasiado detalle, te cortará en seco. Ya está suficientemente claro. ¿La muela? Extracción. Tal vez arsénico. ¿Curársela? Aquí no curamos (aumentaría el número de las visitas y crearía un ambiente, digamos, humano).
El médico de la cárcel es el mejor auxiliar del juez y del verdugo. El apaleado despierta en el suelo y oye la voz del médico: «Podéis seguir, el pulso es normal». Después de cinco días de gélido calabozo, el médico examina el cuerpo yerto y desnudo del preso y dice: «Aún puede aguantar». Si golpean a uno hasta la muerte, firma el acta: defunción por cirrosis hepática, por infarto. Si le llaman urgentemente a la celda de un moribundo, no se da ninguna prisa. El que se comporte de otra manera no durará mucho en nuestras cárceles. En los penales soviéticos el doctor Haas no se habría podido ganar la vida.
Pero nuestra clueca conocesus derechos mejor que nosotros (si hay que creerle, lleva ya once meses de sumario, pero sólo lo llevan a interrogatorio de día). Hoy, por ejemplo, ha dado un paso adelante y ha solicitado que lo apunten para que lo reciba el director de la cárcel. ¿Cómo, el jefe de toda la Lubianka? Sí. Y lo apuntan. (Y por la noche, después del toque de retreta, cuando todos los jueces estén ya en sus puestos, lo llamarán y volverá con picadura. Es tosco, claro, pero de momento no han inventado nada mejor. Pasar por completo a un sistema de micrófonos sería demasiado costoso y tampoco es cuestión de pasarse días enteros escuchando a las ciento once celdas. Además, ¿quién lo haría? La cluecaes más barata y aún la seguirán utilizando durante mucho tiempo. Pero con nosotros Kramarenko lo tiene difícil. A veces hasta suda de tanto pegar la oreja, y por su cara se ve que no está entendiendo nada.)
Otro derecho es el de presentar instancias. (¡En sustitución de la libertad de prensa, de reunión y de sufragio, que perdimos al dejar la calle!) Dos veces al mes, el vigilante de guardia pregunta por la mañana: «¿Hay alguien que quiera presentar instancias?». Y anota a cuantos lo deseen, sin rechazar a nadie. Durante el día te llaman y te encierran en un box aislado. Te puedes dirigir a quien mejor te parezca: al Padre de los Pueblos, al Comité Central, al Soviet Supremo, al ministro Beria, al ministro Abakúmov, a la Fiscalía General, a la Fiscalía General de lo Militar, a la Dirección General de Prisiones o a la Sección de Instrucción Judicial, puedes quejarte de que te hayan detenido, de tu juez de instrucción o del director de la cárcel, pero en todos los casos tu instancia carecerá de efecto alguno, no quedará grapada a ningún expediente, y lo más alto que llegará será hasta tu propio juez, aunque esto no podrás demostrarlo. Incluso lo más probable es que ni él se la lea, porque quién va a poder leerse un papelucho de siete centímetros por diez, apenas mayor que el que te dan por las mañanas para el retrete, emborronado con una caña de ave despuntada, o retorcida como un gancho. Y más con aquel tintero, lleno de cendales o rebajado con agua. Apenas hayas garrapateado «Insta...» las letras ya se habrán corrido, cada vez más, por el papel infame, de modo que «...ncia» ya no te cabrá en ese renglón, y la tinta habrá traspasado a la otra cara de la hoja.
Es posible que tengas más derechos, pero el celador de guardia guarda silencio. Probablemente no te pierdes gran cosa por no conocerlos.
Ha finalizado la inspección y comienza la jornada. Están llegando ya los jueces de instrucción. El vertujainos llama con gran misterio, nombrando sólo la primera letra (y de esta manera: «¿quién empieza por "ese"?, ¿quién empieza por "efe"?, o incluso, ¿quién empieza por "am"?), y nosotros debíamos dar muestras de agilidad mental y ofrecernos en sacrificio. Esta costumbre la habían adoptado para evitar que los vigilantes se equivocasen, porque si hubieran llamado un apellido en la celda que no era, los presos se habrían enterado de quién más estaba encausado. Sin embargo, por más que estuviéramos aislados del resto de la cárcel, no por ello nos faltaban noticias de las otras celdas: como quiera que procuraban embutir al mayor número de presos, y como luego nos barajaban, cada trasladado aportaba a la nueva celda toda la experiencia que había acumulado en la anterior. De este modo, aunque estábamos encerrados en el tercer piso, conocíamos la existencia de celdas en el sótano, sabíamos que había boxes en la planta baja, estábamos enterados de la oscuridad que reinaba en el primer piso, donde se había agrupado a las mujeres, de la distribución del piso cuarto en dos galerías y de que su número más alto era el ciento once. Antes de llegar yo, mi predecesor en nuestra celda había sido el escritor de cuentos infantiles Bondarin, que había estado en el piso de las mujeres con no sé qué corresponsal polaco, quien a su vez había estado anteriormente con el mariscal de campo Paulus, por eso conocemos también todos los pormenores de Paulus.
Había pasado la racha de llamadas a interrogatorio, y a los que se quedaban en la celda se les presentaba por delante una larga y agradable jornada rica en posibilidades y no demasiado ensombrecida por las obligaciones. Entre las obligaciones nos podía tocar, dos veces al mes, repasar los hierros de la cama con la lámpara de soldar (en la Lubianka las cerillas estaban rigurosamente prohibidas y, para encender un cigarrillo, debíamos sostener pacientemente una mano en alto cuando estaba abierta la mirilla y pedirle fuego al vigilante, pero las lámparas de soldar nos las confiaban con total tranquilidad). También nos podía tocar algo que parecía un derecho aunque lo planteaban más bien como un deber: una vez por semana nos llamaban uno a uno al pasillo y nos rapaban la barba con una maquinüla ya bastante roma. También podía caernos la obligación de restregar el parquet de la celda (Z-v evitaba siempre esta tarea porque le humillaba, lo mismo que todas las demás). Enseguida nos quedábamos sin aliento porque estábamos hambrientos, de otro modo podríamos haber considerado este deber como un derecho, ya que era un trabajo sano y alegre: con el pie descalzo frotabas con el cepillo hacia delante, mientras el cuerpo se inclinaba hacia atrás, y luego al revés, adelante-atrás, adelante-atrás, ¡hasta que no pensabas en nada más! ¡Un parquet como un espejo! ¡Una prisión digna de Potiomkin!
Además, ya no estábamos hacinados en nuestra anterior celda n° 67. A mediados de marzo nos trajeron un sexto compañero, y como aquí no se estilaban los catres empotrados unos contra otros, ni la costumbre de dormir en el suelo, trasladaron a nuestro grupo a la preciosa celda n° 53. (La recomiendo con entusiasmo: el que no haya estado en ella tiene que verla.) ¡Aquello no era una celda! ¡Aquello era una sala palaciega destinada a dormitorio de viajeros ilustres! La compañía de seguros Rossia, [136] 0sin reparar en gastos había elevado a cinco metros la altura de los techos en aquella ala del edificio. (¡Ay, qué literas de tres pisos habría construido allí el jefe del contraespionaje del frente, le habrían cabido al menos cien hombres, sin lugar a dudas!) ¡Y la ventana! Era tan alta que un vigilante, de pie en el alféizar, apenas llegaba hasta arriba. Cada uno de los cuarterones habría sido una magnífica ventana en una vivienda. Sólo el bozal,con sus planchas de acero remachadas que cubrían cuatro quintas partes de la ventana, nos recordaba que no estábamos en ningún palacio.