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Pero el sargento del contraespionaje no se sorprendió. Aunque para él yo ya no era un oficial, los dos habíamos pasado por la misma instrucción. Llamó al alemán, que ninguna culpa tenía, y le ordenó que llevara la maleta. Menos mal que éste no había entendido nada de la conversación.

Todos los demás nos pusimos las manos a la espalda (los prisioneros de guerra no llevaban ni siquiera un petate, volvían a la patria como habían salido: con las manos vacías) y nuestra columna de dos filas de a cuatro se puso en marcha. Con la escolta sabíamos que no podíamos hablar, y charlar entre nosotros estaba terminantemente prohibido, ya fuera por el camino, en los altos o al hacer noche... Estábamos detenidos y debíamos caminar como si nos separaran unos tabiques invisibles, como si cada uno ya estuviera confinado en su propio calabozo.

Eran días inestables de primavera temprana. A veces se esparcía una ligera niebla y el barro líquido chapoteaba melancólicamente bajo nuestras botas, incluso en el firme de la carretera. Otras, el cielo escampaba y un sol suave y amarillo, inseguro aún de su poder, calentaba las colinas ya apenas cubiertas de nieve mostrándonos, diáfano, el mundo que debíamos abandonar. Otras, irrumpía en el cielo un hostil torbellino que arrancaba de los negros nubarrones una nieve que ni siquiera parecía blanca, y nos fustigaba con ella la cara, la espalda y los pies, empapando de frío nuestros capotes y peales.*

Seis espaldas ante mi, siempre las mismas seis espaldas. Hubo tiempo para examinar una y otra vez las torcidas y feas estampillas «SU», y también el lustroso terciopelo negro en el cuello del alemán. Hubo tiempo para reflexionar sobre la vida pasada y tomar conciencia de la presente. Pero de esto no era capaz. Aun después del estacazo, seguía sin comprender.

Seis espaldas. En su balanceo no había ni aprobación ni reprobación.

El alemán no tardó en cansarse. Se pasaba la maleta de una mano a la otra, se llevaba la mano al pecho y hacía señas a la escolta de que no podía más con ella. Y entonces, el que iba de pareja con él, un prisionero de guerra que sabe Dios qué habría visto en su reciente cautiverio alemán (puede que hasta la misericordia), por voluntad propia asió la maleta y la llevó.

Después le relevaron otros prisioneros, sin que tampoco fuera necesaria una orden de la escolta. Y de nuevo el alemán.

Pero no yo.

Y nadie me dijo ni palabra.

En cierta ocasión nos cruzamos con una larga columna de carretas que iban de vacío. Los carreteros nos observaban con interés y algunos hasta se encaramaban en alto para vernos mejor. No tardé en comprender que tanta animación y hostilidad tenían que ver conmigo, pues destacaba claramente de los demás: mi capote era nuevo, largo, cortado a medida, las tirillas del cuello aún no se habían descosido y los botones intactos sacaban al sol naciente destellos de oro barato. Saltaba a la vista que yo era un oficial fresco aún, recién capturado. Es posible, pues, que su alegría se debiera en parte al mero hecho de toparse con un oficial caído en desgracia (era un resplandor de justicia), aunque lo más probable es que en sus cabezas, embutidas de conferencias políticas, no pudiera caber que lo mismo podría haberle ocurrido a su jefe de compañía. En cualquier caso, todos a una habían concluido que yo venía del otrolado.

—¡Ya verás tú, cabrón vlasovista! ¡Hay que fusilar a este cerdo! —gritaban enardecidos los carreteros, con esa ira de la retaguardia (el patriotismo más fuerte siempre se da en la retaguardia) que aderezaban con una abundante lluvia de obscenidades.

Yo era para ellos una especie de maquinador internacional al que, pese a todo, habían echado el guante, con lo que ahora, en el frente, la ofensiva avanzaría con mayor rapidez y la guerra terminaría antes.

¿Qué les iba a responder yo? Me estaba prohibido pronunciar una sola palabra, cuando habría tenido que contar mi vida a cada uno de ellos. ¿Cómo hacerles saber que no era un saboteador? Que era amigo de ellos, que si estaba allí era por ellos. Yo sonreía... ¡Sonreía hacia ellos desde una columna de detenidos! Pero mis dientes al descubierto les parecieron la peor de las burlas, y aún se encarnizaron más sus crueles insultos y amenazas con el puño.

Yo sonreía, orgulloso de que no me hubieran detenido por ladrón, traidor o desertor, sino porque, a fuerza de intuición, había penetrado en los secretos criminales de Stalin. Sonreía porque quería y —quién sabe— quizá conseguiría arreglar un poquito nuestra vida rusa.

Y entretanto, mi maleta la llevaban otros ...

¡Ni siquiera sentía remordimientos! Y si en aquel momento mi compañero de fila —cuyo demacrado rostro estaba cubierto ya con un suave bozo de dos semanas y cuyos ojos rebosaban sufrimiento y comprensión— en ruso franco y claro me hubiera echado en cara el haber humillado mi dignidad de preso recurriendo a la ayuda de la escolta, que me colocaba por encima de los demás, que era soberbio, ¡no le habría comprendido ! Simplemente, no habría comprendido de qué estaba hablándome. ¿Acaso no era yo un oficial?

Si siete de nosotros tuvieran que morir por el camino pero la escolta pudiera salvar al octavo, no veo qué me habría impedido exclamar:

—¡Sargento, sálveme a mí! ¡Mire, soy oficial!

¡Eso es un oficial, aun cuando no lleve galones azules!

¿Y si encima son azules? ¿Y si además le han inculcado que es la sal de la oficialidad, que a él se le confian más cosas

a los demás, que conoce más que ellos, y que por todo eso debe hacer que el detenido agache la cabeza entre las piernas y en esa posición embutirlo en el alcantarillado?

¿Por qué habría de negarse?

Yo me atribuía desinterés y espíritu de sacrificio, cuando en realidad ya estaba más que listo para convertirme en verdugo. Y de haber ido a parar a la Academia del NKVD en tiempos de Ezhov, ¿no habría estado bien preparado para hacer carrera con Beria?

El lector que espere encontrar en esta obra una acusación política puede cerrarla aquí mismo.

¡Si todo fuera tan sencillo! ¡Si se tratara simplemente de unos hombres siniestros en un lugar concreto que perpetran con perfidia sus malas acciones! ¡Si bastara con separarlos del resto y destruirlos! Pero la línea que separa el bien del mal atraviesa el corazón de cada persona. ¿Y quién destruiría un pedazo de su propio corazón?

Mientras dura la vida de un corazón, esta línea se desplaza, ora acosada por el gozo del mal, ora cediendo espacio a un estallido de bondad. Una misma persona, a sus distintas edades, en distintas situaciones de la vida, es alguien totalmente diferente. Unas veces está cerca del diablo y otras del santo. Pero siempre se llama igual y siempre se trata del mismo hombre.

Ya nos lo dejó dicho Sócrates: ¡Conócete a ti mismo!

Y nos detenemos pasmados ante el foso al que nos disponíamos a empujar a nuestros perseguidores, porque en realidad si los verdugos fueron ellos y no nosotros, ello se debió tan sólo a las circunstancias.

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