¿Había conservado al menos ese amor a la libertad propio de los estudiantes? Nunca en la vida lo tuvimos: lo que nosotros amábamos eran las formaciones marchando al paso.
Recuerdo muy bien que fue precisamente en la academia militar cuando empecé a sentir alegría por la simplificación de mi existencia: era un militar y ya no tenía que pensar. La alegría de estar inmerso en una vida común a todos,como es habitual entre nuestros militares. La alegría de olvidar ciertas sutilezas morales inculcadas desde la infancia.
En la academia andábamos siempre con hambre, continuamente al acecho de algún cacho de más, nos vigilábamos con celo unos a otros por ver si alguien se las había apañado. Lo que más temíamos era suspender y no obtener los rombos de teniente (a los que no terminaban los estudios los mandaban a Stalingrado). Además nos adiestraban como a jóvenes fieras, para embrutecernos más y que luego nos desquitáramos con quien quisiéramos. Por si no dormíamos ya bastante poco, podían castigarte a marchar tú solo marcando el paso (bajo las órdenes de un sargento) después de la retreta. O podían levantar por la noche a todo el pelotón y formarlo alrededor de una bota deslustrada: ¡Venga! Ahora este canalla va a limpiarse la bota, y hasta que no le saque brillo aquí estaréis todos de pie.
Y mientras esperábamos con ansia los galones, íbamos ensayando los andares tigrescos de oficial y esa voz metálica con que se dan las órdenes.
¡Y por fin llegó el día en que me impusieron las insignias! Más o menos al cabo de un mes, cuando formaba mi batería en la retaguardia, ya estaba obligando a mi negligente soldadito Berbeniov a marcar el paso después de la retreta, al mando del sargento Metlin, terco a mis órdenes... (¡Lo había olvidado todo! Reconozco sinceramente que lo olvidé con los años y que no ha vuelto a mi mente hasta ahora, hasta encontrarme ante estas cuartillas...) Y cuando un viejo coronel, que estaba de inspección, afeó mi conducta, yo (¡como si no hubiera estado en la universidad!) me justifiqué diciendo que así nos lo habían enseñado en la academia. O sea: ¿cómo íbamos a andarnos con razones universales y humanas si estábamos en el Ejército?
(Tanto más en los Órganos.)
El corazón cría orgullo como manteca el cerdo.
Atosigaba a mis subordinados con órdenes indiscutibles, convencido de que mejor que mis órdenes no podía haber nada. Incluso en el frente, donde podría parecer que la muerte nos igualaba a todos, mi poder me hacía creer superior. Los escuchaba sentado, y ellos de pie, en posición de firmes. Les interrumpía, les daba indicaciones. Tuteaba a padres y a abuelos (ellos me trataban de «usted», naturalmente). Los enviaba bajo los proyectiles a empalmar cables rotos con el único fin de que no se interrumpiera la detección sonora [109]y evitarme los reproches de los superiores (Andreyashin murió así). Engullía mi mantequilla y mis galletas de oficial sin pararme a pensar por qué a mí me correspondían y a los soldados no. Cada dos oficiales teníamos —faltaría más— un galopillo (hablando con propiedad, un edecán) al que yo asendereaba sin respiro, obligándolo a cuidar de mi persona y a hacernos toda la comida aparte del rancho de los soldados (mientras que, si hay que ser sinceros, a los jueces de instrucción de la Lubianka no se les puede hacer este reproche, porque no tienen ayudantes de campo). En cada nuevo emplazamiento obligaba a los soldados a doblar el espinazo y cavarme un refugio particular, cubierto con los troncos más gruesos que hubiera, para que yo estuviera cómodo y seguro. ¡Pero si es que en mi batería había hasta cuerpo de guardia!, ¡pues claro!, ¿que cómo podía ser en pleno bosque? Pues era un foso, igual o incluso mejor que el de la división de Gorojovets, pues estaba techado y en él se servía el rancho al arrestado. Ahí estuvieron encerrados Viushkov por haber perdido un caballo y Popkov por cuidar mal de su carabina. ¡Pero eso no es todo! Aún tengo otro recuerdo: me habían hecho un portamapas con unos cueros alemanes (no vayan a creer que se trataba de piel humana, no, eran del asiento de un automóvil) pero faltaba la correa y eso me consumía. De pronto le vi al comisario de un destacamento guerrillero (miembro del comité de distrito local) una correa como la que me hacía falta y se la quitamos: ¡Nosotros éramos el Ejército, teníamos que pasar siempre delante! (¿Se acuerdan de Senchenko, el óper?) Señalaré por último el mucho apego que sentía por esa pitillera carmesí, mi trofeo de guerra. Por algo no he olvidado cómo me la quitaron...
Esto es en lo que se convierte un hombre con galones. ¡Qué había sido de los consejos de mi abuela ante el icono! ¡En qué habían quedado mis sueños de pionero sobre un futuro de sagrada igualdad!
Y cuando en el puesto de mando del jefe de brigada los agentes del SMERSH me arrancaron esos malditos galones y el cinturón, mientras me empujaban hacia su automóvil, con mi destino vuelto del revés, tanto más hería mi orgullo que, degradado, iba a tener que cruzar la habitación de los telefonistas. ¡Los soldados rasos no debían verme en esa situación!
Mi camino de Vladímir [110]empezó a la mañana siguiente a mi arresto: desde el contraespionaje del Ejército al del frente se enviaba por etapas la pesca reciente. De Osterode a Brod-nica nos hicieron ir a pie.
Cuando me sacaron del calabozo para formar, ya éramos siete detenidos, tres filas y media de parejas, todos dándome la espalda. Seis de ellos iban con unos capotes de soldado ruso, ajadísimos de tanto ver mundo. En sus espaldas llevaban escritas con pintura blanca indeleble dos grandes letras: «SU», que querían decir «Sowjet Union». Yo ya conocía este cuño, lo había visto más de una vez sobre las espaldas de nuestros prisioneros de guerra que con aire triste y culpable se arrastraban al encuentro de un ejército que los liberaba.Los liberaban, sí, pero en esa liberación no había alegría mutua: sus compatriotas les lanzaban miradas más sombrías que a los alemanes, y ahora estaban teniendo ocasión de ver lo que hacían con ellos en una retaguardia no muy lejana: los metían en la cárcel.
El séptimo detenido era un civil alemán que vestía un traje negro de tres piezas, abrigo negro y sombrero del mismo color. Pasaba de los cincuenta, era alto, bien cuidado y tenía la blanca tez del que come como Dios manda.
Me colocaron en la cuarta pareja, y el jefe de la expedición, un sargento tártaro, me indicó con la cabeza que tomara mi maleta precintada, que habían puesto aparte. Aquella maleta contenía mis efectos de oficial y todo lo que había escrito, todo lo que me habían confiscado para condenarme.
¿Cómo que la maleta? ¿Él, un sargento, quería que yo, un oficial, agarrara y llevara una maleta? O sea, ¿que llevara un objeto voluminoso, algo prohibido por el nuevo reglamento interno? ¿Y que seis soldados rasos fueran a mi lado con las manos vacías? ¿Y por si fuera poco, teniendo a un representante de la nación vencida?
Al sargento no se lo expliqué de una forma tan complicada, pero sí le dije:
—Soy un oficial. Que la lleve el alemán.
Ninguno de los detenidos volvió la cabeza al oír mis palabras: estaba prohibido volverse. Sólo mi compañero de fila, uno de los «SU», me miró asombrado (cuando ellos habían abandonado nuestro Ejército, las cosas todavía eran de otra manera).